miércoles, 29 de abril de 2020

HUMANO, DEMASIADO HUMANO (1878), DE FRIEDRICH NIETZSCHE. UN LIBRO PARA PENSADORES LIBRES.

Cuando Nietzsche habla de espíritus libres, en primer lugar está hablando de sí mismo, no como de un ser superior, sino como de alguien capaz de establecer su propio pensamiento y propósito de vida. De ello trata fundamentalmente Humano, demasiado humano, un libro que quiere ser ante todo filosófico, es decir, al que no le basta con ofrecer conocimiento, sino que busca profundizar en los conceptos, muy humanos, de arte, vida y acción. El mundo que conocemos, después de todo, no es más que una representación del mismo interpretado por la religión y luego por la ciencia, pero dicha interpretación está continuamente sujeta a cambios con el paso del tiempo a través de nuevos descubrimientos y paradigmas.

Para llegar a este autoconocimiento, es necesario no renunciar a la experiencia, tampoco a las dolorosas. Somos hijos de la evolución, animales que se han racionalizado que a veces tenemos la necesidad de volver a un primitivo estado de naturaleza que no tiene que nada tiene que ver con el descrito ingenuamente por Rousseau. Y la comprensión absoluta de la realidad es una quimera, sobre todo si se pretende hacer exclusivamente a través de erudición y conocimiento, abandonando ese lado salvaje que forma parte ineludible de nuestro ser. Tampoco es deseable la experiencia del otro, porque, para la mayoría, la vida solo puede sentirse como algo valioso a través de las vivencias propias. Salir de nuestra estricta individualidad y penetrar en el sentimiento de otros seres podría tener resultados traumáticos:

"Aquel que pudiera tomar parte en ellos, desesperaría de la vida; si llegase a comprender y a sentir en sí mismo la conciencia total de la humanidad, prorrumpiría en maldiciones contra la existencia, pues la humanidad no tiene en su conjunto ningún fin, y por consiguiente, el hombre, examinando su marcha total, no puede encontrar en ello consuelo ni reposo, sino, por el contrario, desesperación."

De aquí pasamos al concepto cambiante de moral, que un cierto periodo histórico puede fomentar costumbres y actitudes que después serán juzgadas como aberraciones. ¿No estaba obrando según un criterio estrictamente moral el inquisidor que estaba convencido de que su labor era imprescindible para lograr el supremo bien de la salvación de las almas? El inmoral sería aquel que no ha asimilado suficientemente "los motivos intelectuales. superiores y delicados que la civilización nueva del momento ha introducido". La civilización y sus profundos cambios crean normas que solo tendrían sentido si establecemos el libre albedrío como una verdad absoluta. Para Nietzsche, el hombre no es libre, pero sí se cree libre, por lo que la responsabilidad de sus acciones sería muy limitada:

"Nadie es responsable de sus actos, nadie lo es de su ser; juzgar tiene el mismo valor que ser injusto, y esto es verdad aun cuando el individuo se juzga a sí mismo. Esta proposición es tan clara como la luz del sol, y sin embargo, todos los hombres quieren volver a las tinieblas y al error, por miedo a las consecuencias."

La aproximación a la verdadera libertad solo es posible dejando de lado la multitud de ideas mortificantes creadas por la religión o el Estado: ni hay pecados ni hay virtudes en un sentido metafísico o absoluto, puesto que la imperfección humana crea imperfectos conceptos del bien y del mal. El verdadero conocimiento de las cosas es aquel que no está lastrado por conceptos morales. El concepto de virtud no es más que la obediencia interna a una determinada moral. El verdadero espíritu libre es aquel que deja atrás lo que se espera de él respecto a su origen, relaciones, situación o empleo, una decisión extremadamente complicada y que muy pocos se atreven a llevar a cabo. Después de todo, lo que nos suele producir vergüenza no es lo que pensamos, sino lo que los otros nos atribuyan ese pensamiento, el juicio ajeno. La solución que propone el filósofo es reforzar nuestra individualidad frente a la moral establecida, porque así preservamos la esencia de nuestro ser y nuestra verdadera libertad:

"Hacer de uno mismo una persona completa, y en todo lo que se hace proponerse uno mismo su mayor bien, vale mucho más que esas miserables emociones y acciones en provecho de otro. Padecemos todavía de demasiado poco respeto a la personalidad en nosotros; se ha separado muy violentamente nuestro pensamiento de la personalidad, para ofrecerla al Estado, a la ciencia, a aquél que tiene necesidad de ayuda, como si la personalidad fuera un elemento malo que debiera ser sacrificado. También hoy queremos trabajar por nuestros semejantes, pero solamente en la medida en que hallamos en aquel trabajo nuestro mayor provecho, ni más ni menos."

Nietzsche es absolutamente crítico con las religiones establecidas, sobre todo con la cristiana, que actúan como una especie de narcótico lanzado sobre la humanidad para que se sume a una moral absurda y lastrante del verdadero potencial de la misma y de sus miembros individuales. La idea de lo natural se convierte en la idea del pecado y, por consiguiente, la de la necesidad de redención que solo puede lograrse acudiendo la correspondiente Iglesia, que ni siquiera ha sido elegida por el individuo entre todas las existentes, sino que le ha sido impuesta:

"Es una artimaña del cristianismo el enseñar tan altamente la total indignidad, pecabilidad y depreciación del hombre en general, que el desprecio de los contemporáneos no es con ello posible. «Soy indigno y despreciable en todos los grados», se dice el cristiano. Pero aun este sentimiento ha perdido su aguijón más penetrante, porque el cristiano no cree en su demérito habitual: es malo como todos los hombres en general, y descansa en el axioma: Todos somos semejantes."

Pero para que todo esto sea posible, para que el hombre puede pensar por sí mismo y decidir, hace falta tiempo, un lujo que muy pocos pueden permitirse. Lo lógico entonces es acogerse a la moral establecida y rechazar a los divergentes. Dicho pensamiento divergente, según épocas, puede llevar simplemente desde la autoexclusión de muchas actividades de la vida cotidiana a arriesgar la propia vida en épocas oscuras. Esto nos lleva a un razonamiento brillante:

"Es señal de lo que ha bajado el valor de la vida contemplativa, que los sabios luchen hoy con las gentes de acción en una especie de gozo apresurado, al punto de que parecen también ellos apreciar más esta manera de gozar que lo que les conviene. Los sabios tienen vergüenza del otium. Y sin embargo, es cosa noble. Si la ociosidad es el comienzo de todos los vicios, también es la proximidad de las virtudes: el hombre ocioso es siempre mejor que el activo. No creas, señor perezoso, que hablo contigo."

Humano, demasiado humano, es un libro profundo, pero cuya lectura es placentera, ya que el autor intenta condensar muchas de sus ideas en esas píldoras filosóficas llamadas aforismos, de las cuales Nietzsche fue un verdadero maestro. También es cierto que mejor no nombrar demasiado las dedicadas al género femenino, pues sería difícil hallar pensamientos más políticamente incorrectos que los del pensador alemán al respecto, aunque es posible que cambiara de idea si pudiera valorar lo que ha conseguido la igualdad de géneros patrocinada por las democracias durante el siglo XX. Me quedo con esta flecha contra los idealistas ciegos, muy necesaria en estos tiempos de partidismos extremos:

"Todos los idealistas se imaginan que las causas a que ellos sirven son mejores por esencia que todas las demás causas del mundo, y no quieren creer que su causa necesita del mismo estiércol pestilente que todas las demás empresas humanas."

lunes, 27 de abril de 2020

BARTON FINK (1991), DE JOEL COEN. EL ESCRITOR Y SUS FANTASMAS.

El dramaturgo Barton Fink está triunfando en Broadway. Fink es uno de esos escritores que se consideran insobornables: para él la única literatura posible es la literatura militante, aquella que describe la existencia y las inquietudes del hombre corriente de la calle. Aunque no lo manifiesta explícitamente, seguramente la idea de Barton es cambiar el mundo a través de su obra, una tarea muy pretenciosa para un hombre que, después de todo, es la timidez personificada: cuando su agente le propone trabajar una temporada como guionista en Hollywood, no sabe decir que no. Así, el alma pura y a la vez cándida del escritor se va a ver enfrentada brutalmente a una fábrica de sueños que en realidad es una factoría de frivolidades. La misión que le encomiendan es simple: escribir el guión de una película de lucha libre, siguiendo el patrón de las convenciones de dicho subgénero.

A partir de esta premisa los hermanos Coen proponen una película no apta para todos los públicos. El escenario principal de Barton Fink es la habitación de un hotel calurosa y opresiva, donde van a desatarse todos los demonios de un protagonista que emprenderá un escalofriante viaje desde el bloqueo literario a la locura. Porque para Fink la situación es de resolución imposible: el dramaturgo se debate entre su deseo de agradar a sus nuevos patrones y su fidelidades ideológicas. De hecho, Fink suele ser un hombre silencioso y apocado exceptuando las contadas ocasiones en las que puede exponer el tema que le obsesiona y al que quiere consagrar su existencia: la descripción del hombre de la calle. Para tirarle de la lengua, nadie mejor que su locuaz vecino de habitación, un magnífico e inquietante John Goodman, que aquí realiza uno de los mejores papeles de su carrera. 

Mientras Barton Fink pasa las horas sudando encerrado en su alojamiento frente a una máquina de escribir con un papel en blanco, mientras las paredes se calientan, haciendo que el papel pintado se desprenda, la mente del protagonista no tiene más remedio que intentar evadirse contemplando el único resquicio de libertad que ofrece la habitación: un cuadro que representa una joven tumbada de espaldas en una playa. Pero eso no es todo: el Purgatorio puede acabar convertido en el Infierno. Enclavada en la etapa creativa más espléndida de los hermanos Coen, Barton Fink fue quizá una de las propuestas más arriesgadas y radicales del cine de la época. Película fuertemente simbólica, su interpretación puede realizarse a varios niveles: el papel del intelectual en la sociedad y el diferente significado del éxito para el escritor y para unos directivos de Hollywood que, paradójicamente, representan mejor los gustos del público general que la literatura militante (y de intenciones redentoras) de Barton. Para él, la obra literaria nace de un sufrimiento prolongado, como un parto difícil, y abomina de la idea de la escritura artesanal, utilizando un molde ya prefabricado, que quieren imponerle. Pero seguir el camino de la pureza ideológica no siempre ofrece los resultados apetecidos...

viernes, 24 de abril de 2020

EL JINETE PÁLIDO (2017), DE LAURA SPINNEY. 1918: LA EPIDEMIA QUE CAMBIÓ EL MUNDO.

Hasta hace poco, la mal llamada gripe española era una de las catástrofes del siglo XX más olvidadas, aunque es muy posible que causara más víctimas que las dos guerras mundiales juntas. La llegada de una pandemia con muchos puntos en común con la de hace un siglo, hace que nuestra mirada se vuelva con interés a las circunstancias que vivieron nuestros antepasados que, aunque contaban con muchos menos medios de información que nosotros, también experimentaron ese miedo a una situación desconocida que sentimos ahora como algo tan cotidiano. Es muy posible que la experiencia de aquellos meses terribles nos puedan servir ahora como modelo de lo que podemos esperar y como esperanza de que la recuperación y la vuelta a la vida normal son posibles.

En 1918, la Primera Guerra Mundial seguía siendo un conflicto demasiado igualado. En las trincheras de Francia ninguna ofensiva conseguía doblegar al enemigo. Los soldados sentían cada vez más el peso de meses y meses de combates e incomodidades, pero la mayoría seguía cumpliendo con lo creía su deber. Es posible que la gripe española tuviera mucho que ver con la victoria final de los Aliados porque, cuando llegó a los campos de batalla, afectó en mucha mayor medida a los alemanes, que se encontraban en mitad de una ofensiva muy ambiciosa y planificada. Quizá los años de bloqueo habían debilitado los organismos de los teutones y se encontraban en aquel punto en una disposición más débil a la hora de combatir al virus. De hecho, uno de los factores decisivos en la propagación de la segunda oleada, la más letal, fue el desplazamiento de soldados una vez acabado el conflicto y las consiguientes reuniones masivas de celebración de la victoria.

Pero la epidemia no limitó sus efectos al resultado de la contienda. Numerosas poblaciones de todo el mundo fueron afectadas, aunque el volumen de su incidencia en cada una de ellas parecía obedecer más a los caprichos del destino que a otros factores. En numerosos casos, los efectos que producía en el cuerpo eran terribles: muchos pacientes no eran capaces de resistir las grave neumonía que podía acompañar al contagio, a veces hasta el punto de que la piel se tornaba de una tonalidad oscura, hasta el punto de que muchos cadáveres eran irreconocibles para los familiares. Para muchos otros, la enfermedad no se distinguía demasiado de una gripe corriente o incluso de un resfriado fuerte, ya que la lógica del virus no es matar a su portador, sino conseguir su propagación masiva. Y esto fue lo que hizo que se produjeran tantas muertes (quizá alrededor de setenta millones): aunque el porcentaje de mortandad fuera moderado, la alta incidencia de la enfermedad y el colapso de los sistemas sanitarios que esto conlleva hace que la suma total de decesos se eleve a cifras difícilmente asumibles. Algo parecido a lo que estamos viviendo hoy en día, aunque a una escala sensiblemente mayor, pero quizá experimentado por la gente con menos alarmismo, ya que, como he señalado antes, los medios de información no eran comparables a los actuales. 

También se tomaron medidas para intentar rebajar la incidencia de la gripe y, como ocurre en la actualidad, en muchos casos se tomaron tarde y en distinto grado según países, medidas que se han hecho tristemente familiares para nosotros, aunque parece ser que el estricto confinamiento en domicilios no fue tomado en consideración en muchos lugares y, como sucede ahora, tampoco las autoridades se ponían de acuerdo respecto a la efectividad del uso universal de mascarillas:

"En 1918, una vez que se hizo obligatorio notificar la gripe y se reconoció que se trataba de una pandemia, se adoptaron diversas medidas de distanciamiento social, al menos en los países que disponían de los recursos para hacerlo. Se cerraron las escuelas, los teatros y los lugares de culto, se limitó el uso de los sistemas de transporte público y se prohibieron los actos multitudinarios. Se impusieron cuarentenas en los puertos y las estaciones de ferrocarril, y se trasladó a los pacientes a los hospitales, que instalaron pabellones de aislamiento para separarlos de los pacientes no infectados. En las campañas de información pública se recomendaba a la población que usara pañuelos cuando estornudara y se lavara las manos con regularidad; que evitara las aglomeraciones, pero mantuviera las ventanas abiertas (ya que se sabía que los gérmenes se reproducen en los ambientes cálidos y húmedos)."

Como es evidente, el gran reto de las autoridades era ajustar las medidas para que su incidencia fuera la menor en cuanto al coste social y económico. En cualquier caso, siempre eran las clases más humildes las que sufrieron en mayor medida la enfermedad, porque era frecuente que habitaran viviendas insalubres y con altos índices de ocupación en barrios con exageradas estadísticas de habitantes por metro cuadrado. En Nueva York, por ejemplo, era difícil que las medidas y recomendaciones llegaran a todos, puesto que existían todavía profundas barreras idiomáticas y de costumbres en un momento en el que la inmigración estaba en auge. En otros lugares, como Odesa, las supersticiones podían imponerse a la ciencia. Se llegaron a realizar bodas negras, una oscura tradición hebrea para protegerse de las enfermedades, un ritual tan curioso como imprudente en aquellas circunstancias:

"Un shvartze khasene, en yidis, es un antiguo ritual judío para protegerse de las epidemias mortales y consiste en casar a una pareja en un cementerio. De acuerdo con la tradición, se debe elegir a la novia y al novio entre los más desfavorecidos de la sociedad, «entre los tullidos más espantosos, los indigentes más degradados y los inútiles más lamentables que hubiera en el distrito», según explicaba Mendele Mocher Sforim, un escritor odesano del siglo XIX, al describir en la ficción una de estas bodas.

Tras una oleada de bodas negras en Kiev y en otras ciudades, un grupo de comerciantes de Odesa se reunió en septiembre, mientras arreciaban las epidemias de cólera e ispanka, y decidió organizar la suya. Algunos miembros de la comunidad judía desaprobaban rotundamente lo que consideraban una práctica pagana e incluso blasfema, pero el rabino de la ciudad dio el visto bueno y también el alcalde, quien consideró que no constituía una amenaza para el orden público. Enviaron exploradores a los cementerios judíos para buscar a dos candidatos entre los mendigos que los frecuentaban y eligieron a un novio y a una novia debidamente pintorescos y desaliñados. Una vez que estos accedieron a casarse en su «lugar de trabajo», los comerciantes comenzaron a recaudar fondos para sufragar la celebración.

Miles de personas se congregaron para presenciar la ceremonia, que se celebró a las tres de la tarde en el primer cementerio judío. A continuación, el cortejo se dirigió hacia el centro de la ciudad acompañado por músicos. Cuando llegó al salón donde se iba a celebrar el banquete, había tal cantidad de gente presionando para poder ver a los recién casados, que estos no pudieron bajar del carruaje. Finalmente, la multitud retrocedió y la pareja pudo entrar en el salón, donde se celebraron las nupcias con un banquete y colmaron de regalos caros a los recién casados."

Aunque los primeros casos se detectaron oficialmente en un campamento militar de Kansas (aunque sigue habiendo distintas teorías acerca de dónde surgió el brote por primera vez), la gripe fue bautizada como española porque la prensa de nuestro país fue una de las primeras en informar sin censura de los contagios en Madrid y otras ciudades, debido a la neutralidad en la guerra. De hecho, en la capital se la empezó a denominar soldado de Nápoles, en referencia a una popular canción incluida en una zarzuela que se representaba por aquellos días. Quizá la ciudad más castigada fue Zamora, en la que el obispo insistió, a pesar de los elevados índices de mortandad, en que la mejor solución para acabar con ella eran las misas multitudinarias.

Una de las características que hacen de El jinete pálido un ensayo soberbio es que Laura Spinney no se conforma con ofrecernos una panorámica mundial de la incidencia de la enfermedad, sino que nos lleva a la intrahistoria de diversas ciudades, barrios y hogares en lugares tan diversos como Zamora, Río de Janeiro, Nueva York o remotas regiones de China o Alaska, además de rigurosa información científica y sociológica. Así nos hacemos una idea de lo que supuso la llegada de la enfermedad para el ciudadano de a pie y podemos comparar con las sensaciones actuales. Como entonces, hoy se ha activado en gran medida una resiliencia colectiva, que se irá disipando una vez que desaparezca la enfermedad y vuelva a debilitarse la identidad de grupo para dar paso al individualismo cotidiano. Como entonces, es posible que el fin de la pandemia tenga como resultado reforzar la posición del Estado como garante de nuevos derechos: lo que en aquellos días fue la semilla de la asistencia sanitaria gratuita para todos los ciudadanos, en éstos puede convertirse en una renta básica que garantice la supervivencia digna de aquellos cuya posición se tambalee cuando la crisis sanitaria finalice y deje paso a la económica. 

miércoles, 22 de abril de 2020

PALABRA SOBRE PALABRA. OBRA COMPLETA (1956-2001), DE ÁNGEL GONZÁLEZ. MAÑANA NO SERÁ LO QUE DIOS QUIERA..

Aunque la vida de Ángel González estuvo marcada, como tantas de las de su tiempo, por los acontecimientos históricos derivados de una cruenta Guerra Civil y una larga dictadura, leer los poemas de Ángel González supone adentrarse en experiencias tan universales como cotidianas. Al describir éstas, una voz, a veces tierna, a veces irónica, hace complicidad con el lector, que también es habitante de este mundo y parece hablar de lo obvio, pero de una manera insospechada, con ojos muy penetrantes. Pero para que todo esto sea posible, primero el poeta tiene que existir, haber nacido, un trámite que parece vulgar, pero que solo hace posible el caprichoso destino:

Para que yo me llame Ángel González,
para que mi ser pese sobre el suelo,
fue necesario un ancho espacio
y un largo tiempo:
hombres de todo mar y toda tierra,
fértiles vientres de mujer, y cuerpos
y más cuerpos, fundiéndose incesantes
en otro cuerpo nuevo.
Solsticios y equinoccios alumbraron
con su cambiante luz, su vario cielo,
el viaje milenario de mi carne
trepando por los siglos y los huesos.
De su pasaje lento y doloroso
de su huida hasta el fin, sobreviviendo
naufragios, aferrándose
al último suspiro de los muertos,
yo no soy más que el resultado, el fruto,
lo que queda, podrido, entre los restos;
esto que veis aquí,
tan sólo esto:
un escombro tenaz, que se resiste
a su ruina, que lucha contra el viento,
que avanza por caminos que no llevan
a ningún sitio. El éxito
de todos los fracasos. La enloquecida
fuerza del desaliento...

A veces los hombres son descritos como seres contradictorios que "se aman de dos en dos para odiar de mil en mil". Seres amargos que muestran al mundo una falsa mueca de felicidad. Estos males podrían paliarse haciendo un alto en la existencia, dejando a un lado las prisas y creando un espacio de reflexión propio, hallando "un sitio donde echarte boca abajo y cerrar los ojos, y mirar despacio dentro de tu vida, quizá te resultase fácil averiguar algo , saber a que lugares quieres ir, de dónde vienes, para qué estás aquí, cuál es tu nombre". Y en esto aparece la idea de Dios, siempre presente, siempre esquiva, un ser que aunque no exista, sigue influyendo en nuestra existencia. Una metafísica muy mundana, que quiere quejarse a un responsable que seguramente haga oídos sordos:

Despertar para encontrarme
esto:
la vida así dispuesta,
el cielo
turbio, la lluvia
que lame los cristales.

Abrir los ojos para ver
lo mismo,
poner el cuerpo en marcha para andar
lo mismo,
comenzar a vivir, pero sabiendo
el fracaso final de la hora última.

Si esto es la vida, Dios
si éste es tu obsequio,
te doy las gracias - gracias - y te digo:
Guárdalo para ti y para tus ángeles.

Me hace daño la luz con que me alumbras,
me enloquece tu música
de pájaros,
pesa tu cielo demasiado,
oprime,
aplasta, bajo y gris, como una losa.

Todo está bien, lo sé.
Tu orden
se cumple.

                       Pero alguien
envenenó las fuentes
de mi vida, y mi corazón es
pasión inútil, odio
ciego, amor desorbitado,
crisol donde se funden
contrariedades con contradicciones.

Y mi voluntad sigue,
inútilmente,
empeñada en la lucha más terrible:
vivir lo mismo que si tú existieras.

Porque el poeta tiene muy presente que antes de nacer estuvo la no existencia, un estado al que se ha de volver, sin saber con certeza si es preferible a la imperfección del mundo: "dilema sin salida: no existencia, o vida incendio que el amor devora". Pero de vez en cuando surge la esperanza: si algo puede probar la existencia de Dios es la misma escritura, cómo "el perfecto funcionamiento de mis centros nerviosos que transmiten las órdenes que emite mi cerebro a las costas lejanas de mis extremidades", hacen posible el milagro de la concepción de un poema que cuestiona o ratifica la existencia del ser divino, o la existencia del amor o incluso del propio ser. Pero el concepto de Dios también se utiliza para usar sus poderes omnipotentes para vivir una y otra vez la misma historia de amor, que tiene la cualidad, esta vez sí, de la perfección:

si yo fuese Dios,
podría repetirte y repetirte,
siempre la misma y siempre diferente,
sin cansarme jamás del juego idéntico,
sin desdeñar tampoco la que fuiste
por la que ibas a ser dentro de nada;
ya no sé si me explico, pero quiero
aclarar que si yo fuese
Dios, haría
lo posible por ser Ángel González
para quererte tal como te quiero,
para aguardar con calma
a que te crees tú misma cada día,
a que sorprendas todas las mañanas
la luz recién nacida con tu propia
luz, y corras
la cortina impalpable que separa
el sueño de la vida,
resucitándome con tu palabra

Uno de los poemas que más me ha impresionado es Muerte de máquina. A pesar de su evidente tono irónico, humanizar a una máquina y establecer paralelismos con nuestros decesos resulta ciertamente inquietante:

Derramando tornillos,
con las bielas exánimes,
hizo un esfuerzo último para mover las ruedas
dentadas. Como una oscura arteria
palpitó la polea, pero sólo
transmitió un temblor leve a las turbinas,
que giraron despacio, horrorizadas,
con expresión de ojos que se nublan.
Luego, la vieja máquina
se derrumbó pesadamente,
ahogando en su caída
el estertor agudo de las válvulas.

Otra de las grandes obsesiones de la poesía de Ángel González es el concepto del tiempo, algo que fluye incontrolable, con un pasado de evocación imperfecta, un presente que se escapa entre las manos y un "futuro que se presenta inseguro, turbio, incierto". Pero a veces estos nexos temporales no tienen sentido, se confunden:

Mas sé que el tiempo es cóncavo
y reaparece por la espalda
sobresaltándonos de pronto
con sus inútiles charadas.

¿Te amaré ayer?
                           ¿Te amo hoy en día?
¿No te amé acaso, todavía mañana?

No creo en la Eternidad.
Mas si algo ha de quedar de lo que fuimos
es el amor que pasa.

Pero, inevitablemente, al final del camino está la muerte. La belleza del mundo, que se concentra en el ser amado, será arrebatada para siempre:

Más allá de este sueño
ya no hay nada:

territorio final
en el que permanezco confinado,
desde el que también sueño
hasta perder la memoria de mí mismo

Cuando no sueño,
ese sueño sin sueños
es - a secas - mi vida.

lunes, 20 de abril de 2020

LA STRADA (1954), DE FEDERICO FELLINI. EL EXTRAÑO AMOR DE GELSOMINA DI COSTANZO.

Pocas imágenes más icónicas en el cine italiano que la del forzudo Zampanó (Anthony Quinn), partiendo unas cadenas con la fuerza de su pecho, en un espectáculo que repite todos los días, ya sea en solitario, ya sea formando parte de algún circo ambulante. La Strada es la calle, la vida errante de los que se ganan de la vida de manera incierta, pobres entre los pobres que intentan llevar un poco de alegría a los desheredados. Pero, a pesar de las alegrías ocasionales, la vida que se retrata aquí es, ante todo, sórdida. La supervivencia diaria debe basarse en sacrificios constantes, entre los que se encuentran mostrar una permanente sonrisa ante el público, aunque luego las estrellas de la función tengan que dormir en un carromato destartalado, del que tira una motocicleta vieja.

Zampanó es un ser primitivo, que cuando se le muere la mujer con la que comparte su vida, no duda en, literalmente, comprar a su hermana para sustituirla. Gelsomina, que vive en la miseria más absoluta, acepta su destino con la esperanza secreta de ser feliz. Pasar de una vida tan vacía como la playa en la que habita a formarse como artista. Para ello debe adaptarse a su nueva existencia junto a un Zampanó que la trata como a un animal de compañía. La mujer no es una persona con sentimientos, sino un objeto más, que sirve para complementar su actuación y para aderezarle las noches con un poco de sexo. Vivir con Zampanó significa que la comida es escasa, el vino abundante y el aprendizaje se realiza a base de palos. Gelsomina asume con naturalidad su papel sumiso, asiste impasible a los episodios derivados del carácter pendenciero de su dueño e incluso tiene que ser testigo de cómo éste se emborracha y se va con una prostituta delante de sus narices, dejándola abandonada en la puerta de una taberna. La única defensa de Gelsomina es el llanto, un llanto más parecido al de una perrita asustada que al de una mujer que quiere expresar su frustración.

En contraste con todo lo anterior, conocerá a otro artista, apodado El Loco, que es la antítesis de Zampanó, un equilibrista alegre y bromista y que no evita la confrontación directa con el bruto, lo que traerá graves consecuencias. A pesar de las oportunidades que tiene de abandonar a Zampanó, Gelsomina desarrolla una especie de dependencia o fidelidad a ese hombre que la maltrata, quizá porque es capaz de ver en él una posibilidad de redención que quizá solo pueda manifestarse en circunstancias dramáticas. Cine neorrealista con un Fellini magistral, en una etapa que para mí es bastante superior al barroquismo exagerado de posteriores filmes. Un retrato preciso de la miseria en la Italia periférica, la de los excluidos que viven en tierra de nadie, adornado por la preciosa banda sonora de Nino Rota, complemento perfecto a la expresividad de Guiuletta Masina.

viernes, 17 de abril de 2020

LA TRANSFORMACIÓN DEL MUNDO (2013), DE JÜRGEN OSTERHAMMEL. UNA HISTORIA GLOBAL DEL SIGLO XIX.

Una de las intenciones principales de este libro denso y lleno de erudición de Osterhammel es establecer la historia del siglo XIX como una época en la que por fin se van a dar conexiones casi plenas entre todas las partes del mundo, una globalización que va a llevar el comercio y el conocimiento de occidente a partes remotas del globo, pero que también va a ser un factor decisivo en la colonización y explotación intensiva de tierras distantes, en la emigración masiva de unos países a otros e incluso del comercio de esclavos, una práctica que no fue casi totalmente erradicada hasta finales de siglo. El Estado moderno llegó a su máxima expresión, excepto en la política fronteriza estricta que empezó a imponerse después de la Primera Guerra Mundial. Gran Bretaña, por ejemplo, rara vez rechazó la entrada de refugiados políticos de cualquier índole en su territorio.

Por supuesto, el siglo XIX marca también el triunfo del capitalismo. Mucha de la riqueza acumulada durante siglos por nobles y terratenientes pasó a manos de nuevos ricos cuya fortuna procedía de la banca y de la industria. Por primera vez gente humilde (aunque las oportunidades no eran ni mucho menos iguales para todos), podía escalar socialmente hasta la cúspide de la pirámide social en cuanto a medios económicos, un tema recurrente de la literatura decimonónica. Para que todo esto fuera posible se crearon nuevas redes de transporte y se mejoró la existente. La ciencia se alió con la industria para que la producción y los transportes fueran cada vez más veloces y eficientes. La red ferroviaria se expandió gradualmente, el territorio se sembró de postes telegráficos y, a finales de siglo, el teléfono ya empezaba a ser un elemento presente en algunos hogares. 

Las ciudades comenzaron un proceso de transformación nunca visto: ya no se trataba solo de un conjunto de edificios dispuesto casi aleatoriamente: las calles se pavimentaban, se construían redes de tranvías, se mejoraba la iluminación callejera y se prestaba una especial atención al saneamiento, por lo que se incrementó la higiene pública. Se creaban barrios nuevos de gente adinerada y muchos de los antiguos eran derribados para airear las calles. La transformación efectuada por Haussmann en París es emblemática en este sentido. Como consecuencia de todo esto, el valor del suelo se multiplicó y la especulación inmobiliaria fue origen de muchas nuevas fortunas. Pero las urbes no se conformaron con esta espectacular transformación: se crearon redes transfronterizas a través de redes ferroviarias y de canales que facilitaron enormemente el intercambio de mercancías y de personas entre ellas. Las estaciones se construyeron en muchos casos como edificios imponentes, algunos de arquitectura realmente hermosa, símbolos de una nueva era que estaba derribando fronteras.

En Europa, con la excepción de las Guerra Napoleónicas y del conflicto franco-prusiano, el siglo fue bastante pacífico, lo que facilitó todo lo anterior. No obstante, no se descuidó la industria bélica y, cuando se producían batallas (Guerra Civil Estadounidense, Guerra de Crimea...), los resultados eran más letales que nunca para los contendientes. Fueron importantes en este sentido dos factores: los avances de la medicina, que salvaron las vidas de numerosos soldados y la creación del Comité Internacional de la Cruz Roja, una organización exclusivamente humanitaria con la misión de prestar asistencia a todas las víctimas, con independencia del bando al que estas pertenezcan. Un humanismo, hijo de las mejores ideas de la Ilustración, ganó impulso en esta época. La esclavitud, el comercio y explotación de seres humanos que se dio sobre todo en las dos Américas, terminó siendo vencida por la presión de estas organizaciones abolicionistas. Gran Bretaña, por ejemplo, prohibió la esclavitud en sus colonias en una fecha tan temprana como 1834, lo cual no detuvo otras formas de explotación igualmente poco humanitarias. 

La ideología imperante, el liberalismo de la época, estaba sometida a importantes contradicciones. El derecho tenía una importancia capital en la organización política y ciudadana y se reforzó enormemente el concepto de división de poderes y el sometimiento de todo ellos a la ley, pero eso no impidió que las desigualdades sociales siguieran siendo escandalosas. El hecho de que el Estado apenas protegiera a los más débiles propiciaba la explotación brutal del trabajador en las fábricas, muchas de ellas lugares insalubres e inseguros, en las que se intentaba maximizar la fuerza de trabajo reduciendo costes, aunque hubo excepciones, intentos de crear sociedades utópicas o, al menos, más respetuosas con los derechos del obrero, como los de Robert Owen. Las numerosas revoluciones de la época fueron reprimidas, en algunos casos brutalmente, por el Estado, aunque poco a poco fueron mejorando las condiciones de los más débiles y profundizando en nuevos derechos que jamás se hubieran concedido sin la presencia de organizaciones obreras. Los primeros tímidos intentos de creación de un Estado de bienestar vinieron marcados por las protestas obreras y la voluntad de prevenir nuevas revoluciones. En este ambiente se gestaron las doctrinas socialistas que tanto marcarían el siglo XX, 

Las fábricas se convirtieron en microcosmos sociales:

"La gran novedad del siglo XIX fue sobre todo la fábrica, en su doble condición de gran centro de producción y de espacio de interacción social. Aquí surgieron formas de cooperación y jerarquías de poder que, más adelante, se difundieron en gran parte de la sociedad. La fábrica era un mero lugar de producción, separado materialmente de los hogares. Requería nuevas costumbres y ritmos laborales y una clase de disciplina que restringía bastante el contenido real de la idea del trabajo asalariado «libre». La fábrica se organizaba con división del trabajo, adecuándose de modos muy distintos a las posibilidades de los obreros. Desde el principio, se experimentó con métodos para incrementar la productividad, hasta que el estadounidense Frederick Winslow Taylor —ingeniero y además pionero en la asesoría empresarial— derivó de todo ello una teoría de la optimización psicofísica, el «taylorismo», que debía acelerar el proceso laboral y someter la gestión a un control más firme y una planificación «científica»."

Es indudable que el XIX fue un siglo de hegemonía europea. Los imperios británico y francés dominaban buena parte del mundo, incluyendo tierras muy remotas. El racionalismo científico, el fomento de la competitividad y el individualismo se empezaban a imponer al pensamiento cristiano tradicional, aunque durante muchas décadas ambos convivieron en bastante buena armonía, entre otras cosas porque el cristianismo era un factor fundamental civilizador de los habitantes de las tierras colonizadas. Quienes quisieran ascender en la nueva sociedad, debían aprender a comportarse como la gente de la metrópoli. El modelo de gentleman inglés hizo fortuna en este sentido. Todo ello, unido a la explotación de incontables hectáreas de cultivos y de minas, junto al desarrollo de industrias cada vez más eficientes, hicieron a Europa el actor indiscutiblemente dominante hasta que entró en la orgía autodestructiva de la Primera Guerra Mundial. 

La transformación del mundo es, ante todo, una obra ambiciosa, un ensayo cuyo principal afán es estudiar un ámbito temporal desde una perspectiva mundial, recurriendo a múltiples perspectivas y no solo a la occidental. Quizá en algunos momentos el excesivo tono académico de Osteerhammel sea un tanto disuasorio para algunos lectores, pero el esfuerzo se compensa por el conocimiento apabullante que muestra el autor de la economía, sociedad, religión, política y fuerza militar de las más diversas partes del globo, para poder realizar una interpretación lo más ajustada posible de las diversas realidades de la época. El volumen de notas y de bibliografía utilizadas dan fe de ello.

miércoles, 15 de abril de 2020

EL PRISIONERO DE ZENDA (1894), DE ANTHONY HOPE, DE JOHN CROMWELL (1937) Y DE RICHARD THORPE (1952). LO REAL Y SU DOBLE.

En estos tiempos de preocupación y confinamiento, no hay nada como una buena novela de aventuras para evadirse de la triste realidad. El prisionero de Zenda nos transporta a una época que se extinguió para siempre con la llegada de la Primera Guerra Mundial, la que echaba de menos melancólicamente Stefan Zweig en El mundo de ayer, un tiempo en el que el orden precario de Europa parecía fundamentarse en la existencia de casas monárquicas con siglos de existencia y una aristocracia que se dedicaba a la diversión y a los bailes mientras miraba de reojo a una pujante burguesía que desarrollaba todo su potencial económico y cultural. Era una época todavía romántica, en la que un caballero inglés podía vivir una aventura galante y emocionante en un país exótico de centroeuropa (una nación inventada, para más señas) y salir victorioso de ella sin haber alterado ni un ápice sus valores de honor, integridad e incluso fair play a la hora de enfrentarse a sus enemigos. 

Rudolf Rassendyll pertenece a una familia de la pequeña aristocracia británica. Se considera todavía joven y no sabe todavía qué esperar de la vida, a pesar de los amables consejos de sus familiares para que siente la cabeza. Lo que nunca esperaba Rudolf es que su viaje de placer a Ruritania se convirtiera en la más extraña de las aventuras cuando debe sustituir al rey secuestrado un día antes de su coronación (su increíble parecido al monarca tiene que ver con un affair vivido hace siglos por uno de los miembros de su familia) y mantener la sangre fría en dos asuntos fundamentales: mantener la mascarada ante sus súbditos y rescatar al prisionero sano y salvo para que las aguas vuelvan a su cauce. La novela de Hope contiene todos los ingredientes que hacen de este tipo de lecturas una experiencia irresistible, una vuelta a la infancia y a los valores puros que poco a poco se van perdiendo con la madurez. Aquí encontramos amores tan perfectos como imposibles, honor, fidelidad, valor, emboscadas, tiroteos y abundantes duelos a espada en el entorno inigualable del castillo de Zenda. Queda en la memoria el personaje de Rupert Hentzau, el malvado perfecto, vigoroso, encantador y traicionero a partes iguales.

Precisamente la interpretación de Hentzau, a cargo de James Mason, componiendo uno de los personajes más emblemáticos de su carrera, al que dotó de elegancia y un fino sentido del humor muy malicioso, en competencia con el de Stewart Granger, su vigoroso antagonista. La química entre los dos funcionó perfectamente para el duelo de espadas final se convirtiera en una secuencia mítica, haciendo de la versión de 1952 de El prisionero de Zenda uno de los grandes clásicos del cine de aventuras de una época irrepetible, a la altura de obras maestras como Robin de los bosques, Los tres mosqueteros o Scaramouche. Producciones filmadas en technicolor, perfectamente dirigidas y cuya mejor baza era la promesa al espectador de evadirse a mundos en los que todo era posible. La versión de 1937 también es muy estimable (la de 1952 calca secuencias enteras de ella). Bajo una correcta dirección de John Cromwell, destacan dos secundarios de lujo: David Niven y Douglas Fairbanks jr, que compone a un Hentzau menos matizado que el de Mason, pero muy cercano también al personaje de la novela. Como curiosidad cabe destacar una imagen de la Giralda sevillana en las celebraciones de la coronación del nuevo rey. 

martes, 14 de abril de 2020

viernes, 10 de abril de 2020

DRESDE 1945, FUEGO Y OSCURIDAD (2020), DE SINCLAIR McKAY, LA CIUDAD MÁRTIR.

A principios de 1945, el resultado de la guerra en Europa estaba ya decidido. Los Aliados presionaban a oeste y a este penetrando cada vez más en Alemania, mientras la Wehrmacht no hacía más que retroceder en todos los frentes, aunque Hitler todavía seguía apelando a una resistencia fanática. Algunos confiaban todavía ciegamente en la promesa de las armas secretas, pero la mayoría de los alemanes veía clara la derrota próxima, aunque no podían expresar tales pensamientos en público, a riesgo de perder la vida. Pero los males de Alemania no se limitaban al frente de batalla. Desde hace años, la población civil estaba sometida a tremendos bombardeos capaces de matar a miles de personas y destruir ciudades enteras en una sola noche. Urbes como Hamburgo o Colonia ya habían sido sometidas a esa prueba. Si bien en un primer momento, se intentaba que los bombardeos se orientaran a aniquilar la industria y las comunicaciones de Alemania, para la época que nos ocupa, los ejércitos habían perdido buena parte de sus escrúpulos morales y bombardear directamente a la población civil no se consideraba un crimen de guerra, sino un mal necesario, orientado a desmoralizar al enemigo, obligarlo a destinar recursos a la defensa de sus ciudades y, por consiguiente, acortar los plazos del conflicto.

Aunque ya había sido sometida a un par de bombardeos de baja intensidad, los habitantes de Dresde confiaban en que su ciudad sería preservada, ya que era una joya artística con, creían, poco valor militar. Dresde era una urbe refinada comparable con Florencia, llena de iglesias, museos e instituciones culturales. Su arquitectura se armonizaba perfectamente con el espléndido paisaje que la rodeaba y ni siquiera la llegada de los nazis al poder había hecho demasiada mella en su esplendorosa vida cultural, si bien para los judíos de la ciudad, de los cuales solo quedaban ya a comienzos de 1945 unos pocos centenares, la cosa había sido muy distinta. El muñón urbano que constituían los restos de la emblemática sinagoga, que había sido destruida unos años antes, recordaba a los paseantes quien era el amo de la ciudad. Para la lógica de los Aliados Dresde sí que se había convertido en un objetivo legítimo desde el punto de vista estratégico. La ciudad era un nudo de comunicaciones vital para el Este de Alemania y en aquella época estaba llena de refugiados y soldados heridos del frente ruso. Además, se estimaba que su industria de precisión era vital para el esfuerzo de guerra alemán, sobre todo a la hora de dotar de nuevas armas a aviones y submarinos. Además, el objetivo no era tanto matar a civiles como crear una ola de pánico incontenible, una especie de rebelión ciudadana que obligara a los dirigentes nazis a pedir la paz.

El bombardeo de Dresde ha quedado como símbolo de la barbarie no tanto por su intensidad (serían comparables o incluso peores los sufridos por ciudades como Hamburgo o Tokio), sino por la posibilidad de aniquilar la belleza construida durante muchos siglos en solo unas horas. Para los habitantes de Dresde, la noche fue un auténtico infierno. Los refugios en los que se resguardaron se convirtieron en trampas, debido al calor asfixiante que empezó a hacer en la calle por la acumulación de bombas incendiarias. Al final el calor intenso se convirtió en una tormenta de fuego de una altura de kilómetro y medio que arrasó con todo a su paso. En pocos minutos el centro de la ciudad se transformó en una inmensa extensión de ruinas irreconocible, sembrada de cadáveres quemados y desmembrados. En lugares como la estación de ferrocarril se vivieron escenas propias del infierno de Dante:

"Las escaleras que bajaban a la terminal y los túneles ya estaban atestadas; cuando, entre detonaciones demoledoras, el huracán de vidrio sobrecalentado del techo se combinó con las llamaradas abrasadoras de los andenes y los rellanos, el pánico creó una estampida desde ahí que se transmitió hasta aplastar a los de abajo. Las personas que estaban al pie de la escalera sufrieron el peso asfixiante y letal de docenas de cuerpos, mientras que las de arriba acabaron quemadas, desfiguradas y despedazadas por la metralla. Los gritos eran inútiles, o los testigos no los recordaban."

Para los que sobrevivieron al primer ataque, moverse por la ciudad era una tarea extremadamente difícil: calles enteras estaban en llamas, cascotes y cenizas ardientes hostigaban a los caminantes y el asfalto se derretía a su paso. La segunda oleada de bombardeos acabó de rematar lo poco que quedaba en pie y la tercera, ya por la mañana, acabó por exaltar los ánimos de los dredenses ante tamaño ensañamiento sobre su ciudad. ¿Cómo era posible tamaña crueldad sobre la población civil? McKay se detiene también a analizar la psicología de los jóvenes pilotos que ejecutaron la masacre. Era gente que se jugaba la vida todos los días, sabiendo que sus posibilidades de sobrevivir a la guerra eran escasas. Las incursiones en territorio enemigo eran terroríficas. Al continuo fuego antiáreo se sumaban los ataques de los cazas alemanes. Las misiones se planificaban con una precisión minuciosa, pero los pilotos sabían que eran muchos los factores que podían salir mal. En cualquier caso, si obviamos la enorme distancia que tuvieron que recorrer los bombarderos para llegar a su objetivo, la misión de Dresde resultó ser inusualmente fácil, puesto que ingleses y americanos apenas encontraron resistencia y pudieron machacar a placer el caldero hirviente visible a muchos kilómetros en el que se convirtió la capital sajona.

En realidad la mayoría de los pilotos sabían que Dresde era una maravilla arquitectónica, pero a esas alturas de la guerra, cuando ya habían sido destruídas ciudades históricas como Coventry o Rotterdam, los escrúpulos morales habían dejado paso a la necesidad de hacer lo que fuera preciso para ganar la guerra cuanto antes. Para Arthur Harris, comandante en jefe de la RAF y para algunos un criminal de guerra, la presión de bombardeos cada vez más devastadores sobre la población civil debilitarían al enemigo hasta el punto de obligarlo a pedir la paz, algo que al final no sucedió: hubo que conquistar el entero territorio alemán, Berlín incluida, para que Hitler se acabara suicidando. A pesar de la conmoción que produjo el ataque, la reacción alemana fue razonablemente eficaz dadas las circunstancias. Se utilizó a prisioneros de guerra (incluyendo al después famoso novelista Kurt Vonnegut), para retirar cadáveres y quemarlos en inmensas piras en el centro de la ciudad, así como para empezar a desescombrar las calles. Además, se consiguió restablecer el tráfico ferroviario en las inmediaciones para garantizar suministros y reubicar a refugiados. 

Sinclair McKay dedica los últimos capítulos a la recuperación de Dresde después del bombardeo y al debate moral que suscitó el mismo. Bajo el comunismo, la ciudad fue recuperándose poco a poco de sus heridas e incluso restaurando algunos de sus monumentos más emblemáticos, aunque no fue hasta 2005, ya bajo una Alemania reunificada cuando se culminó la asombrosa reconstrucción de la  Frauenkirche, la iglesia más emblemática de Dresde. Aunque su perfil nunca volverá a ser el mismo, Dresde ha logrado volver a ser un centro cultural de primer orden, un reflejo de su esplendoroso pasado. Dresde 1945, fuego y oscuridad es una crónica magistral de su momento más oscuro, un libro excelentemente bien escrito que es capaz, con estilo a la vez literario, periodístico e historiográfico, de hacer vivir al lector las sensaciones de los protagonistas de uno de los capítulos más luctuosos de la historia.

miércoles, 8 de abril de 2020

EL DIABLO COJUELO (1641), DE LUIS VÉLEZ DE GUEVARA. NOVELA DE LA OTRA VIDA.

Cuando uno lee literatura del Siglo de Oro español resulta asombrosa, además de la calidad y riqueza del lenguaje que se utiliza, nunca igualadas, la libertad de la que goza el escritor para realizar la más profunda crítica social. Bien es cierto que que los límites estaban en la Monarquía y en la Iglesia, aunque, si lo pensamos bien, la responsabilidad última de las miserias de España estaba en estas dos instituciones, que ejercían un dominio social férreo. La pobreza y la picaresca surgían de la necesidad de medrar por parte de unas clases sociales que no habían podido aprovecharse de las inmensas riquezas que llegaron a la Península durante todo el siglo XVI y que ahora, en época de decadencia y quiebra del Estado, ni siquiera podían apelar a veces a la limosna de los más acomodados. Toda esta literatura constituye una válvula de escape en la que se toma el pulso a la realidad desolada de un país cuyos habitantes deben hacer lo que sea necesario para sobrevivir en el día a día.

El diablo cojuelo comienza con el encuentro entre los dos protagonistas, un diablo del infierno, que dice ser de la mayor categoría, "el más celebrado en entrambos mundos" y un estudiante, don Cleofás, que escapa de la justicia después de protagonizar un encuentro amoroso prohibido. Como don Cleofás ha liberado de forma fortuito al diablo de su encierro, éste, agradecido, decide acompañarle a dar un paseo aéreo por los tejados de Madrid. Así, los va levantando y ambos pueden contemplar cómodamente las miserias cotidianas que viven sus habitantes: así, entre otras cosas, don Cleofás descubre que su dama no es tan virtuosa como pretendía. La vida oculta se muestra transparente y el disimulo de las apariencias sociales da paso a la triste realidad de la existencia poco virtuosa de los madrileños. Pero los prodigios no han hecho más que empezar y el diablo transporta a su nuevo amigo por el aire, nada menos que rumbo al Sur, a una Andalucía bullente de vida. En un determinado momento, el protagonista enseña a don Cleofás una panorámica de la región y describe de manera magistral las zonas por las que yo mismo suelo moverme y uno se siente abrumado por tanta historia como atesoran estos parajes:

"Ésta es Écija, la más fértil población de Andalucía —dijo el Diablillo—, que tiene aquel sol por armas a la entrada de esa hermosa puente, cuyos ojos rasgados lloran a Genil, caudaloso río que tiene su solar en Sierra Nevada, y después, haciendo con el Darro maridaje de cristal, viene a calzar de plata estos hermosos edificios y tanto pueblo de abril y mayo. De aquí fué Garci Sánchez de Badajoz, aquel insigne poeta castellano; y en esta ciudad solamente se coge el algodón, semilla que en toda España no nace, además de otros veinte y cuatro frutos, sin sembrallos, de que se vale para vender la gente necesitada; su comarca también es fertilísima. Montilla cae aquí a mano izquierda, habitación de los heroicos marqueses de Priego, Córdovas y Aguilares, de cuya gran casa salió, para honra de España, el que mereció llamarse Gran Capitán por antonomasia, y hoy a su Marqués ilustrísimo se le ha acrecentado la casa de Feria, por morir sin hijos aquel gran portento de Italia, que malogró la Fortuna, de envidia; cuyo gran sucesor, siendo mudo, ocupa a grandezas en silencio elocuente las lenguas de la Fama. Más abajo está Lucena, del Alcaide de los Donceles, Duque de Cardona, en cuyo océano de blasones se anegó la gran casa de Lerma. Luego, Cabra, celebrada por su sima, tan profunda como la antigüedad de sus dueños, pregona con las lenguas de sus almenas, que es del ínclito Duque de Sesa y Soma, y que la vive hoy su entendido y bizarro heredero. Luego Osuna se ofrece a la demarcación destos ilustres edificios, blasonando con tantos maestres Girones la altivez de sus duques; y veinte y dos leguas de aquí cae la hermosísima Granada, paraíso de Mahoma, que no en vano la defendieron tanto sus valientes africanos españoles, de cuya Alhambra y Alcazaba es alcaide el nobilísimo Marqués de Mondéjar, padre del generoso conde de Tendilla, Mendozas del Ave María y credo de los caballeros. No nos olvidemos, de camino, de Guadix, ciudad antigua y celebrada por sus melones, y mucho más por el divino ingenio del doctor Mira de Mescua, hijo suyo y arcediano."

Una Andalucía pobre de solemnidad, llena de pícaros y bribones, pero también con una gran cantidad de condes, duques y marqueses, parásitos de la Corte que se dedican a explotar ociosos enormes extensiones de tierra. Desde el punto de vista del Diablo Cojuelo, todo es diversión porque todo es confusión. El orden social no existe y solo pueden medrar los que han nacido de alta cuna o los que son capaces de ejercitar de manera más magistral el arte del engaño. No falta en la novela una visita a una especie de Corte de los Milagros de la picaresca sevillana, uno de los muchos lances quevedescos y cervantinos que están presentes en la obra. El Diablo Cojuelo, que no se divide en capítulos, sino en trancos, es una narración plenamente moderna, experimental y magistral en su conjunción de lo mágico, lo esperpéntico y el más detallado realismo. 

domingo, 5 de abril de 2020

HACER EL MAL (2019), DE JULIA SHAW. UN ESTUDIO SOBRE NUESTRA INFINITA CAPACIDAD DE HACER DAÑO.

El del mal es un concepto líquido como pocos. Lo que para unos es terrible, en otros lugares puede ser completamente lícito y respetable. Hay países y épocas que han considerado, por ejemplo, a la homosexualidad como el mayor de los males, actuando para su erradicación con la mayor brutalidad. Cualquier occidental de hoy día tendrá la convicción de que aquí el malo es el represor, no el reprimido. Quizá muchas prácticas cotidianas que hoy día damos por sentadas, como el comer carne de animales, en el futuro se consideren aberraciones y señalen a nuestra época como una época malvada. 

La doctora Shaw comienza su libro transmitiéndonos la idea fundamental de que todos podemos ser malos de un modo u otro. Todos actuamos alguna vez con mezquindad, engañamos y tenemos pensamientos perturbadores. Aunque esta realidad nos parezca algo terrible, su aceptación como algo enteramente humano nos permite dar el primer paso para entender el concepto de maldad. Quizá las peores personas son las que carecen de herramientas para reprimir sus más bajos instintos, herramientas que se encuentran fundamentalmente en la corteza prefrontal de nuestros cerebros. Shaw hace referencia en este sentido a los experimentos más clásicos acerca de la maldad humana: el de Milgram y el de Zimbardo, que probaron que la mayoría de nosotros somos capaces de cometer actos perversos y de deshumanizar al otro si nos lo ordena una autoridad o si nos invisten de cierto poder sobre los otros. El caso emblemático de Eichmann probó que cualquier ser gris puede participar sin muchos dilemas morales en una maquinaria de exterminio, sobre todo si sus tareas son burocráticas y no se encarga directamente de las ejecuciones. 

Uno de los puntos a los que más presta atención Shaw es la apreciación social a lo largo del tiempo de lo que es normal o no en materia de sexo. Aunque nos encontremos en la época más liberal de la historia, siguen existiendo muchos tabúes al respecto. Las fantasías y el fetichismo sexual son realidades absolutamente frecuentes en los seres humanos, pero se reprimen en muchas ocasiones, porque nadie quiere ser señalado como pervertido, sobre todo cuando dichas fantasías serían socialmente inaceptables. En cualquier caso, la autora señala que, al igual que los deseos de asesinar a alguien que alguna vez nos pueden asaltar, normalmente tampoco hay intención real de poner estos pensamientos en práctica.

Algunas de las afirmaciones del libro quizá sean más discutibles, como que la mayor agresividad que se da en el sexo masculino porque "la sociedad cría a los niños para que sean más desinhibidos, agresivos y físicamente más activos que las niñas", cuando está claro que esto tiene mucho más que ver con la biología y con la herencia de nuestros antepasados que con las costumbres sociales. Esto se acentúa cuando Shaw pone al concepto de machismo como panacea de todos los males de la sociedad, exagerando, a mi entender, cuando afirma que las agresiones sexuales gozan de mucha aceptación social:

"El asalto sexual ocurre al menos en parte porque las personas albergan puntos de vista fundamentales, compartidos por una gran porción de nuestra sociedad, que los hacen parecer como comportamientos aceptables, comprensibles o al menos tolerables. Nosotros, como sociedad, perpetuamos un conjunto de valores misóginos que tienen raíces tan perversas que solo pueden hacer daño.

Todos ayudamos a convertir a los hombres en depredadores sexuales.

Todos somos culpables, aunque algunos más que otros. ¿Cómo? Empieza con cosas pequeñas, el machismo cotidiano, que crea una cultura generalizada de objetivación, acoso y agresión sexual. Tanto las mujeres como los hombres se involucran en una serie de conductas que hacen que el maltrato de las mujeres parezca algo correcto.

Como cuando conoces a una mujer y le dices que es atractiva, luego que es interesante o inteligente. Cuando te ríes de las bromas en el trabajo que implican que Suzie es una puta o Amanda es una perra. Cuando te enojas si una mujer no quiere dormir contigo y le dices que es una calentorra. Cuando asumes que las mujeres no quieren sexo, por lo que los hombres tienen que persuadirlas para que lo tengan. Cuando te molesta que una mujer te haya puesto en la «zona de amigos». Cuando asumes que por pagar una cena, una bebida o comprar un regalo tienes derecho a tener relaciones sexuales.

Pero ¿cómo puede todo esto llevar a una violación? La sociedad enseña a los hombres que el maquillaje en nuestras caras es para ellos. Que la ropa que llevamos es para ellos. Que nuestros cuerpos son para ellos.

(...) Desafortunadamente las estadísticas muestran que el asalto sexual es tan frecuente que si enviáramos a todos los perpetradores a una isla remota, veríamos que nuestra población se reduciría drásticamente. Quienes asaltan sexualmente a otros son personas normales, son nuestros hermanos, padres, hijos, amigos y parejas"

Definir a nuestra sociedad como un conjunto de seres que conspiran para que "el maltrato de las mujeres parezca algo correcto", podía ser válido en épocas pretéritas (y aun así con algunos matices), pero hacerlo ahora, cuando existe un amplio consenso en desarrollar políticas de prevención y respuesta contra los agresores (que siguen siendo una minoría social y ampliamente estigmatizada por la gran mayoría), resulta bastante perturbador. También la idea de que el testimonio de una mujer debe ser suficiente para condenar a alguien. Es malvada la idea de poner en cuestión uno de los grandes principios de nuestras sociedades democráticas: la presunción de inocencia y el derecho a la defensa. En realidad, el rigor científico mostrado en capítulos precedentes oscila aquí hacia una ideología determinada que parece basarse en la idea del hombre como agresor sexual en potencia

Esto último no es obstáculo para que en líneas generales Hacer el mal sea un libro muy bien escrito y capaz de transmitir con rigor ciertas ideas básicas sobre la psicología del mal, porque sí que consigue casi en su totalidad su propósito de comprender mejor el lado oscuro de la humanidad.

jueves, 2 de abril de 2020

LA CONJURA CONTRA AMÉRICA (2004), DE PHILIP ROTH. EL ÁNGEL CAÍDO.

Charles Lindbergh es un ejemplo emblemático de héroe caído en desgracia, un ciudadano estadounidense que realizó una hazaña sin precedentes (cruzando el Atlántico en un vuelo sin escalas en 1927) y que pocos años después se ganó la compasión de toda la nación cuando perdió a su hijo pequeño en un sórdido caso de secuestro y asesinato. Pues bien, Lindbergh fue perdiendo poco a poco ese capital de admiración cuando se fue acercando a los grupos fascistas estadounidenses y expresó sin reservas sus simpatías por Adolf Hitler. Su ideal político era totalmente aislacionista: era un líder de opinión que predicaba que a Estados Unidos no se le había perdido nada en las guerras europeas y que su posición debía ser de estricta neutralidad, aun sabiendo que dicha política solo podía conducir a una victoria total de las fuerzas del Eje. En sus Diarios, Lindbergh había dejado escritas perlas como ésta:

"Ya hay demasiados judíos en lugares como Nueva York. Unos pocos aportan fuerza y carácter a un país, pero demasiados crean caos. Y ya tenemos demasiados."

En La conjura contra América, Roth imagina una especie de distopía en la que Charles Lindbergh se presenta a la presidencia de Estados Unidos, en los albores de la Segunda Guerra Mundial y consigue una victoria aplastante con sus tesis aislacionistas por bandera. La comunidad judía de Newark en la que vive el protagonista se inquieta. Por lo pronto, la vida sigue como siempre, aunque hay ciudadanos que empiezan a mirarlos mal. El padre de Philip, con inquietudes políticas, lo tiene claro: el modelo que va a implantar el nuevo presidente se va a inspirar en el alemán, solo que tendrá que ir haciendo que el odio a los judíos se instale poco a poco entre sus ciudadanos, ya que hay pocos precedentes de pogromos en el país. Bajo la mirada todavía inocente del joven Philip, de ocho años, la tensión en el país va subiendo, hasta desembocar en la desaparición del presidente, una especie de golpe de Estado auspiciado por el ala más ultra del gobierno y una explicación un tanto rocambolesca a todo lo sucedido.

El punto fuerte de la novela de Roth es que tiene mucho de costumbrista, lo que le da el toque de realismo necesario para hacer verosímil "el terror de lo imprevisto es lo que oculta la ciencia de la historia, que transforma el desastre en épica", es decir, esas desviaciones de la historia que siempre son posibles y que llegan a torcer lo que se supone que debería ser el transcurrir lógico de los acontecimientos. Además, el autor de Patrimonio, profundo conocedor de las visicitudes políticas de la época, otorga un papel relevante en la trama a personajes históricos como Fiorello La Guardia, Franklin Roosevelt o Joachim Von Ribbentrop. Imaginar unos Estados Unidos dominados por el fascismo no constituye un ejercicio tan de ciencia ficción (solo hay que mirar al actual titular de la presidencia), pero que eso ocurriera en los años cuarenta tenía un plus de peligrosidad, en un contexto dominado por los éxitos del Tercer Reich en la conquista del continente europeo. Dejar sola a Gran Bretaña en esa tesitura hubiera constituido un desastre sin paliativos para el bando democrático. La serie de David Simon basada en la novela, cuyo primer capítulo ya he tenido la oportunidad de ver, parece que hace justicia a esta magnífica obra.