(Relato leído ayer en la tertulia de La Casa de las Palabras).Don Aurelio paseaba a su perro como cada mañana por el Paseo Marítimo. Disfrutaba de una jubilación dorada y era un gusto verle deleitándose en su andadura matinal. Su mirada limpia y bondadosa, su pelo cano, su poblado mostacho y su caminar pausado con las manos a la espalda, ligeramente encorvada esta, hacían de él un ser digno de admiración por sus vecinos. Nunca se le conoció conflicto alguno con ninguno de ellos, nadie nunca le había oído una palabra más alta que otra. En definitiva: era un ser angelical a ojos de sus semejantes y quien se le encontrase a esa hora temprana le saludaba con gran placer: "¡Buenos días don Aurelio!". El contestaba fijando su mirada en su interlocutor con un breve ademán y hasta su gracioso perrito, que nunca se separaba de su vera, movía el rabo en señal de aprobación.
Los paseos de don Aurelio no eran unos paseos vulgares, por el simple gusto de caminar. Su secreto radicaba en que no buscaba nada y lo buscaba todo. A don Aurelio todo le interesaba: lo mismo podía deternerse a contemplar el beso de una pareja de enamorados que oler una flor u observar durante horas a una araña tejiendo su tela. Tenía todo el tiempo del mundo y lo gastaba como mejor creía que debía hacerlo: fijándose en las cosas pequeñas que siempre habían estado a su alrededor y en las que nunca había reparado por no haber tenido tiempo en el pasado. Andaba demasiado preocupado por asuntos laborales, que ahora veía con ironía en la distancia. Ahora, con todo el tiempo del mundo para pensar, a veces le inquietaba la idea de la muerte, siempre presente en la vida de un jubilado. Pero en seguida la desechaba y volvía a sus pensamientos vitales, a sentir el Sol sobre su piel. Entonces se maravillaba de lo poco que se necesitaba para gozar de momentos plenamente felices, aunque durasen poco.
En ese preciso instante estaba contemplando las montañas nevadas en la distancia. Ofrecían un agradable contraste con el azul intenso de un mar agitado. Precisamente del mar escuchó unos terribles gritos de auxilio que le interrumpieron bruscamente su hilo de pensamiento. A lo lejos, a muchos metros de la orilla, una muchacha espumeaba desesperadamente implorando ayuda. Don Aurelio había sido buen nadador en su juventud e incluso había ganado algún campeonato de natación a nivel local. Sin pensárselo, se despojó de sus ropas y se lanzó a unas aguas extremadamente frías. Al comienzo todo fue bien. Don Aurelio nadaba a buen ritmo, sorteando las olas, espoleado por las voces terribles de la chiquilla, que parecía a punto de ser engullida por el oceáno. Consiguió llegar hasta ella con muchas dificultades y respirando muy agitadamente. Le agarró por la barbilla desde atrás, como sabía que había que hacerlo, e inició el retorno a la orilla. El ímpetu con el que había iniciado su rescate estaba convirtiéndose rápidamente en dificultades. Cada vez se notaba con menos fuerzas y ya había tragado agua un par de veces. Comenzó a notarse un dolor opresivo en el pecho que se le extendía por las extremidades, a cada brazada con mayor intensidad. Le costaba respirar, se estaba mareando y veía la orilla borrosa. Pensó que solo hacía unos minutos estaba disfrutando de un día espléndido y que si cerraba los ojos y se dejaba llevar por las olas, en seguida volvería a su paseo junto a su perro, que le observaba desde la orilla, con las orejas levantadas y ladrando de vez en cuando, único testigo de la hazaña de su amo.
Don Aurelio sacó fuerzas de flaqueza, ignoró sus terribles dolores y se propuso salvar la vida de la muchacha, aún a costa de la suya. Poco a poco, con una angustia infinita, agonizando por ganar cada metro, nuestro héroe consiguió su propósito. Salió del agua tambaleándose y seguidamente se desplomó en la arena. Su piel tenía un color azulado. Temblaba de frío. Aún tuvo tiempo de acariciar el pelo de la muchacha, en un gesto de sublime ternura antes de cerrar definitivamente los ojos.
El perro corrió junto a su amo. Lamía el rostro de don Aurelio mientras aullaba. En su desesperación, ni siquiera se dio cuenta de que de detrás de unos matorrales salieron dos hombres corriendo a su posición, uno con una cámara y el otro con un micrófono, mientras gritaban: ¡Inocente, inocente...!
Aquel fue el programa con mayor audiencia de la temporada.