En las últimas décadas la vida se ha acelerado. Los trabajos son más exigentes, requieren respuestas constantes a toda clase de estímulos en forma de correos electrónicos, llamadas por el móvil o actualizaciones de programas. Ni siquiera en el propio domicilio hay descanso, puesto que estas aplicaciones acompañan al empleado a su hogar y muchos de ellos son incapaces de desconectar y cuando lo hacen no es con ningún fin productivo, sino para seguir enganchados a las nuevas tecnologías, aunque esta vez en forma de ocio, con aplicaciones diseñadas para que el usuario esté el máximo tiempo con ellas con el objetivo de que tenga acceso a dosis de publicidad cada vez más sofisticada y más adaptada a sus gustos (esto se consigue a través del llamado capitalismo de vigilancia, al que dedicó un imprescindible ensayo Shoshana Zuboff).
Las soluciones a estos males contemporáneos son evidentes: bajar el ritmo, dormir más, hacer más ejercicio, aprender técnicas de concentración que consigan que podamos dedicarnos a una sola tarea durante un tiempo prolongado... Soluciones aparentemente fáciles que son fácilmente trastocadas por las poderosas llamadas de atención de nuestros dispositivos móviles, un aparato con el que la mayoría de la gente pasa sus horas muertas haciendo mil cosas a la vez para no hacer nada en realidad. Sus aplicaciones podrían haber sido diseñadas, como se pretendía al principio, para nuestra utilidad, pero al final solo son instrumentos para inundarnos de propaganda. Los efectos colaterales derivados de las continuas distracciones son asumidos como algo inevitable por el capitalismo de vigilancia.
Pero hay otros factores que también afectan a la falta de atención en las nuevas generaciones. Uno de ellos es el cambio de dieta, repleta de alimentos procesados, que ha operado en el mercado en las últimas décadas. Y otra, no menos importante, es algo tan sencillo como la falta de libertad de los niños. Yo pertenecí a una de las últimas generaciones que jugó libremente en la calle sin supervisión de adultos, una práctica cada vez más marginal, pero que durante milenios ha servido para que los niños aprendan a desenvolverse, a cooperar, a ser creativos e incluso a aburrirse sin tener sus horas programadas todo el tiempo, como sucede en la actualidad. Dejar que un niño haga cosas solo en la calle, sin vigilancia, parece un crimen hoy en día, por el presunto peligro que deriva de ello, pero en un mundo occidental en el que los niveles de crimen están más bajos que nunca, debería ser una práctica común.
Al final del libro Hari concluye que la revolución que nos libere de la falta de atención generalizada solo puede venir de la gente a título individual, organizándose para cambiar las prácticas de esas compañías que secuestran y esclavizan nuestro tiempo, tanto en el ámbito laboral como en el de ocio:
"Yo ya tenía muy clara una cosa. Si seguimos siendo una sociedad de personas que duermen poco y trabajan demasiado; que cambian de tarea cada tres minutos; que son seguidos y monitorizados por unas redes sociales pensadas para descubrir sus debilidades y manipularlas para que sigan viendo contenidos sin fin; que están tan estresadas que se vuelven hipervigilantes; que adoptan unas dietas que les llevan a tener picos y desplomes de energía; que respiran a diario una sopa química de toxinas que les inflama el cerebro, entonces, sí, seguiremos siendo una sociedad con graves problemas de atención. Pero existe una alternativa. Y pasa por organizarse y plantar cara, por rechazar las fuerzas que incendian nuestra atención y sustituirlas por otras que nos ayuden a sanar."
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