¿Es el suicidio un acto de libertad última, la decisión más irremediable y a la vez absoluta a la que puede llegar un ser humano? No se trata de un tema que aparezca habitualmente en las conversaciones, el sucidio forma parte más bien de esos tabúes sociales, junto a la muerte misma, que es preciso ocultar de la existencia cotidiana. Ni siquiera las estadísticas existentes al respecto son enteramente fiables, pues muchos casos son ocultados, otorgando a dichas muertes otro tipo de causas. Esta negación de la vida es incomprensible para la mayoría, cuando no moralmente repudiada. Pero un vistazo a las causas que provocan tan dramática opción quizá nos puedan hacer reflexionar: dolores insoportables, el advenimiento de una enfermedad fatal, deudas impagables, la estigmatización social, un fuerte desengaño amoroso... Cualquier causa, incluso las más absurdas puede ser válida desde un punto de vista vital diferente al nuestro. Incluso el castigo. El castigo a quienes quedan atrás, el dolor provocado conscientemente a quienes tendrán que soportar las consecuencias de un acto incomprensible. También está la locura, claro, pero siglos atrás apenas podía distinguirse al que se suicidaba por una enfermedad mental de quien lo hacía por mera desesperación.
A pesar de todo, algunos suicidas ilustres siguen siendo ampliamente admirados. Está el caso de Sócrates, que pudo evitar su muerte, pero prefirió afrontarla para defender su idea de virtud. También está Jesucristo, que dijo más de una vez que se sometía voluntariamente a la muerte, una idea que fue acogida con entusiasmo por los primeros cristianos. Y por supuesto, quien se sacrifica en una batalla es celebrado como un héroe. Hay suidicios y suicidios. Para prácticamente cualquier occidental los terroristas que se estrellaron contra el World Trade Center eran unos fanáticos, unos locos. Para un islamista radical, pueden llegar a ser un modelo a seguir. Como ejemplo de que no siempre el suicidio fue visto como un mal absoluto, el Senado romano llegó a dar su beneplácito al ejercicio de la muerte voluntaria. Así lo expuso el retórico Libiano:
"El que no desee vivir por más tiempo que lo exponga al Senado. Si la
existencia te es gravosa, muere; si la fortuna te depara un mal, bebe
la cicuta; si el dolor te aflige, abandona la vida. Que el infortunado
cuente su caso, que el magistrado le suministre el remedio y así su
miseria tendrá un final."
Pero lo más común en el devenir de la historia - paradójicamente impulsado en gran parte por el Cristianismo - ha sido el repudio a la muerte voluntaria. El suicida era visto como alguien que decidía apartarse para siempre de la sociedad o, lo que es lo mismo, del pueblo de Dios. El cuerpo de quien acaba de morir por su propia mano no puede ser sepultado con los cristianos. Hasta el enlosado donde pisaba habitualmente puede estar maldito y debe ser sustituido, incluso puede llegarse a derribar su vivienda y confiscar sus bienes. Renunciar a la vida sin haber sido llamado por Dios es uno de los más mortales pecados:
"En 1439 llovió tan torrencialmente en Basilea, donde todo quedó malbaratado a causa de la inundación, que sus habitantes atribuyeron la desgracia al hecho de que una mujer, que se dio muerte en la ciudad, había sido enterrada en un lugar sagrado. El consejo municipal decidió exhumar el cuerpo y arrojarlo al Rin. En ciertos países, ya en los albores de la época moderna, el autor de una muerte voluntaria, solía ser defenestrado, aunque no era infrecuente sacarlo de la casa boca abajo con el propósito de que el alma no ascendiera. Su rostro nunca debía dar a una ventana, no fuera que desde la otra vida recordara el camino de vuelta. Otros eran echados a un muladar, sus ropas quemadas y los bienes familiares confiscados. Cuando las había, las sepulturas de los que habían muerto por su mano resultaban de difícil acceso, y a veces se las disimulaba bajo las piedras y la hojarasca, al igual que las reservadas a los leprosos, los herejes y las mujeres que habían muerto de parto."
En nuestros días, como se ha dicho antes, el suicidio sigue siendo un acto estigmatizado. Al menos ahora el debate sobre la eutanasia está más abierto que nunca y la vida empieza a no verse como un valor absoluto, por encima de todo sufimiento. En secreto, todos y cada uno de nosotros sabemos que, en circunstancias extremas, el suicidio, ya sea por propia mano o con la ayuda de un tercero, puede ser un acto liberador. Saber que esta posibilidad está abierta, que es como una especie de último recurso si las cosas se ponen demasiado negras, facilita seguir el camino. En el fondo comprendemos - exceptuando los casos psiquiátricos - que quien opta por el camino del suidicio lo hace porque se encuentra en un lugar insoportable, con todas las puertas cerradas, con solo la de la muerte entreabierta. Bien es cierto que hay que ofrecer toda la ayuda a quien se encuentre en este caso, pues casi siempre existe la posibilidad de salir adelante, pero también hay que empezar a ser respetuoso con este tipo de decisiones, a pesar de que sean difíciles de entender.
Ramón Andrés ha escrito un volumen muy estimulante, repleto de información, que reflexiona admirablemente no solo sobre la muerte voluntaria, sino sobre el dolor absoluto e insoportable que lleva a ella. Comprender el suicidio como fenómeno humano puede también ayudarnos a conocernos un poco mejor. El mismo autor lo expresa así:
"Una de las intenciones de este libro, (...) es recordar que el malestar y la desesperatio son consustanciales al ser humano, y que nada, y acaso todavía menos la razón - o tal vez por ella misma -, las pueden remediar."