No recuerdo cuantas veces he visto esta película. No son demasiadas, pero sí las suficientes como para no recordar la cifra exacta. Lo que es seguro es que es una de esas películas que me hipnotiza ante la pantalla y gana en cada visionado. Si la vida fuera justa, "El apartamento" se hubiera reestrenado en cines junto a "Psicosis", aprovechando el cincuenta aniversario de ambas y serían las primeras en taquilla.
Aquí el artículo de suite:
Cuando al recoger su Oscar por "Belle Époque", Fernando Trueba comparó a Billy Wilder con Dios, no estaba frivolizando. Si uno de los atributos por los que se distingue supuestamente a Dios es por su perfección, así podriamos calificar también al cine de Wilder.
Billy Wilder
fue uno de esos hombres de cine judíos, que acabarían engrandeciendo
Hollywood, que tuvo que huir de Alemania después del ascenso al poder de
Hitler. Se le conoce popularmente como un gran director de comedias,
pero su filmografía contiene varias obras maestras no encasilladas en
ese género, como "Perdición",
"Días sin huella" o "Sunset Boulevard". En cualquier caso, Wilder es
uno de los mejores retratistas del alma humana que ha dado el cine. En
este sentido "El apartamento" es una de sus obras cumbre.
El comienzo de la película resulta muy revelador: nos muestra un plano aéreo de Nueva York, mientras la voz en off del protagonista nos informa de que la población de la ciudad supera los ocho millones de habitantes. Seguidamente guía al espectador hasta su lugar de trabajo: una enorme compañía de seguros compuesta por más de treinta mil trabajadores. Él no es más que una pequeña pieza en una gran cadena, un trabajador del departamento de contabilidad que tiene su puesto en una gran sala junto a decenas de compañeros en un ambiente opresivo, con unos techos bajos permanentemente iluminados con luz artificial.
C.C. Baxter vive de alquiler en un pequeño apartamento, pero apenas puede disfrutar de él. Por una serie de azares del destino se ve obligado a cedérselo casi todas las noches a sus superiores para que lleven allí discretamente a sus amantes. Suele pactar unas horas razonables para que lo abandonen, pero las fiestas suelen prolongarse más de lo debido y el pobre Baxter ha de dedicar esos tiempos muertos a pasear por la acera como alma en pena. A cambio de sus servicios, los jefes le tienen prometido un ascenso que no acaba de llegar.
La vida de Baxter transcurre en blanco y negro, sin esperanzas. No es un hombre capaz de establecer relaciones humanas más allá de la mera cortesía y sus intentos en este sentido resultan patéticos, al igual que sus pretensiones de enamorar a la ascensorista, que vive una relación adúltera con uno de sus jefes en su propio apartamento sin que él lo sepa. Baxter es un alma solitaria, perdida en la gran ciudad. Si bien con la vecindad de ocho millones de personas no puede estar físicamente solo, sí lo está espiritualmente, a pesar de no ser hombre de grandes pretensiones. Su necesidad evidente de calor humano le es negada una y otra vez.
En un memorable artículo publicado con motivo del cincuenta aniversario de la película, el pasado día 18 de junio, el crítico de cine Carlos Boyero escribía en "El País":
"Es el retrato más penetrante, duro y compasivo que se ha hecho nunca de un trepa patético e indigno al que un amor no correspondido transforma en un hombre digno, capaz de despreciar su escalera hacia el éxito si esta le exige el envilecimiento moral. Billy Wilder nos habla con lenguaje inmejorable de las eternas relaciones de poder, de un degradado y astuto ratón que presta su casa para los juegos sexuales de los gatos con la esperanza de que estos le devuelvan el favor admitiéndole en su gremio."
"El apartamento" funciona gracias a un prodigioso guión que agarra al espectador y lo mantiene sujeto más allá de sus últimas escenas. Y es que la combinación de genios que participaron en esta producción es insuperable: a la dirección de Wilder se une el guión de I.A.L. Diamond, secundado por el propio director y las interpretaciones de Jack Lemmon, que consigue dar vida a uno de sus personajes más inolvidables, aportándole ternura e inocencia y Shirley MacLaine, en el papel más recordado de su carrera.
Es difícil establecer una clasificación dentro de los géneros cinematográficos para esta película. ¿Tiene más de comedia o de tragedia? Como en todas las grandes obras maestras, depende de como se lo tome el espectador. En la superficie encontramos la historia de un arribista que, al ofrecer a sus jefes un refugio para sus patéticos ligues, intenta ascender en el trabajo y de ahí surge la comicidad de un hombre con modestos sueños de grandeza que ni siquiera es dueño de entrar cuando le apetece a su casa. Pero bajo esta situación tan cómica, no hay que escarbar mucho para advertir el drama de un hombre que debe humillarse de la peor manera y decidir finalmente si apuesta por su dignidad o por la presunta seguridad que le proporciona su esclavitud.
El comienzo de la película resulta muy revelador: nos muestra un plano aéreo de Nueva York, mientras la voz en off del protagonista nos informa de que la población de la ciudad supera los ocho millones de habitantes. Seguidamente guía al espectador hasta su lugar de trabajo: una enorme compañía de seguros compuesta por más de treinta mil trabajadores. Él no es más que una pequeña pieza en una gran cadena, un trabajador del departamento de contabilidad que tiene su puesto en una gran sala junto a decenas de compañeros en un ambiente opresivo, con unos techos bajos permanentemente iluminados con luz artificial.
C.C. Baxter vive de alquiler en un pequeño apartamento, pero apenas puede disfrutar de él. Por una serie de azares del destino se ve obligado a cedérselo casi todas las noches a sus superiores para que lleven allí discretamente a sus amantes. Suele pactar unas horas razonables para que lo abandonen, pero las fiestas suelen prolongarse más de lo debido y el pobre Baxter ha de dedicar esos tiempos muertos a pasear por la acera como alma en pena. A cambio de sus servicios, los jefes le tienen prometido un ascenso que no acaba de llegar.
La vida de Baxter transcurre en blanco y negro, sin esperanzas. No es un hombre capaz de establecer relaciones humanas más allá de la mera cortesía y sus intentos en este sentido resultan patéticos, al igual que sus pretensiones de enamorar a la ascensorista, que vive una relación adúltera con uno de sus jefes en su propio apartamento sin que él lo sepa. Baxter es un alma solitaria, perdida en la gran ciudad. Si bien con la vecindad de ocho millones de personas no puede estar físicamente solo, sí lo está espiritualmente, a pesar de no ser hombre de grandes pretensiones. Su necesidad evidente de calor humano le es negada una y otra vez.
En un memorable artículo publicado con motivo del cincuenta aniversario de la película, el pasado día 18 de junio, el crítico de cine Carlos Boyero escribía en "El País":
"Es el retrato más penetrante, duro y compasivo que se ha hecho nunca de un trepa patético e indigno al que un amor no correspondido transforma en un hombre digno, capaz de despreciar su escalera hacia el éxito si esta le exige el envilecimiento moral. Billy Wilder nos habla con lenguaje inmejorable de las eternas relaciones de poder, de un degradado y astuto ratón que presta su casa para los juegos sexuales de los gatos con la esperanza de que estos le devuelvan el favor admitiéndole en su gremio."
"El apartamento" funciona gracias a un prodigioso guión que agarra al espectador y lo mantiene sujeto más allá de sus últimas escenas. Y es que la combinación de genios que participaron en esta producción es insuperable: a la dirección de Wilder se une el guión de I.A.L. Diamond, secundado por el propio director y las interpretaciones de Jack Lemmon, que consigue dar vida a uno de sus personajes más inolvidables, aportándole ternura e inocencia y Shirley MacLaine, en el papel más recordado de su carrera.
Es difícil establecer una clasificación dentro de los géneros cinematográficos para esta película. ¿Tiene más de comedia o de tragedia? Como en todas las grandes obras maestras, depende de como se lo tome el espectador. En la superficie encontramos la historia de un arribista que, al ofrecer a sus jefes un refugio para sus patéticos ligues, intenta ascender en el trabajo y de ahí surge la comicidad de un hombre con modestos sueños de grandeza que ni siquiera es dueño de entrar cuando le apetece a su casa. Pero bajo esta situación tan cómica, no hay que escarbar mucho para advertir el drama de un hombre que debe humillarse de la peor manera y decidir finalmente si apuesta por su dignidad o por la presunta seguridad que le proporciona su esclavitud.