domingo, 29 de marzo de 2020

CAZADORES, CAMPESINOS Y CARBÓN (2015), DE IAN MORRIS. UNA HISTORIA DE LOS VALORES DE LAS SOCIEDADES HUMANAS.

Para Ian Morris la historia del hombre es la historia de los modos de captura de energía que ido jalonando su evolución. El primer estadio es el de los cazadores recolectores, formados por tribus pequeñas cuyo principal valor es el igualitarismo y que aceptan la violencia habitual en su modo de vida. Al nomadismo le fue sucediendo el sedentarismo propio de las prácticas agrícolas, que fueron la semilla de una sociedad campesina, mucho más compleja que la anterior, en la que se empieza a aceptar la idea de jerarquía y se intenta evitar en lo posible la violencia. Por último, nosotros nos encontramos en la sociedad de los combustibles fósiles. A estas alturas somos capaces de capturar enormes cantidades de energía en nuestro beneficio, condición indispensable para el progreso económico y social. Nuestra sociedad se basa en la igualdad de derechos (no tanto en la económica) y la violencia constituye un valor absolutamente rechazable, salvo en casos de extrema necesidad. Todos estos principios, que han ido forjándose con el paso de los milenios, se pueden resumir en los siguientes valores, que pueden calificarse casi como eternos: tratar a la gente equitativamente, ser justos, amar y odiar, evitar el daño y acordar que hay cosas sagradas.

Así pues, la historia humana va evolucionando a través de paulatinos cambios sociales (que a veces tardan siglos en asentarse), que van imponiéndose porque los modos de captura de energía cada vez más sofisticados permiten una mayor densidad poblacional y esto permite a su vez ir probando nuevos modos de organización y jerarquía social que triunfan frente a los más primitivos. Los valores esenciales que surgen de estos cambios van imponiéndose según convenga a la organización social y ello repercute en factores como la división del trabajo, el papel de las mujeres en la sociedad, el respeto a los derechos humanos y a las costumbres extranjeras. Es evidente que el progreso tiene sus víctimas. Quizá se sintiera más libre un cazador nómada que un campesino sometido a la servidumbre de un señor medieval, pero a la larga los cambios han sido positivos, sobre todo cuando se han guiado los mayores niveles de captura de energía en pos del bienestar básico del mayor número de estratos sociales, aunque para que esto sea posible es necesaria una evolución de las mentalidades, que siempre es mucho más lenta que la evolución tecnológica.

El punto más polémico es quizá la afirmación de que "cada era tiene el pensamiento y las ideas que necesita". Eso nos llevaría a aceptar que la historia es determinista y que todos sus acontecimientos han sido necesarios para llegar al punto en el que hoy estamos, de éxito del sistema democrático, porque es el que más crecimiento económico produce y el que mejor lo reparte entre sus ciudadanos. Esto es especialmente peligroso en este momento, puesto que los sistemas autoritarios no han dicho todavía su última palabra, sobre todo ante el cisne negro que ha aterrizado sobre el mundo en forma de pandemia, cuyas consecuencias son todavía a día de hoy muy inciertas. ¿Y si la gente acaba decantándose por sistemas como el chino o el ruso estimando que un gobierno sin oposición y que puede suspender los derechos de la gente a placer es mucho más fiable frente a crisis de este calado?  Quizá el debate de la jerarquía de valores humanos entre libertad y seguridad vuelva a abrirse y las consecuencias tengan que ver con un retroceso de la idea de sociedad abierta que hasta ahora hemos conocido.

El libro de Morris no termina con sus propias tesis, sino que el autor presta sus páginas a voces críticas con sus planteamientos, como las del historiador Richard Seaford o la escritora Margaret Atwood, aunque sí que se reserva un último espacio para rebatir dichas tesis reforzando sus propios argumentos. Un debate apasionante y complejo que es abordado desde el prisma de los diferentes puntos de vista propios de diversas especialidades.

miércoles, 25 de marzo de 2020

EL COLGAJO (2018), DE PHILIPPE LANÇON. EL APRENDIZAJE DEL DOLOR.

Hay un momento sumamente revelador en esta magistral crónica de bajada a los infiernos que narra este libro. Philippe Lançon, después de meses y meses de operaciones y de dolor se cree ya en trance de recuperación y viaja en el metro. De repente sube al vagón un joven magrebí, en cuya mirada él aprecia un gesto de desafío. Su impulso primario es huir, o al menos retirarse, poner un escudo de personas entre lo que capta como una amenaza potencial y él mismo: quizá en ese instante comprende que la recuperación total no llegará nunca, que conservará para siempre no solo las heridas físicas del rostro, sino también las espirituales: un miedo permanente que se activará cuando menos se lo espere.

Porque El colgajo es un libro autobiográfico muy especial. Se trata de una confesión, de la narración absolutamente veraz de lo que sucede después de sobrevivir a una experiencia tan traumática como un atentado terrorista. Lançon llega a describirse como un muerto en vida, como alguien que sigue existiendo, pero jamás volverá a ser el mismo, sintiéndose como si de repente la nada hubiera envuelto la esencia de su ser:

"La escena de repente improvisada flotaba en los escombros de nuestras propias vidas, pero no era la mano de un proyeccionista quien lo había detenido todo: eran unos hombres armados, eran sus balas; era lo que nosotros, los profesionales de la imaginación agresiva, no habíamos imaginado, porque algo así era simplemente inimaginable, al menos en la realidad. La muerte inesperada; el elefante metódico en la cacharrería; el huracán breve y frío; la nada."

El atentado a Charlie Hebdo no fue una acción cualquiera. Se trataba de un golpe al corazón de las libertades de occidente, a un medio de comunicación satírico que jamás había tenido pelos en la lengua a la hora de criticarlo todo, incluyendo a la religión islámica. La matanza implicaba un mensaje claro: quien se burlara de Mahoma merecía morir. Después de los hechos, hubo voces cobardes que, no justificando el atentado, mostraban un rechazo a la previa actitud provocativa de Charlie frente a lo se suponía sagrado, aunque la mayoría de los franceses optaron por un apoyo sin fisuras a las víctimas a través de un lema que hizo fortuna: "Je suis Charlie". Porque lo que se jugaba aquí era no ceder ni un milímetro en el derecho fundamental a la libertad de expresión frente a quienes defienden una organización social totalitaria. Como dejó dicho Voltaire: "Puede que no esté de acuerdo con tu opinión, pero defenderé con mi vida tu derecho a expresarlo."

Al final el lector siente que el sacrificio de Lançon, un mártir de la libertad de expresión, tiene un sentido, que su calvario supone una especie de redención para aquellos que creen que se puede aplacar a la bestia cediendo parte de la esencia de nuestra vida democrática a la amenaza de unos asesinos que dicen actuar en nombre de la religión de la paz. El colgajo, además de ser una obra literaria de primer orden, se erige así no solo en una reflexión acerca del dolor y su superación, sino también a la valentía de conservar las propias convicciones frente a los fanáticos e intolerantes.

jueves, 19 de marzo de 2020

LA ESPAÑA VACÍA (2016), DE SERGIO DEL MOLINO. VIAJE POR UN PAÍS QUE NUNCA FUE.

Vivo en un pueblo muy pequeño, pero no se puede decir que yo habite en la España vacía. Mi pueblo de adopción tiene excelentes comunicaciones. Puedo estar en diez minutos en un pueblo grande con todo tipo de servicios y en tres cuartos de hora en la capital. Aquí todavía hay muchos niños, aunque menos jóvenes, porque muchos tienen que buscarse la vida fuera. Sí que es cierto que a veces se alcanza en este lugar momentos de silencio pleno y absoluto, una experiencia que difícilmente puede vivirse en una gran urbe, como si el pueblo fuera un organismo pequeño, frágil y delicado que necesita periodos de descanso total para poder seguir con su existencia rutinaria.

Pero esta situación no es la habitual en muchos pueblos de la zona centro de España. Madrid, Barcelona y otras grandes urbes han actuado durante décadas como centros de atracción para millones de personas que dejaban su lugar natal, sin servicios, sin futuro, abandonado de la mano del Estado, por la promesa de una vida mejor empezando desde cero. Los cinturones de las grandes ciudades están repletos de barrios humildes, construidos con materiales baratos, que dieron alojamiento a aquellos que empezaban la gran aventura de sobrevivir en un entorno que un muchas ocasiones se les presentaba duro y hostil. Pero los fantasmas que se dejaban atrás pasaban a habitar las nuevas viviendas. Los nuevos madrileños o barceloneses jamás olvidan su origen e intentan transmitir a sus descendientes, al menos parte de su legado, aunque éste se va disipando poco a poco. Muchos de los que volvían de visita al pueblo se sentían como el protagonista del relato Los campesinos, de Chejov:

"(...) agotado de volver al campo por el eterno vaivén, el hambre, las pestilencias asfixiantes, la porquería, y odiaba y despreciaba la pobreza y sentía vergüenza de que su mujer y su hija vieran a su padre y a su madre."

¿Quienes son los que se quedan en esos lugares mal comunicados, aislados en invierno? ¿Quienes resisten viviendo sin el apoyo firme de la Administración que sí existe en otras partes? Son una especie resistente, gente mayor que se sabe abocada al fracaso, si es que alguna vez mantuvieron la ilusión de mantener el lugar con vida con nuevas generaciones de vecinos. A veces el aislamiento tiene resultados más trágicos y se producen crímenes cuyas motivaciones son absolutamente inversosímiles para cualquier urbanita. Por eso tenemos una visión negativa de estos lugares, como si estuvieran habitados por locos y eremitas que han decidido libremente cortar todo contacto con el resto de la sociedad. Estos pueblos salen del olvido solo cuando se produce una tragedia, como la de Fago, hace pocos años:

"Las tensiones y disputas, sin duda, son generalizadas, y un entorno pequeño las magnifica hasta niveles insoportables. En la ciudad todo se diluye, las cosas pierden importancia. Pero discutir y enfrentarse no lleva necesariamente al crimen. Tienen que concurrir otros factores muy especiales para que alguien apriete un gatillo. Pero Fago sólo fue noticia una vez en toda su historia, y se cree que hace mil años que está habitado. Una sola mención en las crónicas del país en un milenio. Cuando las aldeas de la España vacía salen en los periódicos nacionales siempre es en la sección de sucesos. Toda la información que recibimos de esos sitios, cuando la recibimos, es negativa. Es fácil cubrirlos de leyenda negra, imaginarlos como lugares asfixiantes donde pasan cosas terribles porque sólo sabemos que allí pasan cosas terribles. Matan a gente con brutalidad, y la matan por minucias miserables."

Pero este abandono estatal no viene de ahora. La leyenda negra de Las Hurdes, por ejemplo, tiene más de un siglo. Las Hurdes ha sido siempre el lugar emblemático del atraso, una especie de sitio salvaje en el mismo corazón de España, pleno de hambre y enfermedades. A pesar de que el retrato que nos ha llegado no siempre fue el correcto, puede servir como metáfora de una situación endémica, como la del lugar al que nadie quiere ir a parar. El libro de Sergio del Molino es una lectura muy sugerente, entretenida y reflexiva acerca de un problema recurrente, pero al que pocas soluciones se aportan. Leerlo en estos días de aislamiento y silencio produce una sensación especial, paradójicamente reconfortante. Quizá cambien muchas cosas en este país después de este trauma y puede que una de ellas sea el redescubrimiento de que la soledad a veces también aporta algunos beneficios.

martes, 17 de marzo de 2020