Un escritor de la talla de Oscar Wilde no vivió una sola vida, sino varias, lo cual quizá es necesario para refinar el arte literario, aunque las experiencias propias no garanticen la felicidad. Los primeros de estos cuentos fueron publicados en la etapa en la Wilde era un creador reconocido que saboreaba el tipo de existencia que le hacía sentirse más cómodo: un esteta que a la vez desataba polémicas y escándalos; una forma de vida que él creía inofensiva, pero que al final se volvió contra él, porque el puritanismo británico no podía tolerar ciertos excesos, y menos si implicaban a miembros de la alta sociedad.
Pero casi es mejor leer estos relatos obviando la poderosa figura de su autor y disfrutarlos como las piezas maestras que son. Los primeros adoptan ciertamente un tono infantil y moralista, un moralismo que es capaz de vencer a la estética: la belleza puede sacrificarse para hacer el bien, como sucede con el clásico El príncipe feliz, en el que una hermosísima estatua, con la ayuda de una humilde golondrina, traza un plan para socorrer a la gente pobre que lo rodea en un invierno muy crudo, aunque dicha acción le suponga la pérdida de lo que le hace bello y singular, hasta el punto de que acaba convertido en una escultura vulgar, que acabará siendo derribada por los mismos que la alzaron. Algo parecido sucede en El joven rey, un cuento que permanece vigente en nuestros días y cuya moraleja resulta diáfana para cualquier lector: el bienestar de unos pocos, sobre todo el de los más ricos, se sostiene por el trabajo ingrato e inhumano de una gran cantidad de desheredados. Tal y como dice Luis Antonio de Villena en el magnífico prólogo de esta edición, "el arte está así en los primeros cuentos de Wilde al servicio de la moral".
Pero la escritura del autor de El retrato de Dorian Gray es camaleónica y también es capaz de entregar un relato tan irónico y humorístico como El fantasma de Canterville, una pieza maestra en la que el mundo práctico de los estadounidense vence a las tradiciones británicas, aunque éstas tengan que ver con lo sobrenatural. O El crimen de Lord Arthur Savile, una de sus narraciones más conocidas, en la que la aparición de lo sobrenatural - auténtica o solo en apariencia, no lo sabemos - trocará la existencia del protagonista, cuya vida resultaba hasta el momento perfecta, en un pequeño infierno que tendrá que resolver a base de ironía e inmoralidad. Pero la joya de la corona son esos sublimes Poemas en prosa, breves y perfectos, como El discípulo, dedicado a la figura mitológica de Narciso y tan deliciosamente paradójico como El bienhechor, una mirada muy personal a un Jesucristo cuyas acciones milagrosas conllevan resultados insospechados.
Como dejó escrito Borges:
"Leyendo y releyendo, a lo largo de los años, a Wilde, noto un hecho que sus panegiristas no parecen haber sospechado siquiera: el hecho comprobable y elemental de que Wilde casi siempre tiene razón."