No digo nada nuevo si escribo que nuestro país está viviendo horas muy difíciles, de gran incertidumbre. La explosión del nacionalismo catalán, que venía gestándose desde hace muchos años, ha despertado algunos fantasmas dormidos del nacionalismo español más rancio. Por ahora la guerra es solo de banderitas, y esperemos que permanezca así. En el día en el que el gobierno se ha decidido a aplicar el artículo 155 de nuestra Constitución - territorio inédito - uno se queda medianamente tranquilo al saber que la Unión Europea apoya en bloque la soberanía de nuestro país y el orden legislativo, cuya piedra angular es precisamente esta Constitución que fue ninguneada el mes pasado por un Parlamento autonómico en una sesión que tuvo mucho más de bochonorsa que de solemne.
Precisamente uno de los postulados del nacionalismo es la solemnidad ante los símbolos. Uno sigue esta crisis con curiosidad, pero la proliferación de declaraciones y actos solemnes por parte de las autoridades catalanas quizá esté provocando un hartazgo entre muchos ciudadanos que se creyeron las promesas de prosperidad con las que les han estado machacando repetidamente. Cataluña iba a declarar fácilmente la independencia, la comunidad internacional reconocería al nuevo Estado y la Unión Europea no podría dejar salir de su seno a tan importante país, mientras la rancia nación española era humillada. La triste realidad con la que han chocado en las últimas semanas ha obligado a algunos - supongo - a replantearse sus convicciones, pero muchos otros siguen instalados en un delirio colectivo del que ni siquiera les hace despertar la enorme fuga de empresas que ha seguido a esa extraña declaración de independiencia inmediatamente suspendida con la que Puigdemon nos sorprendió la semana pasada.
Es posible que algún día los instigadores de este desaguisado dejen de esconderse detrás de una bandera y asuman su responsabilidad, pero queda mucho todavía para eso. Mientras puedan seguir encadenando declaraciones solemnes y sentirse arropados por masas de ciudadanos con banderas, el delirio seguirá adelante. Bien es cierto que la responsabilidad se comparte con un Estado central que ha dejado enquistarse un problema que se veía venir de lejos y ha asumido sus obligaciones - que las circunstancias han convertido en semipunitivas - en el último minuto, cuando recomponer lo que se ha ido rompiendo en los últimos meses va a convertirse en un proceso largo y costoso. Muchos ciudadanos están hastiados del tema, pero pasará mucho tiempo hasta que dejemos de hablar con él con esa mezcla de pasión y algo de miedo que imponen las noticias algo confusas que se suceden de hora en hora.
Por supuesto, todo país necesita su mitología, su discurso histórico-épico que justifique la singularidad de un pueblo milenario. Y no basta con una lengua y unas costumbres propias, hay que examinar los hechos históricos y reintepretarlos para que encajen de la manera más conveniente para derivar en una especie de justificación digna de un pueblo elegido:
"Si se concede generalmente que los Estados nacionales son "nuevos" e "históricos", las naciones a las que dan una expresión política presumen siempre de un pasado inmemorial y miran un futuro ilimitado, lo que es aún más importante. La magia del nacionalismo es la conversión del azar en destino."
Y luego está el victimismo. Cualquier afrenta, real o imaginaria se exagerará hasta convertirla en una agresión inaceptable, aunque esta supuestamente ocurriera hace tres siglos. Cualquier pronunciamiento de los poderes del Estado en contra de acciones ilegales será considerada represión totalitaria contra el pueblo y los razonamientos serán sustituidos por mares de banderas que desarmen los argumentos del contrario con la elocuencia de los colores propios. En una época en la que las fuerzas más razonables del progreso intentan profundizar en la Unión Europea, una organización imperfecta que nació precisamente como reacción frente a los nacionalismos, algunos abogan por un independentismo sin fronteras que solo puede llevar al desastre, como ya se probó repetidamente en el pasado. Leer en estos días el estudio ya clásico de Benedict Anderson (publicado por primera vez en 1983), es una manera de meditar serenamente sobre el problema y tomar consciencia de que los Estados, pasados, presentes y futuros, no son más que construcciones imaginarias que deben servir para la convivencia, para unir y no para separar a los ciudadanos. Lo verdaderamente importante, algo de lo que se habla poco estos días, es respetar los derechos individuales de estos ciudadanos, un tema de mucho más calado que el absurdo choque de banderas al que estamos asistiendo.