Hace ya bastantes años viví una experiencia que quedó grabada en mi memoria: iba conduciendo cerca de mi ciudad cuando presencié como justo delante de mí, dos coches tenían un accidente. Todos mis sentidos se activaron de pronto y lo que era hasta aquel instante un ejercicio rutinario - quien lleva muchos kilómetros conducidos sabe que al final se activa una especie de piloto automático y que lo hacemos casi sin darnos cuenta, igual que el caminar - se convirtió en una tarea de la que podía depender mi propia supervivencia. De pronto lo racional se transformó en intuitivo y supe con qué presión debía tocar el pedal de freno y cómo esquivar los dos coches que se acababan de estrellar sin dar un volantazo que me sacara de la autovía. También supe que el espacio que me quedaba para pasar era el justo para mi vehículo. ¿Cómo pude saber y realizar tantas cosas con tanta precisión en solo unos segundos? Lo cierto es que la sensación fue como si el tiempo se ralentizara y uno pasara a ser gobernado por alguien totalmente distinto que evalúa y ejecuta acciones para la propia supervivencia en milésimas de segundo.
Lo que cuento no es ninguna hazaña. Cualquiera que haya pasado por una situación similar puede contar historias como ésta. Lo verdaderamente curioso es que sucesos como éste nos hacen experimentar la percepción subjetiva del tiempo , una de las ideas que más se repiten en el ensayo de Alan Burdick, recientemente publicado en nuestro país. Y es que su proposición de inicio es irresistible: se trata de un periodista de prestigio, especializado en ciencia, pero no científico, que emprende una investigación para contarnos qué tienen que decirnos las últimas investigaciones acerca del concepto del tiempo, un fenómeno - definido ya por San Agustín en una de las frases más memorables de la historia de la filosofía - que sigue intrigándonos y cuyos enigmas estamos todavía muy lejos de resolver en todas sus aristas.
En realidad lo que nuestro cerebro nos ofrece es una determinada percepción del tiempo, no el tiempo mismo. Bien es cierto que poseemos una especie de reloj interno que hace que sepamos con bastante precisión, aunque no miremos un reloj, cuanto dura un minuto o una hora. Pero para eso necesitamos referencias constantes: un minero que queda atrapado bajo tierra durante semanas tendrá una percepción muy diferente a la de sus rescatadores y seguramente, cuando vuelva a la superficie, estimará que ha transcurrido mucho menos tiempo del que en realidad ha pasado. Por qué el tiempo vuela está repleto de ejemplos de la vida cotidiana de cada uno de nosotros y de experimentos científicos que tratan de rastrear la verdadera naturaleza del tiempo, aunque lo que realmente nos importe es cuanto llevamos aquí, cuanto nos queda y por qué nuestro tiempo vital parece acelerarse cada año que pasa.
En realidad, según se explica en el libro, cuando somos jóvenes vivimos muchas más experiencias novedosas que cuando somos adultos, por lo que percibimos en nuestra memoria que ese periodo tenía mucha más duración que el actual. Quizá ya a partir de los treinta, con rutinas laborales establecidas, muchos días se repiten y son difícilmente separables unos de otros. Por supuesto, sigue habiendo sucesos memorables en gran cantidad, pero también más acontecimientos similares. Lo que sí se incrementan son nuestras obligaciones y, con ellas, la sensación de que no vamos a poder cumplir con todas ellas. Además, nuestra perspectiva cambia: de adultos ya podemos medir nuestra vida en décadas, no en años:
"En resumidas cuentas, parece que el tiempo no se acelera con la edad sino con la presión temporal, lo cual explica por qué la personas de todas las edades dicen que se acelera: el tiempo es eso de lo que prácticamente todo el mundo en la misma medida siente que carece."