viernes, 27 de septiembre de 2019

IMÁN (1930), DE RAMÓN J. SENDER. LOS DEMONIOS DE ANNUAL.

La masacre de Annual, uno de los desastres bélicos más dramáticos de la historia de nuestro país, solo ha sido recuperado para la memoria colectiva en los últimos años, lo cual ha beneficiado a la hasta hace poco olvidada novela de Ramón J. Sender, uno de los mejores escritores españoles del siglo XX, que se lee muy poco en la actualidad. Aunque tuvo la suerte de no vivirlo en primera persona (Sender realizó su servicio en Marruecos poco después de la batalla), sí que tuvo oportunidad de conocer testimonios de primera mano, testimonios que sin duda son los que imprimen esa impresionante sensación de realidad al lector, por mucho que algunos hechos históricos estén alterados en la narración.

Imán puede considerarse un retrato de la verdadera España, de aquellos soldados procedentes de las posiciones más humildes de la sociedad que tuvieron que lidiar con las pésimas y caprichosas decisiones de sus gobernantes. Porque el Ejército español de África era un foco de corrupción que afectaba sobre todo al equipamiento y formación de sus soldados, una tropa numerosa pero mal mandada y peor organizada. Bastó una ofensiva decidida de la resistencia rifeña para desmoronar el frágil sistema defensivo español. Sobrepasados por la presión de las tropas de Abb el-Krim, los supervivientes emprendieron una huida desesperada, sabiendo que su destino, si eran capturados, era la tortura y la muerte: los campos alrededor de Annual quedaron sembrados de cadáveres mutilados de soldados españoles.

Imán cuenta la brutal experiencia de su protagonista, un soldado raso de la España profunda que no comprende muy bien el papel que él representa en esa tragedia, pero cuyo instinto de supervivencia le lleva a emprender una odisea para tratar de alcanzar la relativa seguridad de Melilla. La narración, en tercera persona (el narrador transcribe lo que Viance le va contando), es de un realismo atroz, abunda en detalles macabros y es capaz de transmitir en todo momento el estado, tanto físico como espiritual del protagonista. Escojo un párrafo al azar:

"Una lluvia de granadas precede al asalto. Hay en los moros una táctica desesperada. Una ola llega a la misma alambrada y se atrinchera en dos hoyos de granada, con un parapeto de cadáveres. Desde allí las granadas caen ya dentro de la posición y al telegrafista le parten un brazo. Con el otro sigue disparando y el dolor limpia de sombras la razón —el tópico del dolor moral que purifica es exacto en cuanto al dolor físico— y reflexiona. Si fuera una lucha entre ejércitos regulares, se entregarían y pasarían a la situación de prisioneros; pero aquí, después de lo que todos han visto —el martirio del oficial aviador—, no hay esperanza ninguna. Las granadas acaban de destruir la tienda de los heridos, derriban el parapeto por un lado y hieren a varios soldados. Viance tiene un balín clavado en la rodilla. Al alzarse los moros sobre las alambradas, las ametralladoras hacen un alarde vano y los cañones disparan un tiro, luego otro, muy espaciado. Vacilan los asaltantes y, por fin, avanzan decididos."

Uno siente un escalofrío cuando se acerca de esta manera al sufrimiento de un buen puñado de nuestros antepasados, hombres voluntariosos a los que hacían ir en alpargatas a una guerra que se disputaba en un páramo muy lejos de casa y por motivos que a la mayoría de los soldados se les escapaban. Solo un amargo sentido del humor y brotes de camaradería podían hacer un poco soportable aquel infierno. Imán es un libro imprescindible para conocer un episodio muy poco glorioso de nuestra historia.

sábado, 21 de septiembre de 2019

LA LUZ DE LOS LEJANOS FAROS (2017), DE CARLOS GARCÍA GUAL. UNA DEFENSA APASIONADA DE LAS HUMANIDADES.

Nuestra época parece diseñada para cualquier cosa excepto para el sosiego. Apabullados por la infinita cantidad de mensajes y estímulos cada vez más cortos, intrascendentes y olvidables. Ya casi nadie se acerca a libros que exijan un cierto esfuerzo, una cierta concentración y mucho menos si éstos son los clásicos de Grecia y Roma, aquellos textos que configuraron nuestro idioma, nuestras costumbres y nuestras sociedades. Estos libros, que sirven para conversar con grandes hombres, que nunca acaban de decirnos todo lo que tienen que decirnos por mucho que los leamos, están casi proscritos. Y no porque sea difícil acceder a ellos. Al contrario, cualquier biblioteca o cualquier búsqueda en internet nos hace encontrarlos sin esfuerzo, pero tienen tanto con lo que competir que su presencia es casi invisible, así que lo primero que hace el profesor García Gual es lamentarse de esa realidad:

"Es indudable que la lectura —esa lectura lenta que reclamaba Nietzsche para los grandes textos, pero también la lectura sin más excusa que el placer de conversar con los grandes escritores, y abrir nuestro horizonte emotivo y mental— está en claro declive en la sociedad de nuestros días, esa sociedad tan «líquida», tan «unidimensional», tan desdeñosa del pasado y orientada hacia otros medios técnicos y masivos de comunicación e información, y dominada por el consumo desenfrenado y continuo de imágenes y noticias audiovisuales."

La Universidad también se ha apuntado a este carro utilitarista. En una situación económica en la que cada vez resulta más complicado encontrar un empleo estable, tiene cierta lógica que la formación se vaya orientando cada vez más a las demandas de las empresas y se vayan dejando de lado los estudios humanísticos, considerados frecuentemente poco rentables y fuente de frustraciones para sus alumnos, porque con ellos difícilmente se van a ganar la vida en el futuro. Todo esto nos empobrece como sociedad. Dar de lado a las enseñanzas de los que nos precedieron afecta gravemente a nuestra comprensión crítica del mundo. Se está criando a una generación de especialistas en un solo campo, que apenas tienen interés en ver más allá de su propia especialización.

Pero la mejor invitación a leer los clásicos no se basa en la erudición que pueden proporcionar, sino en el mero placer que provoca acercarse a ellos, en descubrir cómo el conocimiento y los mitos que nos rodean tienen sus orígenes muchos siglos atrás. Ya lo dijo Borges:

"Clásico es aquel libro que una nación o un grupo de naciones, o el largo tiempo, han decidido leer como si en sus páginas todo fuera deliberado, fatal, profundo como el cosmos, y capaz de interpretaciones sin término."

viernes, 13 de septiembre de 2019

EL JUICIO A EICHMANN. CAUSA PENAL 40/61 (1962), DE HARRY MULISCH. EL HOMBRE MÁQUINA.

 
El juicio a Adolf Eichmann, uno de los burócratas más destacados y a la vez grises, de la Alemania nazi resultó uno de los acontecimientos más espectaculares dentro de la introhistoria del ajuste de cuentas llevado a cabo por los vencedores y por las víctimas de la Segunda Guerra Mundial. El asunto fue llevado a cabo a través de una operación de los servicios secretos israelíes que derivó en la celebración de un proceso penal contra Eichmann en la ciudad de Jerusalén, algo sobre lo que escribió brillantemente la filósofa Hannah Arendt (derivándose de sus crónicas el famoso término banalidad del mal). Pero Arendt no fue la única escritora que fue testigo del procedimiento. El holandés Harry Mulisch también envió sus crónicas periodísticas desde el mismo lugar y lo hizo desde un punto de vista muy interesante y que puede calificarse como complementario al de la autora de Eichmann en Jerusalén.

Para Mulisch Eichmann también es "el funcionario tranquilo y cumplidor de su deber que transporta a los judíos europeos hacia las cámaras de gas de Rudolf Höss", un hombre casi sin personalidad, acostumbrado sobre todo a cumplir órdenes y que se comportó tan disciplinadamente ante la autoridad del tribunal como ante sus superiores de las SS, pero ante todo es el depositario de la voluntad última del gran jefe, de un Adolf Hitler que había ordenado de manera subterránea la destrucción completa de los judíos en Europa, una orden que había que cumplir por encima de todo, sin llegar en ningún momento a planteamientos de carácter moral:

"La orden está ahí. Siempre está ahí. Si en aquellos años, el canciller del Reich no hubiese sido Adolf Hitler, sino Albert Schweitzer, y Eichmann hubiese recibido la orden de transportar a todos los negros enfermos a hospitales modernos, la habría cumplido sin falta y su puntualidad le habría producido la misma satisfacción que sintió cuando realizó el trabajo que tiene a sus espaldas. No es tanto un criminal, sino un hombre capaz de todo."

Un hombre capaz de todo por satisfacer al poder establecido. Un hombre tan extraño que admiraba al pueblo judío, tanto que se dedicó durante largo tiempo a estudiar sus costumbres, para luego poner todo ese conocimiento al servicio de sus verdugos. Pero en última instancia, Eichmann es una especie de hombre-máquina, una especie de mecanismo o engranaje que mantiene en funcionamiento la gran estructura criminal de la Alemania nazi. Una máquina de matar, pero no porque el hombre posea un especial instinto asesino, sino porque se trata de una máquina perfecta dedicada a cumplir los deseos de sus superiores. 

En cualquier caso, entre sesión y sesión del juicio, Mulisch tiene tiempo de describirnos sus excursiones por Jerusalén y el resto de Israel, para viajar a Alemania y visitar el cuartel general de Eichmann, para ver Auschwitz con sus propios ojos y para recordarnos que en la Divina Comedia (libro que causalmente estoy leyendo yo ahora), la salida del infierno se encuentra en un punto terráqueo diametralmente opuesto a Jerusalén. Todo esto le hace ser muy pesimista acerca del futuro inmediato (hablamos de 1962), que puede acechar a Europa:

"La Europa de Rafael y de Goethe tiene tanto que ver con la Europa de ahora como un cubo de leche de vaca con la mierda resultante si se le echa un chorro de vinagre. Aunque hayamos destilado un poco democráticamente el agua ácida y hayamos procesado la mierda para convertirla en una crema de bienestar, ya no es leche y nosotros debemos tener cuidado de que, a partir de ahora, no todos los caminos lleven a Auschwitz. En menos años de los que se pueden contar con los dedos de la mano, cualquiera que lea esto puede ser lanzado al fuego de la casa en la que vive ahora. Por ejemplo, porque sabe leer o porque es rubio o por algún otro motivo que no se le aclarará."

lunes, 9 de septiembre de 2019

CAPITALISMO Y DEMOCRACIA 1756-1848. (2018), DE JOSEP FONTANA. CÓMO EMPEZÓ ESTE ENGAÑO.

Es indudable que, a partir de 1989, el triunfo del sistema capitalista ha sido prácticamente incontestable. La sociedad asumió hace tiempo que las actuales son las únicas reglas de juego posibles y cada cual se adapta a esta realidad en la medida de sus capacidades, pero también en cuanto a la fortuna del grupo social en el que le haya tocado nacer. Lo que viene a decir Josep Fontana en este ensayo póstumo es que las revoluciones que jalonaron el siglo XIX fueron una especie de mascarada para consolidar el poder económico (y político) de las clases sociales dominantes, arrebatando de paso la capacidad de decisión del trabajador tradicional, aquel que se organizaba en gremios y luego en sindicatos:

"Puede considerarse que a partir de 1848 quedó establecido un sistema que, en términos generales, era similar al que rige hoy en día, con mejoras que se fueron añadiendo, como la de conseguir controlar los resultados electorales mediante el sufragio universal. No obstante, a lo largo de todo este tiempo, se pueden rastrear los vestigios, negligidos por la erudición académica, de otra propuesta de democracia igualitaria que no se basaba en el dominio de los propietarios, sino en el de los consejos y sindicatos. De hecho, hubo unos años, entre 1945 y 1989, en que, debido a la influencia de la revolución soviética y del auge de los sindicatos en el mundo capitalista, pareció posible la consolidación de algo parecido a este proyecto igualitario. Pero el capitalismo salió vencedor de la pugna y hoy en día domina nuestras vidas."

En Capitalismo y democracia Fontana realiza un particular repaso de la historia europea desde la mitad del siglo XVIII (incluyendo a una siempre rezagada España), una historia que sentó las bases de lo que somos ahora mismo, una vez que ni siquiera las recetas socialdemócratas, que tanto ayudaron a una expansión económica más democrática en los años cincuenta y sesenta, gozan de demasiado prestigio. Y la preocupación principal del profesor Fontana es en qué escenario terminará derivando todo esto, pues a la concentración de riqueza en pocas manos se une la preocupación por el medio ambiente, poniendo especial énfasis en la usurpación de la propiedad de la tierra de los campesinos tradicionales a los grandes latifundistas. ¿Llegarán en el futuro nuevas revoluciones por parte de los de abajo? Quizá la presión migratoria desde una cada vez más superpoblada África vaya a ser un aspecto decisivo en este punto.

lunes, 2 de septiembre de 2019

JOSEPH GOEBBELS. VIDA Y MUERTE (2009), DE TOBY THACKER. EL GENIO MALIGNO DE LA PROPAGANDA.

La figura de Joseph Goebbels es, de entre todos los dirigentes del Tercer Reich, una de las que más mitología ha suscitado. Goebbels es percibido en el imaginario popular como una especie de genio maligno que alentaba la resistencia de Alemania contra sus enemigos a base de difundir mentiras entre sus ciudadanos. Frente a estos tópicos, se alza este riguroso estudio del historiador Toby Tacker, que intenta colocar a tan conocida figura dentro de su contexto histórico desde una perspectiva realista. 

Es cierto que Goebbels fue un ser con una cierto complejo por no haber podido participar en los combates de la Primera Guerra Mundial debido a su cojera. Esto le impedía sentirse partícipe de la raza aria, del volk que había sido traicionado por una puñalada por la espalda y que necesitaba volver a demostrar su grandeza, su superioridad frente a los enemigos, siendo el principal de ellos (y esto sería una obsesión durante toda su vida), el judaísmo internacional. Su servicio patriótico, lo llevaría a cabo trabajando sin descanso difundiendo el mensaje del nacionalismo a través de incontables mítines y publicaciones. Después de una juventud marcada por algunos acercamientos al comunismo, terminó identificándose plenamente con el ascenso progresivo del partido de Hitler, al que conoció por primera vez en 1925, al asistir a uno de sus discursos. Goebbels anotó esto en su diario:

"Ahora sé que él, el líder, ha nacido para ser el Führer. Estoy dispuesto a sacrificarlo todo por este hombre. La historia da a los pueblos los más grandes hombres en los momentos de necesidad máxima."

No eran palabras vacías. Poco a poco su indudable inteligencia y visión estratégica de la política, así como su gusto por la violencia, le fue granjeando popularidad en el seno del Partido nazi. Su capacidad para excitar a masas de oyentes (a veces incluso hostiles) con su mensaje extremadamente nacionalista y racista se convirtió casi en legendaria e eso le hizo viajar por todo el país, hasta que Hitler le encargó la organización del Partido en la capital del país, Berlín. Para él, ese fue el comienzo de la aventura excitante de la conquista del poder, por medios legales y utilizando también dosis de violencia extrema en determinados momentos. En cualquier caso, en un discurso pronunciado en 1931 ya advirtió de las intenciones de los nazis:

"Según la constitución, sólo estamos vinculados a la legalidad del camino, pero no a la legalidad del objetivo. Queremos conquistar el poder legalmente, pero lo que comencemos a hacer con ese poder, una vez que lo poseamos, es cosa nuestra."

Una vez en el poder, fue nombrado Ministro de Propaganda, un arte que él dominaba como nadie. La tarea que Goebbels se impuso fue la de dirigir la ideología del pueblo, la de asegurarse el apoyo perpetuo de las masas a través de una lluvia constante de eslóganes, mensajes y consignas de todo tipo que debían llegar a todos los rincones del Reich. En un discurso dirigido en 1933 a los directores de emisoras radiofónicas alemanas, ofreció algunos apuntes acerca de la labor de su Ministerio:

"(...) quien haya de comprender la propaganda ha de estar completamente saturado de sus ideas sin ser consciente de ello. Obviamente, la propaganda tiene un fin, pero ese fin debe ser disimulado con tanta inteligencia y virtuosismo que quien haya de verse imbuido de este propósito no se dé cuenta de ello."

Una de las ideas que refleja la biografía de Toby Thacker es la de que Goebbels, habiendo sido el gran genio de la propaganda, no fue quien creó a Hitler ni a su extraordinario carisma. Las bases del siniestro éxito del futuro Führer estaban ya puestas, aunque es indudable que él ayudó a pulirlas y a darles difusión masiva a través de una inhumana capacidad de trabajo y a su magnífica intuición para comprender cuáles eran los nuevos medios permitían llegar al mayor número de gente. El cine y la radio fueron ampliamente desarrollados y sus posibilidades explotadas al máximo, como método de exaltación de la grandeza de la nueva Alemania y de sus dirigentes.

Cuando estalló la guerra, el gran reto de Goebbels fue mantener la moral de población, así como la fidelidad de la población y su fuerza de trabajo en pos de la victoria prometida. En los primeros años, los de las victoria relámpago, la tarea fue relativamente sencilla, pero cuando las cosas empezaron a torcerse en Rusia, el ministro tuvo que poner toda la carne en el asador para, a través del odio y del miedo al enemigo, mantener la capacidad de resistencia. Su momento culminante llegó a principios de 1943 cuando, tras la derrota de Stalingrado, ofreció un exaltado discurso en el Sportplatz de Berlín, en el que declaró la guerra total a sus enemigos frente a los vítores histéricos de las miles de personas que escuchaban. Aunque de cara a la galería, Goebbels mantenía su triunfalismo, las anotaciones de su diario eran cada vez más pesimistas, sobre todo cuando las consecuencias de la guerra comenzaron a llegar directamente a la población a través de los cada vez más masivos bombardeos sobre las ciudades alemanas. A diferencia de Hitler, que nunca quiso acercarse personalmente a animar a la población, Goebbels solía visitar los barrios y fábricas bombardeados. Además, era partidario de decir la verdad en cuanto a la situación bélica, para que el miedo a las represalias soviéticas fuera la fuerza de choche que movilizara a la gente a incrementar su capacidad de resistencia.

En abril del 45, cuando el Reich se desmoronaba, Goebbels decidió permanecer en Berlín junto a Hitler, a diferencia de muchos otros dirigentes que intentaron escapar o negociar con los Aliados a espaldas del Führer. Su último acto de crueldad fue sacrificar a sus hijos poco antes de suicidarse él mismo junto a su esposa, una Magda Goebbels con la que había mantenido una relación de amor-odio durante años.