El antequerano Antonio Báez trabaja como profesor de latín y griego en un instituto de Málaga. Quizá sea su especial vínculo con el pensamiento heleno el que ha desarrollado su desmedida curiosidad ante los aspectos más ínfimos y personales aspectos de la vida humana. Porque Griego para perros es un conjunto de relatos - algunos tan cortos como para poder ser calificados como microrrelatos - que producen la extraña sensación de poder ver lo cotidiano con unos ojos totalmente distintos, transmitidos por unos instantes del escritor al lector. Y esto desemboca casi irremediablemente en una cierta adicción por explorar "todos esos mundos secretos y sórdidos que son contiguos a las rutinas familiares". Báez tiene la facultad de transformar la existencia cotidiana en la que nos sumergimos todos los días, apenas sin darnos cuenta, cuando nos levantamos de la cama, en algo sumamente inquietante. Quizá lo más aproximado a una declaración de intenciones del escritor se encuentre en este párrafo del relato titulado Literatura:
"Pensé que más allá de su mucho o poco talento un escritor es un ser pintoresco, casi estorbadizo. Saqué de la biblioteca pública Missing de Alberto Fuguet, donde dice, en la primera hoja: "Un escritor puede ser raro, puede vivir en su cabeza, no tiene que - no debe - vivir igual que los demás". A veces uno comienza a escribir una historia e igualmente sigue uno leyendo cosas, porque uno, si cree en algo es en la contaminación. Y es como cuando caes, te fracturas una pierna, te la escayolan y sales a la calle y no dejas de ver escayolados en todas partes. Del mismo modo en lo que escribes, en lo que lees, hasta en lo que sueñas empiezas a encontrar señales, marcas coincidentes que le dan al mundo una orientación, un atisbo de orden. No es por otro motivo sino por ese por lo que sigues adelante. A la espera de las serpientes que tienen que venir del mar."
Porque si existe algún punto en común que vertebre una buena parte de estos relatos es su vertiente autobiográfica, respecto a la que el lector no conoce donde empieza lo imaginario y termina lo real. Y aquí no tengo más remedio que utilizar de nuevo la palabra sórdido para calificar una experiencia vital en la que el realismo sucio puede convertirse en sexo sucio o la sucia vida de una vagubunda que, sin embargo, resulta fascinante por cuanto vive una existencia de plena libertad. La pérdida de un dedo en una noche de juerga juvenil - una ofrenda permanente a lo absurdo -, los paseos sin rumbo que desembocan en un quebranto del sentido de la orientación espacial y temporal, el placer de compartir un cigarrillo con un desconocido conversando sobre temas banales: la inquietud y la incongruencia existencial . Me gusta mucho el relato Modelo, que bien podría haberse titulado Continuidad de los parkings, una visión de la posibilidad de una biografía subterránea, sin arraigo, que es la que desearía el protagonista, para poder observar a los seres humanos como lo haría un desapasionado científico que estudiara una variedad de plantas.
Les dejo aquí esta pequeña joya, para que puedan juzgar lo que pueden encontrar si se acercan a los relatos de Báez, Ludopatía, donde se recrea con suma sencillez la historia de una obsesión:
"La mujer inmadura cogió la última moneda y no sopesó la diferencia entre perderlo todo (aquella era su última moneda) y ganar. Había llegado hasta allí para pulirse una herencia. Finalmente tuvo lo que ella llamaba un presentimiento. Metió la moneda en la ranura y le dio un trago a su cubata. Detrás de su última moneda, debajo de ella, o en su canto, podían estar grabados muchos rostros mudos. La máquina hizo su trabajo de soniquetes y luces y cuando se detuvo la mujer ya no le prestaba atención. Supo de repente que el premio sería un castigo que la iba a encadenar a aquel lugar. Sintió una sed inconsolable. Apuró el cubata, recogió las monedas en un cubo y se acercó a la barra a pedir una nueva consumición."
Si quieren conocer mejor a este autor, pueden acercarse a su blog:
http://cuentosdebarro.blogspot.com.es/
sábado, 31 de mayo de 2014
jueves, 29 de mayo de 2014
TODO LO QUE SE LLEVÓ EL DIABLO (2010), DE JAVIER PÉREZ ANDÚJAR. AMOR Y PEDAGOGÍA.
A veces uno tiene que indagar en los recovecos de la historia para hacerse una idea del espíritu de una determinada época. Si observamos el debate político actual, la República suele ser tildada de experimento fallido y casi criminal por unos y de momento histórico sublime por otros. Lo cierto es que los que teóricamente eran sus principales beneficiarios no hicieron gran cosa por conservarla. Lo que hoy es idealizado en aquel tiempo era despreciado. Los partidos comunistas y los de ideología anarquista luchaban por establecer sus propias utopías y siguieron haciéndolo aun cuando ya se había alzado la sombra de un poderoso enemigo común. En realidad la República quería ser un régimen democrático equiparable a cualquiera de los de Europa, pero tuvo la mala suerte de establecerse en nuestro país en un momento histórico caracterizado por el auge de los totalitarismos fascista y comunista y, para más inri, en un tiempo de crisis económica. Los auténticos republicanos como Azaña, un político que fue tan vituperado en su tiempo como ensalzado décadas después, asistían espantados a la degeneración de la política española y a la creciente violencia en las calles. No hay que olvidar que los peores momentos de la vida de la República se vivieron durante el llamado bienio negro, cuando gobernaron las derechas, que intentaron cercenar las conquistas sociales que se habían conseguido hasta ese momento y hubo de enfrentarse a situaciones tan graves como la insurrección de Asturias.
Una de las características más admirables del régimen republicano, al menos en su primera etapa, es que por primera vez en España el gobierno fijaba su mirada en los más desfavorecidos, no para otorgarles un poco de caridad hipócrita, sino con la doctrina, inédita en nuestro país, de la justicia social. Claro que no era fácil aplicar la reforma agraria, la regulación de los convenios colectivos o la aconfesionalidad del Estado, pero hay que valorar la valentía de unos dirigentes que intentaron modernizar nuestro país desde una visión laica y racional, que contó con la temprana oposición de radicalismos de todo signo. Uno de los proyectos más hermosos surgidos de este espíritu fue el de las Misiones Pedagógicas, un loable intento de llevar la cultura y la educación a los lugares más remotos del ámbito rural, a sitios donde el atraso era tan endémico que la forma de vida no había cambiado demasiado desde la Edad Media. Había que visitar a estos habitantes olvidados de nuestro país y convertirlos en ciudadanos. Había que plantar en ellos la semilla de la curiosidad, del saber. Como dijo Manuel Bartolomé Cossio, presidente del Patronato:
"Somos una escuela ambulante que quiere ir de pueblo en pueblo. Pero una escuela donde no hay libros de matrícula, donde no hay que aprender con lágrimas, donde no se pondrá a nadie de rodillas como en otro tiempo. Porque el gobierno de la República que nos envía, nos ha dicho que vengamos, ante todo, a las aldeas, a las más pobres, a las más escondidas y abandonadas, y que vengamos a enseñaros algo, algo que no sabéis por estar siempre tan solos y tan lejos de donde otros lo aprenden, y porque nadie hasta ahora ha venido a enseñároslo; pero que vengamos también, y lo primero, a divertiros."
Este era el auténtico espíritu de la República, el que intentaba hacer llegar el lema pan y escuela a todos los ciudadanos, aunque se vivieran endémicamente escasos de lo primero e ignoraran el significado de lo segundo. Las misiones eran llevadas a cabo por personal cualificado, sobre todo maestros, que solían hacerlo de manera voluntaria. Viajaban a los lugares más remotos de la geografía nacional, que a veces eran poco accesibles y establecían bibliotecas, daban charlas, proyectaban alguna película o reportaje, ofrecían música, obras de teatro o reproducciones de los mejores cuadros del Museo del Prado, en un museo circulante con los que estas gentes podían contemplar por primera vez en su vida nuestras maravillas artísticas. Lo mejor de la cultura española de la época estuvo implicada en esta noble causa: María Zambrano, Antonio Machado, Pedro Salinas, Alonso Zamora Vicente, María Moliner o Federico García Lorca, con el famoso grupo de teatro La barraca.
En la narración de Javier Pérez Andújar, nos encontramos en 1935, a un año de nuestra Guerra Civil. El gobierno conservador ha recortado las partidas destinadas a las Misiones Pedagógicas, dejándolas en la mitad (hay cosas que nunca cambian), pero no ha logrado doblegar el entusiasmo de sus promotores, que siguen viajando a los pueblos con menos medios si cabe. El argumento sigue a un grupito de maestros cuyo destino es una zona rural atrasada de la provincia de Zamora, lo cual acaba derivando en una novela coral, que se traslada a varias épocas, pero cuyo epicentro sigue siendo la vida de los misioneros pedagógicos. En cualquier caso, la abundancia de personajes que van presentándose progresivamente lastra en buena medida lo que debería haber sido el propósito del libro: describir las motivaciones de unos personajes en un momento excepcional de nuestra historia, marcadas por discursos memorables como éste:
"Sí que creo ciegamente en una cosa, Maruja. Y por eso estoy aquí, en este pueblo perdido. Creo radicalmente en la cultura. Menéndez Pidal ha dicho que el lema de la República tendría que ser Cultura. ¡Y tiene más razón que un santo! No hay esclavitud peor que la de la ignorancia. Y te lo digo como esclavo que soy de unas cuantas cosas (...) De entre todas, mi mayor esclavitud es la de la lectura, y como esclavo de la lectura necesito desesperadamente que la sociedad sea culta, como los esclavos del trabajo necesitan que la sociedad sea justa."
A veces, leyendo Todo lo que se llevó el diablo, uno tiene la impresión de encontrarse ante algunos de los tópicos del cine español más reciente: la atracción sexual instanténea entre dos personajes, el toque de realismo mágico en la historia del aparecido o el tremendismo de la familia Velasco. A pesar de estos desajustes narrativos, de estos hilos a veces mal trenzados de una narración que tiende a ser expansiva, la escritura de Pérez Andújar es de suficiente calidad como para que merezca la pena una lectura atenta de la novela. Porque siempre es necesario evocar episodios de nuestro pasado que nos enseñen que no todo ha sido cainismo en nuestra historia, a pesar de la distorsión que producen los Velasco.
Una de las características más admirables del régimen republicano, al menos en su primera etapa, es que por primera vez en España el gobierno fijaba su mirada en los más desfavorecidos, no para otorgarles un poco de caridad hipócrita, sino con la doctrina, inédita en nuestro país, de la justicia social. Claro que no era fácil aplicar la reforma agraria, la regulación de los convenios colectivos o la aconfesionalidad del Estado, pero hay que valorar la valentía de unos dirigentes que intentaron modernizar nuestro país desde una visión laica y racional, que contó con la temprana oposición de radicalismos de todo signo. Uno de los proyectos más hermosos surgidos de este espíritu fue el de las Misiones Pedagógicas, un loable intento de llevar la cultura y la educación a los lugares más remotos del ámbito rural, a sitios donde el atraso era tan endémico que la forma de vida no había cambiado demasiado desde la Edad Media. Había que visitar a estos habitantes olvidados de nuestro país y convertirlos en ciudadanos. Había que plantar en ellos la semilla de la curiosidad, del saber. Como dijo Manuel Bartolomé Cossio, presidente del Patronato:
"Somos una escuela ambulante que quiere ir de pueblo en pueblo. Pero una escuela donde no hay libros de matrícula, donde no hay que aprender con lágrimas, donde no se pondrá a nadie de rodillas como en otro tiempo. Porque el gobierno de la República que nos envía, nos ha dicho que vengamos, ante todo, a las aldeas, a las más pobres, a las más escondidas y abandonadas, y que vengamos a enseñaros algo, algo que no sabéis por estar siempre tan solos y tan lejos de donde otros lo aprenden, y porque nadie hasta ahora ha venido a enseñároslo; pero que vengamos también, y lo primero, a divertiros."
Este era el auténtico espíritu de la República, el que intentaba hacer llegar el lema pan y escuela a todos los ciudadanos, aunque se vivieran endémicamente escasos de lo primero e ignoraran el significado de lo segundo. Las misiones eran llevadas a cabo por personal cualificado, sobre todo maestros, que solían hacerlo de manera voluntaria. Viajaban a los lugares más remotos de la geografía nacional, que a veces eran poco accesibles y establecían bibliotecas, daban charlas, proyectaban alguna película o reportaje, ofrecían música, obras de teatro o reproducciones de los mejores cuadros del Museo del Prado, en un museo circulante con los que estas gentes podían contemplar por primera vez en su vida nuestras maravillas artísticas. Lo mejor de la cultura española de la época estuvo implicada en esta noble causa: María Zambrano, Antonio Machado, Pedro Salinas, Alonso Zamora Vicente, María Moliner o Federico García Lorca, con el famoso grupo de teatro La barraca.
En la narración de Javier Pérez Andújar, nos encontramos en 1935, a un año de nuestra Guerra Civil. El gobierno conservador ha recortado las partidas destinadas a las Misiones Pedagógicas, dejándolas en la mitad (hay cosas que nunca cambian), pero no ha logrado doblegar el entusiasmo de sus promotores, que siguen viajando a los pueblos con menos medios si cabe. El argumento sigue a un grupito de maestros cuyo destino es una zona rural atrasada de la provincia de Zamora, lo cual acaba derivando en una novela coral, que se traslada a varias épocas, pero cuyo epicentro sigue siendo la vida de los misioneros pedagógicos. En cualquier caso, la abundancia de personajes que van presentándose progresivamente lastra en buena medida lo que debería haber sido el propósito del libro: describir las motivaciones de unos personajes en un momento excepcional de nuestra historia, marcadas por discursos memorables como éste:
"Sí que creo ciegamente en una cosa, Maruja. Y por eso estoy aquí, en este pueblo perdido. Creo radicalmente en la cultura. Menéndez Pidal ha dicho que el lema de la República tendría que ser Cultura. ¡Y tiene más razón que un santo! No hay esclavitud peor que la de la ignorancia. Y te lo digo como esclavo que soy de unas cuantas cosas (...) De entre todas, mi mayor esclavitud es la de la lectura, y como esclavo de la lectura necesito desesperadamente que la sociedad sea culta, como los esclavos del trabajo necesitan que la sociedad sea justa."
A veces, leyendo Todo lo que se llevó el diablo, uno tiene la impresión de encontrarse ante algunos de los tópicos del cine español más reciente: la atracción sexual instanténea entre dos personajes, el toque de realismo mágico en la historia del aparecido o el tremendismo de la familia Velasco. A pesar de estos desajustes narrativos, de estos hilos a veces mal trenzados de una narración que tiende a ser expansiva, la escritura de Pérez Andújar es de suficiente calidad como para que merezca la pena una lectura atenta de la novela. Porque siempre es necesario evocar episodios de nuestro pasado que nos enseñen que no todo ha sido cainismo en nuestra historia, a pesar de la distorsión que producen los Velasco.
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martes, 27 de mayo de 2014
CHE GUEVARA, UNA VIDA REVOLUCIONARIA (2006), DE JON LEE ANDERSON. ERNESTO, EL INCENDIARIO.
Ha sido una de las mejores lecturas que he realizado en lo que llevo de año. Hacía tiempo que quería leer este libro, porque tenía interés en acercarme a una biografía del Che que fuera completamente objetiva, que estuviera libre de intoxicaciones interesadas. Y la de Jon Lee Anderson, autor con el que pude mantener en una ocasión una breve charla por internet, y uno de los mejores periodistas de la actualidad, parece ser la que mejor cumple estos requisitos. Un estudio fascinante sobre uno de los protagonistas del siglo XX, que aún sigue despertando encendidas controversias. Aquí el artículo:
Un cadáver está expuesto encima de las pilas de la
lavandería de un convento en la localidad de Vallegrande, en Bolivia,
custodiado por soldados. Su rostro está demacrado y refleja el cansancio
infinito de meses deambulando por la selva sujeto a enfermedades, hambre y toda
clase de privaciones. Aún así, mantiene los ojos abiertos, como si quisiera
abarcar con una última mirada el mundo que lo rodea y que él intentó comprender
para después amoldarlo a sus propias ideas. Una fila de cientos de personas va desfilando
para contemplar el cuerpo. Sus reacciones oscilan entre el desprecio al
asombro. Pronto empieza a rumorearse entre las monjas el parecido entre el
cadáver y Jesucristo muerto en la cruz. Al improvisado velatorio acuden
lugareñas que, supersticiosas, cortan mechones de cabello de ese hombre de
intensa mirada cadavérica y los guardan como reliquias. Los soldados pronto se
desharán del cuerpo, enterrándolo en un lugar desconocido. No quieren que
exista una tumba señalada que se convierta en un lugar de peregrinación en
torno al culto al Che Guevara. A pesar de ello, el fallecido ha conseguido algo
más importante: pasar de ser un mero hombre a convertirse en un mito.
Hablar del Che Guevara en estos tiempos de triunfo casi
absoluto del capitalismo resulta muy complicado. Ernesto Guevara es hijo de
otra época, del tiempo en que se conformaron dos bloques irreconciliables en
torno a Estados Unidos y la Unión Soviética. Es el tiempo de la Guerra Fría, el
tiempo en el que el mundo era un inmenso tablero de ajedrez en el que los dos
rivales movían sus piezas procurando no llegar nunca a un jaque mate que
supondría seguramente la extinción de la vida humana sobre la Tierra. Una de
las piezas destacadas en este tablero era el propio Che, un hombre influyente y
rebelde con una visión del mundo muy particular, que a veces resultaba incómoda
incluso para sus propios aliados.
En su juventud, el Che era tan rebelde e independiente
respecto a su familia como disciplinado en lo personal y coherente con la
visión del mundo que había escogido desde muy temprano. Era una persona de una
inteligencia viva y absorbente. No le costó especial dificultad terminar la
carrera de Medicina y compatibilizarla con trabajos de investigación y lecturas
de formación política y filosófica. Pero su auténtica escuela de aprendizaje
fueron los viajes que emprendió por
Sudamérica, uno de ellos como paramédico en un buque petrolero, en los que pudo
empaparse de la realidad de unos pueblos sometidos a un desigualdad social
sangrante, que él atribuía casi en exclusiva al imperialismo del poderoso
vecino del Norte, personalizado en la omnipresente United Fruit Company.
Sus observaciones y sus lecturas durante estos viajes fueron
cercenando su mentalidad abierta, para dejar paso a un interés inusitado por el
marxismo. Aunque en principio no se comprometió con ningún partido político ni causa
alguna, la experiencia que vivió en Guatemala, con el triunfo del golpe
reaccionario (con apoyo de Estados Unidos) contra el izquierdista Jacobo
Arbenz, supuso un gran aprendizaje respecto a los errores que no debe cometer
un movimiento que se llame a sí mismo revolucionario. Pero el momento decisivo
de su existencia llegó cuando conoció al joven revolucionario cubano Fidel
Castro, que vivía junto a un grupo de seguidores en el exilio mexicano a la
espera de tener la oportunidad de infiltrarse en su país, formando un grupo
guerrillero. El Che Guevara pronto se entusiasmó con la idea y en noviembre de
1956 partió en el buque Granma para iniciar una sublevación en Sierra Maestra.
La operación se inició de manera desastrosa, con una
emboscada del ejército que liquidó a muchos de los componentes del grupo. Los
supervivientes – el Che fue herido superficialmente en el cuello – se
dispersaron y pudieron volver a reunirse tres semanas más tarde, comenzando la
organización de una guerra de guerrillas que duraría dos años. Durante ese
tiempo, a pesar del severo asma que padecía, Guevara se fue curtiendo como
guerrero y líder rebelde y fue cimentando su leyenda, hasta el punto de que
solo los más selectos, los que pudieran soportar mejor las privaciones, podían
unirse a su columna:
“¿En qué consistía el
magnetismo del Che? Era imposible concebir
una personalidad más distinta de la de casi todos ellos. Era un
extranjero, un intelectual, un profesional, leía libros que ellos no
comprendían. Era un comandante exigente, estricto, célebre por la severidad de
sus castigos, sobre todo con aquellos que había escogido para formar como
“verdaderos revolucionarios”.
(…) Era tan exigente
consigo mismo como con ellos. Cada sanción iba acompañada de una explicación,
un discurso sobre la importancia de la abnegación, el ejemplo personal y la
importancia social. Quería que supieran por qué los castigaba y qué podían
hacer para rehabilitarse. Naturalmente, no cualquiera podía militar en su
columna. Los que eran incapaces de soportar las penurias y sus rigurosas
exigencias quedaban atrás, pero para los que seguían adelante, el hecho de
estar “con el Che” era motivo especial de orgullo. Y por el hecho de vivir con
ellos, rechazar los lujos propios de su grado y correr los mismos riesgos en
combate, se ganó su respeto y devoción. Para esos jóvenes, muchos de ellos
negros y de familias campesinas pobres,
el Che era un guía y maestro, un modelo a emular, y acabaron por creer en todo
lo que él creía.”
Con la victoria de la revolución comenzó una nueva etapa en
la vida del Che. Ahora se trataba de llevar a la práctica sus teorías
económicas y sociales. Una de las primeras medidas del nuevo gobierno, el
juicio y fusilamiento de colaboradores de Batista, le valió reiteradas
protestas internacionales. Desde sus cargos de Director del Instituto de Reforma
Agraria, Ministro de Industria, Presidente del Banco Nacional y Comandante del
Ejército, Guevara desplegó una actividad frenética para hacer de Cuba un país
económicamente independiente desde el que se pudiera exportar las ideas
revolucionarias a toda Sudamérica. Para él, los cargos de gobierno eran como
una continuación de la lucha, por lo que se exigía a sí mismo jornadas
inhumanas de labores de oficina, visitas de inspección por la isla y formación,
rematadas los domingos por la mañana con trabajo voluntario en los muelles o en
obras de construcción. En estos años también tuvo tiempo de realizar labores de
embajador de buena voluntad de Cuba por diversos países del mundo. El punto
culminante de estas actividades fue su famoso discurso en Naciones Unidas que
remató con un desafiante: “¡Patria o muerte!”
El pensamiento de Guevara justificaba siempre los inmensos
sacrificios del presente con los réditos que aportarían en el futuro. “Las revoluciones son feas, pero necesarias
y parte de este proceso revolucionario es la injusticia al servicio de la
futura justicia”, llegó a decir en una ocasión. Una utopía siniestra en la
que todo estaba subordinado al paraíso comunista por venir. Su obsesión
permanente era la eliminación de la misma idea de individualismo, restringiendo
permanentemente las áreas de autonomía personal. El individuo no debía ser sino
una parte de la masa trabajadora dedicada en cuerpo y alma a la construcción
del socialismo. Pero, según decía él, esto no quería decir que se abusara de la
buena fe del obrero, sino que éste ponía sus mejores esfuerzos de manera
voluntaria al servicio de la revolución, sintiéndose parte integrante de la
misma, ya que, como la medicina, el socialismo era una doctrina de naturaleza
científica. En realidad, como la historia ha demostrado, esto no era más que
otra versión de la explotación del hombre por el hombre, aunque en esta ocasión
lo fuera al servicio del Estado, en vez de serlo por alguna inhumana
multinacional capitalista.
Porque no hay que olvidar el contexto en el que se movía la
política cubana en aquella época. No solo existía una evidente Guerra Fría
entre Estados Unidos y la Unión Soviética, sino que también era una época de
tensiones entre las concepciones del comunismo de la URSS y la China de Mao. Las
simpatías secretas del Che estaban con el maoísmo, pero el pragmatismo político
imponía que Cuba debía estar más cerca de los rusos, sobre todo porque los
norteamericanos habían intentado invadir el país mediante la desastrosa
operación de Bahía Cochinos y se necesitaba imperiosamente la ayuda militar
soviética, lo cual derivó en la crisis de los misiles, quizá el momento en el
que mundo estuvo más cerca a una confrontación nuclear. La retirada final de
este peligroso material bélico de isla por parte de la Unión Soviética,
enfureció al Che, hasta el punto de que, pocas semanas después de la crisis, no
tuvo problemas en declarar a un periodista que, de haber sido por él, hubiera
disparado los misiles. Lo decía en serio.
Porque detrás de la leyenda del Che como libertador de los
pueblos, hay grandes espacios de oscuridad. Como hombre de acción que era, no
podía aguantar mucho más en su posición como dirigente cubano. En la isla se
había labrado un prestigio que lindaba con la mitología, por su capacidad de trabajo,
por su ética personal y su austeridad, que le hacía rechazar todo lujo que
viniera implícito con sus cargos y cobrar un salario muy escueto. Hay anécdotas
muy divertidas, como la de aquel conductor con el que tuvo un pequeño accidente
cuando el coche del Che lo embistió por detrás. El conductor anónimo salió
hecho una furia, pero cuando vio quien era el otro, se disculpó enseguida y
prometió dejar la abolladura en la parte trasera del coche tal y como había
quedado, enseñando su vehículo con la “marca del Che” orgullosamente a sus
conocidos a partir de entonces. Pero entre toda esta leyenda, la realidad es
que la industrialización de Cuba no avanzaba como él había previsto. El
material y los técnicos que llegaban de la Unión Soviética, en sustitución de
los estadounidenses, dejaban bastante que desear y los problemas que se
acumulaban en su despacho eran inmensos. No era el marxismo lo que fallaba,
sino su aplicación deficiente. A partir de un determinado momento, el
pensamiento del Che sufrió una huida hacia delante y quiso volver a sus
orígenes guerrilleros. Su idea era crear focos de guerrilla en distintos países
(en Argentina lo intentó y fue un gran fracaso, en otros territorios prendieron
y se mantuvieron casi hasta nuestros días), para incorporarse personalmente a
liderar alguno de ellos cuando el momento fuera adecuado. El objetivo final era
comenzar una especie de nuevo conflicto mundial, esta vez entre capitalismo y
socialismo, ayudándose de los ya existentes en Vietnam y en África. No importaban
las vidas humanas que costase o las consecuencias materiales. Lo único
trascendental era la victoria final. Respecto a este punto, Anderson pone sobre
papel su pensamiento, que, salvando las inmensas distancias, tiene algunos
puntos en común con las justificaciones de Hitler cuando inició la Segunda
Guerra Mundial:
“La batalla global
contra el imperialismo era una lucha por el poder mundial entre dos fuerzas
históricas diametralmente opuestas, y no tenía sentido prolongar la agonía del
pueblo mediante intentos vanos de forjar alianzas tácticas a corto plazo con el
enemigo ni estrategias de apaciguamiento como la “coexistencia pacífica”. Las
raíces de los problemas persistirían y provocarían conflictos inevitables; con
la moderación se corría el riesgo de darle al enemigo la posibilidad de tomar
ventaja. La historia, la ciencia y la justicia estaban de parte del socialismo;
por consiguiente éste debía librar la guerra necesaria para triunfar,
cualesquiera que fuesen las consecuencias, incluso la guerra nuclear. El Che no
temía este desenlace y decía a los demás que tampoco debían temerlo. Muchos
morirían en el proceso revolucionario, pero los supervivientes se alzarían las
cenizas de la destrucción para crear un orden mundial nuevo, justo, basado en
los principios del socialismo científico.”
Así pues, si quería ser consecuente con su propio
pensamiento, el Che debía volver al campo de batalla, que era donde se sentía
realmente a gusto. La experiencia en el Congo fue frustrante. En los meses que
estuvo allí casi no llegó a entrar en acción, lastrado por la falta de decisión
y los conflictos internos de los jefes tribales rebeldes, lo cual al final
derivó en una desastrosa huida. La operación en Bolivia le suscitó mayores
esperanzas. Desde este país, situado en una zona central de Sudamérica,
esperaba iniciar la chispa de una revolución generalizada en todas las naciones
del área. Para ello, acudiría allí con un grupo de guerrilleros escogidos, que
representaban al hombre nuevo
socialista, que bajo su mando, y con unas buenas dosis de odio al enemigo, obtendrían una resonante victoria para la
revolución o morirían en el intento. Aunque la misión empezó con algún éxito,
pronto derivó en el peor de los infiernos. Divididos y acosados permanentemente
por el ejército, los guerrilleros hubieron de soportar toda clase de
penalidades. El Che se volvió un hombre apático y enfermo, al que mantenía en
pie solo una voluntad de victoria que fue transformándose en un deseo de
martirio. Si los revolucionarios debían acudir a la pelea como si ya estuvieran
muertos y el tiempo que les resta fuera de prestado, su muerte no sería una
muerte corriente, sino algo simbólico que inflamaría los ánimos de los
explotados y oprimidos.
Y es verdad que su figura se agigantó con su muerte, pero la
revolución masiva no llegó. Hubo movimientos que se inspiraron en su ejemplo,
algunos tan moderados respecto a la violencia como el del Subcomandante Marcos,
en Chiapas, México. La foto de Alberto Korda decoró muchos cuartos de
estudiantes, su nombre fue invocado por diversas causas, incluso con fines
publicitarios, pero al final su máxima pretensión, la de ser un motor de la
historia, no funcionó. La del Che fue una vida repleta de contradicciones,
propia de uno de los personajes más influyentes del siglo XX. En ella se
mezclan el mito y el hombre. Por un lado tenemos una existencia de sacrificios
personales, absolutamente consecuente con su visión del mundo. Era el señor de
la guerra que no dudaba en matar a sangre fría a un enemigo o a un aliado, si
este había traicionado su confianza, pero que a la vez dedicaba las horas
muertas a ejercer como médico en cualquier aldea perdida de la zona en la que
estuviera operando con la guerrilla o se esforzaba en educar a sus subordinados
dándoles clase. Era alguien que quería construir una sociedad utópica, pero a
la vez exigía toda clase de privaciones a quienes iban a ser sus principales
beneficiarios. Un hombre interesado en desarrollar una educación de calidad
para todos los ciudadanos y a la vez despertar en ellos su vena más combativa,
basada en el odio al enemigo. Un guerrero, un político, un pensador y un
humanista para el que el fin justificaba los medios, aunque estos medios
pasaran por una guerra mundial devastadora. Un hombre de pretensiones mesiánicas,
cuyo cadáver unas humildes monjas de un convento boliviano terminaron
comparando con el de Jesucristo. El apasionante libro de Jon Lee Anderson
refleja todas estas contradicciones de una manera magistral y realiza un
acercamiento desde todos los ángulos a una figura tan citada como manipulada y
defectuosamente conocida.
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lunes, 26 de mayo de 2014
GODZILLA (2014), DE GARETH EDWARDS. SEMILLA DE DESTRUCCIÓN.
Si el otro día comentaba, a propósito de Pompeya, que la referencia del cine de romanos de los últimos años es Gladiador, cuando hablamos de cine de monstruos gigantes que provocan catástrofes, es preciso nombrar a un par de inmediatos precedentes, Monstruoso, de J.J. Abrams y Pacific Rim, de Guillermo del Toro. Si la primera hacía un uso muy inteligente de la cámara subjetiva, provocando en el espectador la misma angustia que si estuviera contemplando la destrucción de su ciudad provocada por un ser apocalíptico, en Pacific Rim, Del Toro apelaba al niño que llevamos dentro para ofrecer un soberbio espectáculo de combates de monstruos contra robots, extraordinariamente bien filmado.
A priori, una nueva versión de Godzilla parecía la idea más innecesaria del mundo. Ya se había estrenado una hacía unos quince años firmada por Roland Emmerich, que apelaba a todos los tópicos del cine de catástrofes en una cinta tan previsible como aburrida. En esta ocasión se han esmerado muchísimo más. Para empezar, se ha elaborado algo parecido a un guión, algo a lo que todas las historias, por muy absurdas que parezcan, tienen derecho. En su primera parte, la película intenta crear un poco de suspense en torno a los orígenes de un monstruo que bebe de las fuentes originarias de sus creadores japoneses, como metáfora de la catástrofe nuclear vivida en Hiroshima y Nagasaki y también se inspira en leyendas lovecrafianas acerca de monstruos mucho más antiguos que la misma humanidad. Una combinación bien conseguida, que se mueve entre la criptozoología y los peligros que ha desencadenado el hombre al usar el átomo como energía y como arma.
Una de las características que más sorprenden de esta nueva versión de Godzilla, es la contención imprime su director a las escenas de acción. Estas se localizan casi en su totalidad en la segunda mitad de la película, pero guardando un buen equilibrio con sus restantes elementos, para que la historia sea algo más que una mera excusa para ver peleando a unos gigantescos monstruos cuyas imágenes, por cierto, están planificadas con pericia. El principal acierto de Godzilla es presentarnos una catástrofe planetaria y gigantesca desde un punto de vista humano y creíble. Para ello Edwards no duda en incluir imágenes que parecen sacadas del Nueva York del 11 de septiembre (por más que la ciudad de los rascacielos se libre en esta ocasión del desastre) y de la llamada zona cero, que quedó después de la caída de las torres gemelas. No todo son parabienes en esta película: existen algunos hilos sueltos en la trama, alguna situación un poco creíble y una conclusión final un tanto sonrojante, pero en su conjunto, este Godzilla es una propuesta de entretenimento de primerísima calidad.
A priori, una nueva versión de Godzilla parecía la idea más innecesaria del mundo. Ya se había estrenado una hacía unos quince años firmada por Roland Emmerich, que apelaba a todos los tópicos del cine de catástrofes en una cinta tan previsible como aburrida. En esta ocasión se han esmerado muchísimo más. Para empezar, se ha elaborado algo parecido a un guión, algo a lo que todas las historias, por muy absurdas que parezcan, tienen derecho. En su primera parte, la película intenta crear un poco de suspense en torno a los orígenes de un monstruo que bebe de las fuentes originarias de sus creadores japoneses, como metáfora de la catástrofe nuclear vivida en Hiroshima y Nagasaki y también se inspira en leyendas lovecrafianas acerca de monstruos mucho más antiguos que la misma humanidad. Una combinación bien conseguida, que se mueve entre la criptozoología y los peligros que ha desencadenado el hombre al usar el átomo como energía y como arma.
Una de las características que más sorprenden de esta nueva versión de Godzilla, es la contención imprime su director a las escenas de acción. Estas se localizan casi en su totalidad en la segunda mitad de la película, pero guardando un buen equilibrio con sus restantes elementos, para que la historia sea algo más que una mera excusa para ver peleando a unos gigantescos monstruos cuyas imágenes, por cierto, están planificadas con pericia. El principal acierto de Godzilla es presentarnos una catástrofe planetaria y gigantesca desde un punto de vista humano y creíble. Para ello Edwards no duda en incluir imágenes que parecen sacadas del Nueva York del 11 de septiembre (por más que la ciudad de los rascacielos se libre en esta ocasión del desastre) y de la llamada zona cero, que quedó después de la caída de las torres gemelas. No todo son parabienes en esta película: existen algunos hilos sueltos en la trama, alguna situación un poco creíble y una conclusión final un tanto sonrojante, pero en su conjunto, este Godzilla es una propuesta de entretenimento de primerísima calidad.
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sábado, 24 de mayo de 2014
LA GRAN CASA (2010), DE NICOLE KRAUSS. VIVIR HACIA DENTRO.
Tenía ganas de leer algo de Nicole Krauss, autora mimada por la prensa cultural especializada. Hubiera preferido empezar por La historia del amor, que creo que está muy vinculada al tema del Holocausto, pero La gran casa ha sido una buena puerta de entrada a esta escritora que, aunque domina bien el oficio, no me ha llegado a convencer del todo. Aqui el artículo:
http://asociacioncristobalcuevas.blogspot.com.es/2014/05/la-gran-casa-de-nicole-krauss.html
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POMPEYA (2014), DE PAUL W.S. ANDERSON. CRÓNICA DE UN DESASTRE.
El cine llamado de romanos, vivió su época de esplendor allá por los años cincuenta, con producciones como Ben-Hur, La túnica sagrada o Quo Vadis, que, con todo lujo de medios y con los mejores directores detrás de las cámaras, eran casi vehículos de adoctrinamiento destinados a las masas. El cristianismo aparecía como la religión verdadera frente a la corrupción de Roma. Estas películas nos transmitían un pasado edulcorado en el que el bien siempre acababa triunfando por la gracia de Dios. Aunque los leones se comieran a los cristianos, estos superaban la prueba gracias a su fe. En los años noventa el género se renovó de manera contundente con la magnífica Gladiador, de Ridley Scott. Aquí, a pesar de encontrarnos ya en los tiempos del emperador Marco Aurelio, el cristianismo brillaba por su ausencia y el héroe practicaba una religión distinta, basada en el culto a los antepasados. Eran otros tiempos. Los juegos en la arena eran mostrados con un necesario hiperrealismo: había sangre, había emoción y había crueldad. A pesar de sus evidentes inexactitudes históricas, Gladiador transmitía con bastante efectividad al espectador la experiencia de lo que debía ser vivir en la antigua Roma, tarea que culminó de manera formidable la serie Roma de John Millius, dotada de una perfección histórica asombrosa.
Por desgracia, Pompeya está lejos de recoger esta tendencia. Desde el primer momento se observa que son muchos los elementos que fallan en esta producción: la desastrosa elección de sus intérpretes, Kiefer Sutherland incluido, su vocación de espectáculo desmesurado y mal ejecutado, su falta de rigor histórico y, por encima de todo, su uso y abuso de los tópicos, hasta el punto de que el espectador sabe perfectamente cuáles van a ser las reacciones de los personajes en cada circunstancia y que es lo que va a suceder a continuación (salvo el final de los dos protagonistas, tan sorprendente como risible). Hay momentos en Pompeya que parecen haber sido escritos por los guionistas de Los Simpson para parodiar el cine de romanos, situaciones tan manidas y de resolución tan previsible que causan vergüenza ajena. Nada funciona como es debido en esta producción, que presenta a los romanos como unos seres malos y corruptos por naturaleza, unos opresores contra los que luchan paladines de la libertad como Milo, por lo que el estallido del volcán no puede ser otra cosa que un justo castigo contra tanta maldad. Ni siquiera las luchas de gladiadores estan rodadas con oficio, hasta el punto de que ni siquiera se muestra la más mínima gota de sangre en las mismas.
La película del director de Horizonte final (ésta sí, una producción de culto, que marcó el punto culminante de una carrera por lo demás irrelevante), no es más que un intento indigesto de mezclar Titanic, Gladiator, Braveheart e incluso El hombre que susurraba a los caballos en una sola producción, dando un resultado tan desastroso como la misma erupción del Vesubio. La trama de Pompeya no es más que una justificación para mostrar, en su última media hora, unos correctos efectos especiales para ser visionados con las correspondientes gafas 3D. Pero hasta esto resulta aburrido, como si fuera un castillo de fuegos artificiales que no termina nunca. Decisión injustificable la de retomar de nuevo la erupción del Vesubio para presentar tan pobres resultados. Un desastre en toda regla que quizá sirva para aumentar algo el turismo en el parque arqueológico de Pompeya que también, según he leído últimamente en la prensa, está gestionada desastrosamente en estos tiempos.
Por desgracia, Pompeya está lejos de recoger esta tendencia. Desde el primer momento se observa que son muchos los elementos que fallan en esta producción: la desastrosa elección de sus intérpretes, Kiefer Sutherland incluido, su vocación de espectáculo desmesurado y mal ejecutado, su falta de rigor histórico y, por encima de todo, su uso y abuso de los tópicos, hasta el punto de que el espectador sabe perfectamente cuáles van a ser las reacciones de los personajes en cada circunstancia y que es lo que va a suceder a continuación (salvo el final de los dos protagonistas, tan sorprendente como risible). Hay momentos en Pompeya que parecen haber sido escritos por los guionistas de Los Simpson para parodiar el cine de romanos, situaciones tan manidas y de resolución tan previsible que causan vergüenza ajena. Nada funciona como es debido en esta producción, que presenta a los romanos como unos seres malos y corruptos por naturaleza, unos opresores contra los que luchan paladines de la libertad como Milo, por lo que el estallido del volcán no puede ser otra cosa que un justo castigo contra tanta maldad. Ni siquiera las luchas de gladiadores estan rodadas con oficio, hasta el punto de que ni siquiera se muestra la más mínima gota de sangre en las mismas.
La película del director de Horizonte final (ésta sí, una producción de culto, que marcó el punto culminante de una carrera por lo demás irrelevante), no es más que un intento indigesto de mezclar Titanic, Gladiator, Braveheart e incluso El hombre que susurraba a los caballos en una sola producción, dando un resultado tan desastroso como la misma erupción del Vesubio. La trama de Pompeya no es más que una justificación para mostrar, en su última media hora, unos correctos efectos especiales para ser visionados con las correspondientes gafas 3D. Pero hasta esto resulta aburrido, como si fuera un castillo de fuegos artificiales que no termina nunca. Decisión injustificable la de retomar de nuevo la erupción del Vesubio para presentar tan pobres resultados. Un desastre en toda regla que quizá sirva para aumentar algo el turismo en el parque arqueológico de Pompeya que también, según he leído últimamente en la prensa, está gestionada desastrosamente en estos tiempos.
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jueves, 22 de mayo de 2014
CRÓNICAS DIPLOMÁTICAS (2013), DE BERTRAND TAVERNIER. EL ORDEN DEL DISCURSO.
Dominique de Villepin se convirtió en un héroe efímero para los franceses y buena parte de los europeos cuando en 2003, como Ministro de Asuntos Exteriores galo, se opuso vehemente en Naciones Unidas a la guerra que Estados Unidos intentaba auspiciar ansiosamente contra Irak, con el vergonzoso aval de gobiernos como el nuestro. Villepin parecía ser en aquel instante la voz de la ilustración contra el oscurantismo. Ciertamente, era uno de esos políticos que surgen regularmente en nuestro país vecino y son rara avis en el nuestro: intelectual, culto, elegante y de trato exquisito. Desgraciadamente, esta fachada ocultaba una clara tendencia a la corrupción y a la conspiración en las propias filas de su partido en unos casos que - y en esto sí que existe un claro paralelismo con nuestro país - aún no se han resuelto. En cualquier caso, Villepin deja como legado ese discurso y varios interesantes libros de historia, sobre todo de su especialidad, el periodo napoleónico.
Que un director como Bertrand Tavernier eligiera a Villepin como personaje de su última película no puede sino producir regocijo en el buen aficionado al cine. Todavía estremecido con el visionado, hace unos meses, de La vida y nada más, tenía muchas ganas de asomarme a estas Crónicas diplómaticas, que han pasado sin pena ni gloria por los cines españoles. Lo primero que hay que decir es que estamos ante una comedia. Una comedia de ritmo enloquecido que recuerda por instantes a los mejores momentos de los maestros Billy Wilder y Ernst Lubitsch, aunque con un toque muy francés. La película no es sino una adaptación de un cómic del mismo título, escrito por Abel Lanzac y dibujado por el gran Chritophe Blain. El guionista cuenta su propia experiencia como asesor del Ministerio de Exteriores, responsable del lenguaje, es decir, de la elaboración de los discursos que debía leer el Ministro. Lo que narra el personaje (Arthur Vlaminck en el film) es una especie de reportaje kafkiano acerca del enloquecido funcionamiento del Ministerio. El dirigente del mismo, (llamado aquí con el muy aristocrático nombre de Alexandre Taillard de Worms) es una especie de ciclón andante, cuya entrada en un despacho es anunciada por un vendaval de papeles. También se caracteriza por un discurso verborreico y presuntamente culto, pero que en realidad oculta la más desoladora nada, aunque no haga más que reprochar a Arthur las deficiencias de su escritura y le conmine continuamente a mejorar su trabajo, pero con indicaciones tan vagas como confusas.
Michel Foucault hablaba de responsabilidad y relaciones de poder a la hora de establecer un determinado discurso. Esta parece ser la premisa entre líneas de la propuesta de Tavernier. Frente a la frivolidad con que se nos presenta su elaboración, el fondo de la cuestión es bastante serio: oponerse al aliado sin romper lazos, ser firme en la defensa de los propios valores, pero a la vez tapar las contradicciones de la política propia. Todo esto parece a la vez divertido y angustioso, aunque los frutos del trabajo colectivo son patentes al final. Porque, después de todo, Villepin no queda tan mal retratado: puede que sea alguien de verbo absurdo, pedante hasta extremos irritantes (una de las mejores escenas es su almuerzo con una escritora ganadora del Premio Nobel, a la que literalmente entierra en alabanzas y a la que no deja abrir la boca), pero los que frecuentamos ficciones literarias y cinematográficas sabemos por experiencia que detrás de cada persona excéntrica se oculta un buenazo. Taillard-Villepin no iba a ser la excepción. Gran trabajo, por cierto, el de Thierry Lehrmitte en un papel muy apetecible, pero mucho más difícil de interpretar con convicción de lo que parece a primera vista. Tavernier se gradúa también en el campo de la comedia, con una obra muy equilibrada en todos sus aspectos y que solo cojea un poco en la subtrama, deficientemente narrada y poco justificada, de la novia del asesor, que solo sirve para que al final el señor Ministro se apunte otro tanto.
Que un director como Bertrand Tavernier eligiera a Villepin como personaje de su última película no puede sino producir regocijo en el buen aficionado al cine. Todavía estremecido con el visionado, hace unos meses, de La vida y nada más, tenía muchas ganas de asomarme a estas Crónicas diplómaticas, que han pasado sin pena ni gloria por los cines españoles. Lo primero que hay que decir es que estamos ante una comedia. Una comedia de ritmo enloquecido que recuerda por instantes a los mejores momentos de los maestros Billy Wilder y Ernst Lubitsch, aunque con un toque muy francés. La película no es sino una adaptación de un cómic del mismo título, escrito por Abel Lanzac y dibujado por el gran Chritophe Blain. El guionista cuenta su propia experiencia como asesor del Ministerio de Exteriores, responsable del lenguaje, es decir, de la elaboración de los discursos que debía leer el Ministro. Lo que narra el personaje (Arthur Vlaminck en el film) es una especie de reportaje kafkiano acerca del enloquecido funcionamiento del Ministerio. El dirigente del mismo, (llamado aquí con el muy aristocrático nombre de Alexandre Taillard de Worms) es una especie de ciclón andante, cuya entrada en un despacho es anunciada por un vendaval de papeles. También se caracteriza por un discurso verborreico y presuntamente culto, pero que en realidad oculta la más desoladora nada, aunque no haga más que reprochar a Arthur las deficiencias de su escritura y le conmine continuamente a mejorar su trabajo, pero con indicaciones tan vagas como confusas.
Michel Foucault hablaba de responsabilidad y relaciones de poder a la hora de establecer un determinado discurso. Esta parece ser la premisa entre líneas de la propuesta de Tavernier. Frente a la frivolidad con que se nos presenta su elaboración, el fondo de la cuestión es bastante serio: oponerse al aliado sin romper lazos, ser firme en la defensa de los propios valores, pero a la vez tapar las contradicciones de la política propia. Todo esto parece a la vez divertido y angustioso, aunque los frutos del trabajo colectivo son patentes al final. Porque, después de todo, Villepin no queda tan mal retratado: puede que sea alguien de verbo absurdo, pedante hasta extremos irritantes (una de las mejores escenas es su almuerzo con una escritora ganadora del Premio Nobel, a la que literalmente entierra en alabanzas y a la que no deja abrir la boca), pero los que frecuentamos ficciones literarias y cinematográficas sabemos por experiencia que detrás de cada persona excéntrica se oculta un buenazo. Taillard-Villepin no iba a ser la excepción. Gran trabajo, por cierto, el de Thierry Lehrmitte en un papel muy apetecible, pero mucho más difícil de interpretar con convicción de lo que parece a primera vista. Tavernier se gradúa también en el campo de la comedia, con una obra muy equilibrada en todos sus aspectos y que solo cojea un poco en la subtrama, deficientemente narrada y poco justificada, de la novia del asesor, que solo sirve para que al final el señor Ministro se apunte otro tanto.
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domingo, 18 de mayo de 2014
LOS HOMBRES DEL TRIÁNGULO ROSA (1973), DE HEINZ HEGER. SI ESTO ES UN ARIO.
A raíz de la preparación de las jornadas contra la homofobia, he leído este libro que trata de una historia oculta para el gran público, dentro del holocausto nazi: el infierno que tuvieron que padecer miles de homosexuales a los que se condenaba en base al Código Penal que estaba vigente en Alemania desde ante de que llegara Hitler al poder. Daba lo mismo que el condenado fuera un ario puro: su condición sexual le dejaba automáticamente fuera de la sociedad alemana y dejaba de ser ciudadano para pasar a convertirse en una especie de engendro al que no había ni siquiera posibilidad de reeducar: la escoria del campo, motivo de burla y maltrato incluso de sus compañeros de cautiverio. Si en el libro de Primo Levi, el título jugaba con la exclusión de los judíos de la comunidad humana por parte de los nazis, en éste la exclusión se da de la comunidad de los hombres superiores arios. Aquí el artículo:
Hay mucha gente que no lo sabe, pero los campos de
concentración y exterminio nazis no solo albergaron a judíos, prisioneros
políticos o soldados soviéticos. También contaban con abundante población
gitana de testigos de Jehová y de homosexuales, que eran considerados la más
baja escala social dentro del campo. No importa que el prisionero fuera
ciudadano alemán de pura raza aria. Si había sido sorprendido o había sido
denunciado por actos considerados de “lujuria contra natura”, perdía de
inmediato sus derechos civiles y era enviado a un campo de prisioneros del que
tendría pocas posibilidades de volver. Lo más sorprendente es que los nazis no
necesitaron modificar el Código Penal alemán para aplicar castigos a la
homosexualidad, puesto que se trataba de una conducta que ya se encontraba
tipificada desde mucho antes de su llegada al poder.
La historia del protagonista de este libro es muy triste. Contactó
con Heinz Heger (seudónimo del escritor
austriaco Hans Neumann) en los años sesenta y le transcribió su historia. Hasta
entonces las víctimas homosexuales del régimen nazi no habían obtenido ningún
reconocimiento y siguieron sin tenerlo durante algunas décadas. El libro no
interesó demasiado a las editoriales y tardó varios años en ser publicado.
Tampoco gozó de demasiado éxito hasta fechas recientes, cuando se ha convertido
en un auténtico clásico, un testimonio valiente de alguien que sufrió una doble
discriminación: la de su condición sexual y la de no ser reconocido como
víctima. Si el protagonista rehusó a dar su auténtico nombre fue para no
implicar a su familia en su historia en un momento en el que la homosexualidad
todavía estaba mal vista en la moderna Austria.
El relato que cuenta Los
hombres del triángulo rosa, es estremecedor. Los homosexuales que recalaban
en un campo de concentración eran considerados hombres degenerados no solo por
los miembros de las SS, sino también por sus propios compañeros de cautiverio.
Lo que cuenta de su llegada al campo es inolvidable:
“En cuanto nos descargaron en la amplia
explanada donde formaban los prisioneros, varios suboficiales de las SS se
acercaron y nos golpearon con palos. Debíamos formar en filas de cinco, algo
que, entre muchos golpes e insultos, llevó su tiempo a los atemorizados
componentes de mi grupo. Luego nos llamaron uno por uno: teníamos que dar un
paso al frente y decir nuestro nombre y el delito que habíamos cometido,
después de lo cual se nos entregaba inmediatamente al jefe de bloque asignado.
Cuando gritaron mi
nombre di un paso al frente, repetí mi nombre y mencioné el artículo 175.
Escuché que desde atrás me gritaban “¡maricón de mierda, vete para allá
follaculos!”, y a patadas que me acertaron en la espalda y en el trasero me
entregaron a un sargento de las SS que estaba a cargo de mi bloque.
Su recibimiento
consistió en propinarme dos bofetones que me lanzaron al suelo. Me incorporé a
duras penas y me quedé de pie ante él en posición de firme, momento en el que
el sargento me dio un furioso rodillazo en los testículos que hizo que
nuevamente me retorciera de dolor en el suelo. Unos prisioneros que servían de
ayudantes se apresuraron a gritarme:
-Ponte de pie, rápido,
o te reventará a patadas.
Con el rostro aún
desencajado de dolor volví a ponerme de pie delante de mi jefe de bloque, y
este sonrió burlonamente, diciendo:
-Esto ha sido tu
billete de entrada, cerdo vienés, mariconazo, para que te enteres de quién es
tu jefe de bloque.”
El protagonista hubo de pasar toda la guerra como
prisionero. La única manera de sobrevivir era buscar los favores de alguno de
los capos, que a cambio de relaciones íntimas, protegían a su amante y le
proporcionaban un trabajo cómodo dentro del campo y algo más de comida. Un
comercio carnal muy sórdido, pero que estaba a la orden del día en aquel orden
social penitenciario. Pero antes de eso fue testigo y sufrió en sus carnes
aberrantes episodios de muerte y tortura que pusieron su vida en peligro en más
de una ocasión. Muchos de los prisioneros homosexuales eran víctimas en los
experimentos médicos nazis. Otros morían por las palizas de sus guardianes o
sus compañeros. Quien no se las arreglaba para buscar algún privilegio, aun a
costa de su dignidad, tenía muy pocas posibilidades de sobrevivir.
En los últimos meses del conflicto los guardianes de las SS
comenzaron a ofrecer nuevas oportunidades a sus prisioneros homosexuales.
Primero instalaron un burdel y los obligaron a acostarse con las prostitutas,
con el fin de curar su mal. Luego ofrecieron rehabilitar a estos presos,
ingresando como soldados en un batallón de castigo destinado al frente del este
para que pudieran morir con honor en defensa de la nación alemana. Claro que,
para conseguir dicho privilegio,
debían aceptar previamente ser sometidos a castración.
Cuando al fin llegó la liberación, el protagonista intentó
ingenuamente obtener alguna compensación del Estado austriaco. Le contestaron
negativamente: él había sido condenado legalmente por un delito tipificado en
el código penal. No cabía indemnización alguna. Hasta 1992 no consiguió que se
le computara en tiempo pasado en el campo de concentración para el pago de la
pensión, pero como murió en 1994, no llegó a ver como en 2002, sesenta años
después de la guerra, Alemania pedía disculpas a la comunidad gay por los
crímenes cometidos contra ellos y procedió a anular oficialmente las sentencias
condenatorias. Todavía en nuestros días, la triste historia de estos hombres es
poco conocida para la mayoría de la gente.
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