sábado, 11 de septiembre de 2021

EL HIJO DEL CHÓFER (2020), DE JORDI AMAT. CIUDADANO QUINTÀ.

Si se hubiera producido un Me Too en la España de los noventa, sin duda Alfons Quintà hubiera sido uno de los señalados. Una de las características principales de este personaje que tan bien retrata Jordi Amat era su relación con el poder - fundamentalmente en el microcosmos catalán en el que se movía - y la sensación de impunidad respecto a todo lo que hacía. Quintà fue un hombre apasionado por ese periodismo al que entregó sus mejores años, pero también alguien muy temido por sus semejantes, ya por su carácter iracundo y grosero en las distancias cortas, ya por su conocimiento profundo de los entresijos y corruptelas de la política catalana. Aprovechándose de las conexiones de su padre, que gozó de una relación privilegiada con el pope de las letras catalanas Josep Pla, Quintà construyó una red de la relaciones que, junto a su falta de moralidad, le permitió gozar de un atalaya desde la que contemplar cómodamente todo lo que sucedía a su alrededor.

En su ejercicio periodístico nuestro protagonista demostró un olfato singular para escribir crónicas que incomodasen al poder, sobre todo respecto a esa muestra paradigmática de corrupción que fue el caso Banco Catalana. Es posible que, hasta su caída definitiva hace ya algunos años, el clan Pujol jamás se sintiese tan nervioso como con las informaciones que iba publicando Quintá, hasta el punto de que se llegó a llamar la atención a los responsables y al propietario del diario El País, como solo los políticos saben hacerlo. En este sentido, ese acto multitudinario de desagravio a Jordi Pujol se convirtió en todo un símbolo de la impunidad y de la superioridad del tribunal popular frente al Poder Judicial. Por desgracia, en nuestro país hemos podido contemplar más de un acontecimiento semejante. A partir de ese momento Pujol se proclamó el adalid de la moral frente a los poderes de Madrid, con lo que en cierto modo se dio vía libre al sistema corrupto en el que se convirtió la política catalana a partir de entonces.

Pero en uno de esos giros irónicos que tiene a veces la historia, el astuto Pujol consiguió convencer a su gran enemigo Quintà para que se uniera a sus filas: la dirección del nuevo canal autonómico TV3 era un caramelo demasiado dulce como para ser rechazado por un hombre tan ambicioso como Quintá. Gracias a su intuición y a su trabajo obsesivo consiguió crear una televisión moderna y muy valorada por quienes veían en ella un factor fundamental para crear sentimiento de pertenencia a la nación catalana. Pero su labor tuvo también sombras: su carácter dictatorial frente a sus subordinados, los gastos desmesurados en los que incurría y su fama de acosador sexual que no hizo sino acrecentarse en esta nueva etapa. Poco a poco Quintá fue cerrándose sobre sí mismo y quedándose sin amigos. Solo su última pareja aceptó quedarse junto a él cuando se sintió demasiado enfermo como para valerse por sí solo. El dramático final es bien conocido: asesinato de su mujer y suicidio, noticia que fue ampliamente difundida en su momento por diferentes medios de comunicación.

Jordi Amat ha sabido construir una narración en la línea de El adversario de Emmanuel Carrère, una crónica de no ficción que se lee como si fuera una novela, un relato que quizá tendría algo de inverosímil si hubiera sido inventado. El mismo autor, en las últimas páginas, reconoce sus influencias y comenta las dificultades a las que se tuvo que enfrentar a la hora de abordar la escritura de la biografía de un personaje tan singular: 

"El desafío era intentar ir más allá del suceso o del relato histórico para construir una narración, pero asumir al mismo tiempo que el ejercicio literario de ir hacia dentro del caso y el personaje era una forma de embrutecimiento. Implicaba no solo descubrir realidades turbias, sino también embrutecer de sordidez mi conciencia y la del lector."

domingo, 5 de septiembre de 2021

CONTRA LA CINEFILIA (2020), DE VICENTE MONROY. HISTORIA DE UN ROMANCE EXAGERADO.

Para muchos, incluido yo mismo, el cine constituye algo mucho más grande que una mera forma de entretenimiento. Cuando la película nos parece buena - y en contados casos, una obra maestra - es imposible abstraerse de lo que sucede en la pantalla y no vivir en cierto modo las mismas sensaciones que el protagonista. Por supuesto, esto es un fenómeno enteramente subjetivo. Lo que a algunos puede resultar fascinante puede convertirse en un aburrimiento insufrible para otros. Esta es la grandeza del cine, aunque no hay que olvidar que los críticos están ahí para recordarnos qué obras atesoran la suficiente calidad como para justificar una entrada de cine o un repaso de la misma en alguna plataforma de streaming:

"Más bien en contra de la excesiva manipulación de la realidad, el cinéfilo se inclina por explorar los vínculos secretos que conectan un lado y otro de la pantalla. No se conforma con contemplar desde el patio de butacas la imagen de un mundo embellecido y estético. Desea "desaparecer" en él. Cuando una película le gusta especialmente, siente que las imágenes anulan su juicio, le arrebatan, se sume en un estado de olvido parcial de sus penurias y dificultades. Se siente desplazado al interior de una película. Este sometimiento del ego a las imágenes goza de un gran prestigio y a veces llega a servir como vara de medir la calidad de una historia."

Como bien nos recuerda Vicente Monroy en este estimulante ensayo, el cine no solo puede provocar amor en el espectador. También puede dar lugar a sentimientos muy distintos que pueden llegar a lindar con la indignación o el odio. Todos hemos conocido a gente (seguramente cualquiera de nosotros ha adoptado ese papel en alguna ocasión), que defiende o ataca a una determinada película o director con una pasión desmesurada, lo que suele provocar que el resto de contertulios callen o le den la razón con tal de no discutir frente a un discurso tan vehemente. 

El propio autor confiesa haber sido así en su juventud, alguien obsesionado en visionar toda la historia del cine y cuyos juicios al respecto eran inapelables. Entrar a una sala de cine podía ser un aislamiento completo de la realidad que podía prolongarse durante horas después de terminada la película. A partir de esta idea casi religiosa de la relación del espectador con la pantalla, Monroy hace un repaso de los numerosos profetas que han dado al cine por muerto en un momento u otro del siglo XX, algo que se sigue repitiendo puntualmente en nuestros días. 

En cualquier caso, el lector de Contra la cinefilia tiene la impresión de que existe una especie de resentimiento por parte del autor contra una pasión que acabó convirtiéndose en tedio para él, quizá porque la abordó en su momento con excesiva desmesura. La solución quizá sea compatibilizar cine y vida y, al igual que sucede con la literatura, saber sacar provecho de las lecciones que podemos extraer de las mejores ficciones. Hay que resignarse a que una vida humana es insuficiente para ver o leer todo lo que nos gustaría, porque existen otras responsabilidades, quizá no tan estimulantes, pero necesarias para llevar una existencia equilibrada. Personalmente me quedo con las ventajas que ofrecen actualmente plataformas como Filmin, en las que uno puede acceder a títulos cuyo acceso hasta hace poco era muy complicado. El cine es pasión, pero también hay que reivindicarlo como diversión.