La muerte de Tony Judt, hace un par de años, dejó a
la cultura europea huérfana de uno de sus mejores historiadores. Incluso
en sus últimos meses, postrado en la cama con la mayoría del cuerpo
paralizado por su cruel enfermedad, Judt siguió con su trabajo
intelectual, dictando sus recuerdos, recuerdos de un Reino Unido que
empezaba a cerrar las heridas de la Segunda Guerra Mundial y a construir
el Estado del bienestar.
más duradero, un magistral y voluminoso estudio de la evolución de
Europa desde 1945 hasta nuestros días, escrito como sólo saben hacerlo
los historiadores británicos: con precisión y amenidad.
Ya en la
introducción, Judt da pistas acerca de cómo fue posible la construcción
de una unión pacífica de los pueblos europeos después de haber asistido a
una auténtica guerra civil de treinta años:
"La Europa
postnacional, del Estado del bienestar, cooperante y pacífica, no nació
del proyecto optimista, ambicioso y progresista que los euroidealistas
de hoy imaginaron desde la pura retrospectiva; fue el fruto de una
insegura ansiedad. Acosados por el fantasma de la historia, sus líderes
llevaron a cabo reformas sociales y fundaron nuevas instituciones como
medida profiláctica para mantener a raya el pasado."
Terminada
la Segunda Guerra Mundial, Europa estaba en ruinas y dividida en dos
zonas de ocupación entre los ejércitos occidentales y los soviéticos,
todavía aliados. Alemania y gran parte de Europa central (por no hablar
de la Unión Soviética) era un inmenso campo de refugiados cuyas ciudades
estaban en ruinas. Por suerte, muchas infraestructuras e industrias no
se encontraban demasiado dañadas, lo cual era una buena base para la
reconstrucción. Mientras tanto, se intentaba llevar a cabo un primer
proceso de desnazificación en el lado occidental, aunque la población se
ocupaba más bien de la supervivencia diaria. En el lado soviético, a
pesar de las promesas iniciales de democracia, las autoridades alentaron
la llegada al poder de los partidos comunistas en los países de su zona
de ocupación. En Alemania oriental, muchos antiguos nazis fueron los
primeros agentes de la
Stasi, la policía secreta encargada de reprimir a los enemigos del nuevo régimen.
La
prioridad de los Aliados occidentales era que no volviera a repetirse
la catástrofe de una guerra en Europa y se dieron cuenta que la única
manera era dando confianza a la población. Las raices del milagro
económico de la postguerra las puso el providencial Plan Marshall. Pero
éste no fue el único factor que lo hizo posible. Los gobiernos,
comenzando por el británico, tomaron las riendas de la situación y
legislaron progresivamente importantes mejoras sociales: planes de
pensiones, seguros de desempleo, estabilidad laboral y nacionalización
de empresas, destinadas a la creación y reparto de riqueza entre sus
ciudadanos. Además, algunos países europeos firmaron tratados
multilaterales para facilitar el comercio: el germen de la Comunidad
Económica Europea.
Aunque
tuviera mucho predicamento entre numerosos intelectuales de Europa
Occidental, el comunismo era una dura realidad para los países a los que
se les había impuesto: checos, húngaros, alemanes del este... Los
ciudadanos solían tener garantizado un puesto de trabajo y una vivienda,
pero sus expectativas no iban más allá, por lo que el trabajo consistía
en el monótono cumplimiento de unas cuotas de productos que a veces no
eran los más necesarios. La planificación de la economía conllevaba una
gran corrupción y tampoco tenía en cuenta las agresiones continuas al
medio ambiente. Además, la falta de libertades subyacente al régimen
provocó protestas (en Hungría en 1956 o en Checoslavaquia en 1968) que
fueron reprimidas duramente por una vigilante Unión Soviética. El muro
de Berlín pasó a ser el símbolo de la división profunda entre el Este y
el Oeste, entre dos concepciones del mundo totalmente incompatibles.
Los
años sesenta fueron dorados para occidente: al auge económico y el
bienestar se le unió una expansión de las libertades que verdaderamente
abrió una brecha generacional entre padres e hijos. Las revoluciones del
sesenta y ocho fueron en realidad una expresión de descontento y hastío
del estrato más mimado de la sociedad: los hijos universitarios de la
burguesía. Esta contradicción fue expresada perfectamente por el
cineasta italiano Pier Paolo Pasolini:
"Ahora todos los
periodistas del mundo os lamen el culo (...) pues yo no, queridos míos.
Tenéis cara de mocosos malcriados y os odio, como odio a vuestros
padres. (...) Cuando ayer en Valle Giulia golpeabais a la policía, yo
simpatizaba con la policía, porque ellos son los hijos de los pobres."
La
verdadera batalla del sesenta y ocho se libraba en Praga, donde los
estudiantes y trabajadores se asombraban al escuchar las declaraciones
de intelectuales occidentales de apoyo al comunismo. Esta efervescencia
se apagó en los setenta en occidente: la crisis económica provocó un
acentuado individualismo: la prioridad entre los jóvenes ya no era hacer
la revolución, sino encontrar trabajo. El consenso keynesiano se
resquebrajó y el Estado comenzó a dejar las riendas de la economía al
mercado, cada vez más desregulado. Esta década fue también gris para los
países de la órbita soviética, cuyo desastre económico solamente pudo
ser contenido pidiendo préstamos a occidente. El resugirmiento de la
guerra fría durante los ochenta fue la puntilla que acabó de rematar al
comunismo: la Unión Soviética no fue capaz de soportar el desafío de la
escalada armamentística.
En
realidad, la caída del comunismo fue posible gracias a un hombre:
Mijail Gorbachov, cuya intención no era el desmantelamiento, sino la
reforma. Los países del bloque comunista fueron ganando su libertad
gracias a la voluntad de no intervenir de Gorbachov. Los problemas
económicos (y otros aún más dramáticos, como
Chernobyl)
se fueron acumulando en la mesa del líder soviético, que al final
perdió el control de la situación y tuvo que plegarse ante el impulso de
iniciativas ajenas a su voluntad. La transición del modelo comunista al
capitalista fue un proceso largo y penoso, cuyo fin último se
encontraba en la estabilidad que ofrecía la pertenencia al club de la
Unión Europea.
Mientras tanto en Europa triunfaba el pensamiento neoliberal y, tal como apunta
Judt "la prosperidad privada se vio acompañada, como ocurre con tanta frecuencia, de la miseria pública".
Eran los tiempos de Thatcher y de Reagan, de la llamada globalización y
de la expansión de la finanzas, que han acabado casi colapsando el
sistema en una crisis económica brutal, que Judt analizará en algún
libro posterior, aunque aquí da algunas causas de su desmantelamiento parcial, que se intenta completar en nuestros días:
"Desde
los años treinta, las políticas públicas habían descansado en un
consenso keynesiano que casi nadie cuestinaba y que partía de la base de
que la planificación económica, la financiación del déficit y el pleno
empleo eran tan intrínsecamente deseables como mutuamente sostenibles.
Los críticos de este modelo ofrecían dos líneas argumentales. La
primera, simplemente, era que la gama de servicios y disposiciones
sociales a la que se habían acostumbrado los europeos occidentales no
era sostenible. La segunda (...) que el Estado intervencionista era un
impedimento para el crecimiento económico."
El
historiador dedica su último capítulo a recordar el oscuro pasado de
Europa: el Holocausto, que se repitió a mucho menor escala en el
reciente conflicto de los Balcanes. Judt lanza su apuesta por una
Unión Europea
cada vez más integrada y que aborde los desafíos mundiales sin
renunciar a la protección de sus ciudadanos, siendo un ejemplo de paz,
estabilidad y prosperidad. Aunque vivimos tiempos oscuros en ese
sentido, este libro puede servir para recordar que la voluntad de los
pueblos puede vencer a las peores circunstancias, como sucedió después
del infierno de la Segunda Guerra Mundial, al menos en la mitad
occidental de Europa. En este sentido, la apuesta de Judt por la
socialdemocracia ha sido siempre firme.
Postguerra es un monumento de sabiduría y de coherencia, un libro que nos hace comprender un poco mejor nuestra identidad como europeos.