domingo, 31 de agosto de 2014
EN DEFENSA DE LA INTOLERANCIA (2007), DE SLAVOJ ZIZEK. LA TRAMPA DEL PENSAMIENTO ÚNICO.
Un título tan llamativo como En defensa de la intolerancia solo podía venir de manos de Slavoj Zizek, el filósofo que, junto a Zygmunt Bauman, es el más leído y estudiado en la actualidad. Zizek no es un pensador que frene ante lo políticamente correcto. Él puede sacar partido a fragmentos de pensadores tan heterodoxos como Stalin o Robespierre. El cine también es una gran fuente de inspiración para él. Nuestro mundo, tan globalizado y repleto de toda clase de estímulos e información accesible, necesita de gente sabia que ordene nuestra realidad y sea capaz de interpretarla. Para ello hacen falta dos cualidades: inteligencia y falta de escrúpulos (esto último en el mejor sentido del término, falta de escrúpulos para poder escribir la verdad, o al menos lo que sinceramente se estima como cierto).
Algo que me llama poderosamente la atención de esta obra es que usa continuamente el término postpolítica para describir la época actual. La postpolítica sería algo así como aplicar a la política la famosa frase de El gatopardo: que todo cambie para que todo siga igual. Los políticos y su frenética actividad tienen más presencia que nunca en nuestras vidas, en nuestros medios de comunicación, inmersos en un debate que no parece terminar nunca y que, al vez, casi siempre adolece de falta de profundidad y es intelectualmente pobre. El objetivo es claro: hablar de todo, también de economía, pero respecto a esta última materia, encogerse de hombros y pronunciar oscuros discursos utilizando eufemismos acerca de los mercados, la austeridad y los sacrificios futuros, siempre desde una impotencia mal disimulada que busca eternizar el status quo, sustituyendo la responsabilidad del Estado por la de unos individuos (los ciudadanos, a los que se define como plenamente libres y responsables) que poco pueden hacer para defenderse de las todopoderosas multinacionales, que dominan el mercado (es decir, el mundo), un mercado que, como sucede con las religiones primitivas, necesita constantemente de sacrificios humanos para aplacar sus ciclos de ira destructiva:
"La primera generación de los teóricos de la Escuela de Frankfurt llamó la atención, allá por los años treinta, sobre el modo en que, precisamente cuando las relaciones del mercado global empezaban a ejercer toda su dominación, de modo que el éxito o fracaso del productor individual pasaban a depender de los ciclos completamente incontrolables del mercado, se extendió, en la "ideología capitalista espontánea", la idea del "genio de los negocios" carismático, es decir, se atribuía el éxito del empresario a algún misterioso algo más que sólo él tenía. ¿No es cada vez más así, ahora, cuando la abstracción de las relaciones de mercado que rigen nuestras vidas ha alcanzado el paroxismo? El mercado del libro está saturado con manuales de psicología que nos enseñan a tener éxito, a controlar la relación con nuestra pareja o nuestro enemigo: manuales, en definitiva, que cifran la causa del éxito en la "actitud". De ahí que se pueda dar la vuelta a la conocida frase de Marx: en el capitalismo de hoy, las "relaciones entre las cosas" objetivas del mercado suelen adoptar la forma fantasmagórica de las "relaciones entre personas" seudo-personalizadas."
Pero para que todo esto sea posible, es mejor hacerlo con un rostro amable. Se debe garantizar la tolerancia, la libertad de pensamiento, de religión. Todo es debatible... menos la política económica, cuyos arcanos pocos conocen y menos todavía son capaces de controlar. Nuestro mundo se parece mucho más al que vaticinó Huxley que al del Gran Hermano de Orwell. Mientras se apela al multiculturalismo, las multinacionales van colonizando distintos países (también el nuestro) para amoldarlos a su imagen y semejanza.
Como persona nacida en el bloque del Este, Zizek se lamenta de las oportunidades perdidas después de la caída del muro de Berlín. El vigoroso movimiento en pos de las libertades, que pretendía convertir a los habitantes de estos países en ciudadanos de pleno derecho de Estados democráticos, al final han conseguido que estos, en su mayoría, se hayan transformado en empobrecidos consumidores de bienes occidentales, cuyos políticos rara vez dan con la tecla (si es que la buscan) del bienestar general. Además, el tan cacareado acceso a la información a veces es oscuro. Hay tanto donde mirar, que lo más lógico es perderse bajo el peso de tantas noticias y opiniones. ¿Quién puede estar seguro de lo que realmente está sucediendo en Ucrania o en Irak? ¿De quienes debemos ser partidarios? ¿Quién es el auténtico beneficiario de estos conflictos?
Hay un término que ha hecho fortuna para referirse al mundo de hoy día: la sociedad del riesgo. Jamás el ser humano ha podido controlar los riesgos inesperados a los que se enfrenta en el día a día, pero nunca se ha enfrentado a la destrucción total del planeta provocada por las acciones humanas. Ni siquiera sabemos si es un riesgo real, pero sí que es una posibilidad cierta. No somos omnipotentes y seguramente jamás llegaremos a serlo. Pero sí que podemos organizarnos mejor, comenzar un debate público sin interferencias y, sobre todo, empezar a pensar qué se hace con la economía, esa ciencia gamberra y descontrolada, que provoca desastres sin responsables. Debemos desterrar ese término con el que se nos bombaredea desde hace ya demasiado, ese fin de las ideologías, que solo nos lleva al callejón sin salida de la preponderancia absoluta de las multinacionales. Pregunten a los expertos del FMI qué hay que hacer ante una situación de crisis económica, siempre responderán lo mismo, sea cual sea la naturaleza de dicha crisis: facilitar el despido, flexibilidad laboral y menos impuestos para los más ricos. Ante esta penosa realidad, la economía también debe politizarse y deben establecerse regulaciones y controles a la misma por parte de gente responsable y no nos vuelva a sorprender en pañales una crisis devastadora como la actual:
"La gran novedad de nuestra época post-política del "fin de la ideología" es la radical despolitización de la esfera de la economía: el modo en que funciona la economía (la necesidad de reducir el gasto social, etc.) se acepta como una simple imposición del estado objetivo de las cosas. Mientras persista esta esencial despolitización de la esfera económica, sin embargo, cualquier discurso sobre la participación activa de los ciudadanos, sobre el debate público como requisito de la decisión colectiva responsable, etc. quedará reducido a una cuestión "cultural" en tomo a diferencias religiosas, sexuales, étnicas o de estilos de vida alternativos y no podrá incidir en las decisiones de largo alcance que nos afectan a todos. La única manera de crear una sociedad en la que las decisiones de alcance y de riesgo sean fruto de un debate público entre todos los interesados, consiste, en definitiva, en una suerte de radical limitación de la libertad del capital, en la subordinación del proceso de producción al control social, esto es, en una radical re-politización de la economía."
viernes, 29 de agosto de 2014
14 (2013), DE JEAN ECHENOZ. LA GUERRA ÍNTIMA.
En un artículo reciente, el crítico de cine Carlos Boyera confesaba la adicción que le produjo Jean Echenoz, después de la lectura de 14, hasta el punto de que tuvo que hacerse con toda la obra del autor francés para, literalmente, devorar una novela tras otra. Y es que, bajo la aparente sencillez de la escritura de Echenoz, de su gusto por el minimalismo, late nada menos que la pasión por describir el pulso de la vida cotidiana en un momento decisivo para el devenir histórico, que sucedía ahora justamente un siglo: el comienzo de la Primera Guerra Mundial.
Es bien conocido que las primeras noticias del conflicto fueron recibidas con alborozo por los ciudadanos de los diversos países implicados. La guerra se veía más como una competición deportiva que duraría unas pocas semanas que como el horror absoluto en el que pronto se iba a convertir:
"Todos parecían encantados con la movilización: discusiones enfebrecidas, risas desmesuradas, himnos y fanfarrias, exclamaciones patrióticas entreveradas de relinchos."
La novela de Echenoz comienza de una manera idílica, con el protagonista pedaleando por los montes de la Vendée. En un determinado momento, desde las alturas, advierte que todos los campanarios de los pueblos que divisa desde las alturas comienzan a repicar al unísono: la guerra se ha declarado. No hay vuelta atrás, los dirigentes europeos, afectados por una tremenda miopía y un desprecio infinito por las vidas de sus ciudadanos, prefieren discutir sus diferencia en el campo de batalla, aunque ellos personalmente queden resguardados en sus palacios.
Los primeros momentos del alistamiento oscilan entre la confusión, el nerviosismo y la confianza en una victoria fácil. Todavía es posible el patriotismo, cantar al unísono mientras se marcha al encuentro del enemigo. Pronto toda esta falsa seguridad se desmoronará como un castillo de naipes cuando Anthime, el soldado de a pie, afronte la brutalidad de la guerra industrializada, dominada por armas cada vez más perfeccionadas: la ametralladora, el avión y, lo que es peor, los gases tóxicos. Pronto el conflicto se iba a estabilizar en una red de trincheras que atravesaban Francia de norte a sur. Sus defensores estarían expuestos al peor de los infiernos: bombardeos permanentes, ineptitud de sus propios mandos, falta de higiene (los piojos y las ratas eran uno de los peores tormentos que tenía que afrontar el soldado) y los problemas mentales que indudablemente se derivaban de todo ello, que eran comúnmente calificados como cobardía por unos mandos absolutamente insensibles, a los que solo les interesaba evocar un patriotismo hecho a su medida.
A Echenoz le interesa sobre todo mostrar los sentimientos de aquellas personas de vidas ordinarias que de pronto se vieron atrapadas en un callejón sin salida de atrocidades. Las posibilidades de salir indemne de aquello eran escasas - sobre todo en ciertos sectores del frente - por lo que quien, por ejemplo, perdía un brazo por la explosión de un proyectil y era evacuado, suscitaba la envidia de sus compañeros. Poco más se puede decir que nos pueda dar una idea de la pérdida creciente de lo que cotidianamente conocemos como humanidad que sufrieron estos hombres. En cualquier caso, por mucho que leamos sobre ello, jamás podremos hacernos una idea de lo que significaba realmente vivir esa realidad día tras día. Si las guerras suelen tener poca justificación, la del 14 fue particularmente innecesaria, sobre todo porque todos los bandos salieron perdiendo y los odios quedaron en barbecho hasta veinte años después, cuando Hitler desató un nuevo apocalipsis que tenía mucho de revancha. Sirva la narración de Echenoz para homenajear a tanta gente corriente que fue engullida por un conflicto cuyo sentido jamás pudieron entender del todo, más allá de la intolerable agresión a sus propias personas.
Es bien conocido que las primeras noticias del conflicto fueron recibidas con alborozo por los ciudadanos de los diversos países implicados. La guerra se veía más como una competición deportiva que duraría unas pocas semanas que como el horror absoluto en el que pronto se iba a convertir:
"Todos parecían encantados con la movilización: discusiones enfebrecidas, risas desmesuradas, himnos y fanfarrias, exclamaciones patrióticas entreveradas de relinchos."
La novela de Echenoz comienza de una manera idílica, con el protagonista pedaleando por los montes de la Vendée. En un determinado momento, desde las alturas, advierte que todos los campanarios de los pueblos que divisa desde las alturas comienzan a repicar al unísono: la guerra se ha declarado. No hay vuelta atrás, los dirigentes europeos, afectados por una tremenda miopía y un desprecio infinito por las vidas de sus ciudadanos, prefieren discutir sus diferencia en el campo de batalla, aunque ellos personalmente queden resguardados en sus palacios.
Los primeros momentos del alistamiento oscilan entre la confusión, el nerviosismo y la confianza en una victoria fácil. Todavía es posible el patriotismo, cantar al unísono mientras se marcha al encuentro del enemigo. Pronto toda esta falsa seguridad se desmoronará como un castillo de naipes cuando Anthime, el soldado de a pie, afronte la brutalidad de la guerra industrializada, dominada por armas cada vez más perfeccionadas: la ametralladora, el avión y, lo que es peor, los gases tóxicos. Pronto el conflicto se iba a estabilizar en una red de trincheras que atravesaban Francia de norte a sur. Sus defensores estarían expuestos al peor de los infiernos: bombardeos permanentes, ineptitud de sus propios mandos, falta de higiene (los piojos y las ratas eran uno de los peores tormentos que tenía que afrontar el soldado) y los problemas mentales que indudablemente se derivaban de todo ello, que eran comúnmente calificados como cobardía por unos mandos absolutamente insensibles, a los que solo les interesaba evocar un patriotismo hecho a su medida.
A Echenoz le interesa sobre todo mostrar los sentimientos de aquellas personas de vidas ordinarias que de pronto se vieron atrapadas en un callejón sin salida de atrocidades. Las posibilidades de salir indemne de aquello eran escasas - sobre todo en ciertos sectores del frente - por lo que quien, por ejemplo, perdía un brazo por la explosión de un proyectil y era evacuado, suscitaba la envidia de sus compañeros. Poco más se puede decir que nos pueda dar una idea de la pérdida creciente de lo que cotidianamente conocemos como humanidad que sufrieron estos hombres. En cualquier caso, por mucho que leamos sobre ello, jamás podremos hacernos una idea de lo que significaba realmente vivir esa realidad día tras día. Si las guerras suelen tener poca justificación, la del 14 fue particularmente innecesaria, sobre todo porque todos los bandos salieron perdiendo y los odios quedaron en barbecho hasta veinte años después, cuando Hitler desató un nuevo apocalipsis que tenía mucho de revancha. Sirva la narración de Echenoz para homenajear a tanta gente corriente que fue engullida por un conflicto cuyo sentido jamás pudieron entender del todo, más allá de la intolerable agresión a sus propias personas.
martes, 26 de agosto de 2014
LA CAVERNA (2000), DE JOSÉ SARAMAGO. EL ARTESANO Y EL TEMPLO.
A casi todo el mundo le gustan los centros comerciales. Nos atraen porque son edificios hechos a escala humana, para satisfacer necesidades humanas y estimular nuestro siempre latente apetito consumista. Cuando entramos en un día especialmente caluroso o frío nos reconforta su temperatura perfecta. Mientras paseamos por sus pasillos, nos sentimos seguros, porque hay personal de vigilancia bien visible. Nadie nos presiona directamente para comprar. Podemos recrearnos en las tiendas y supermercados cuanto queramos, aunque en el fondo sepamos que estamos rodeados de estímulos que nos incitan a consumir. Uno puede pasar una tarde muy agradable sin salir de los muros de este templo del consumo, sin ni siquiera enterarse del tiempo que hace fuera. Puede almorzar, tomar café, ir a visitar tiendas de moda, ver una película, hacer la compra de la semana en el supermercado y aun pasar un rato jugando con máquinas recreativas, tomando copas en un pub o bailando en una discoteca. Saramago ha imaginado un enorme centro comercial, en continua expansión, como personaje a la vez seductor y amenazante en su novela:
" (...) no exagero nada afirmando que el Centro, como perfecto distribuidor de bienes materiales y espirituales que es, acaba generando por sí mismo y en sí mismo, por pura necesidad, algo que, aunque esto pueda chocar a ciertas ortodoxias más sensibles, participa de la naturaleza de lo divino, También se distribuyen allí bienes espirituales, señor, Sí, y no se puede imaginar hasta qué punto los detractores del Centro, por cierto cada vez menos numerosos y cada vez menos combativos, están absolutamente ciegos para con el lado espiritual de nuestra actividad, cuando la verdad es que gracias a ella la vida adquiere un nuevo sentido para millones y millones de personas que andaban por ahí infelices, frustradas, desamparadas, es decir, se quiera o no se quiera, créame, esto no es obra de materia vil, sino de espíritu sublime."
Frente al centro comercial, encontramos al protagonista de La caverna, el maduro artesano Cipriano Algor, representante de las formas de vida de tradicionales, alfarero que depende del centro para vender su trabajo y que a la vez intenta mantenerse lo más alejado posible de su principal y único cliente (su contrato con el centro exige que no venda a nadie más el producto de su trabajo), por lo que solo hace sus visitas al mismo cuando es estrictamente necesario. Los representantes del centro no mantienen una relación desagradable con él, sino simplemente de negocios y, como todos, Cipriano Algor debe someterse a la ley de la oferta y la demanda. Y su producto, la cerámica manufacturada, se está quedando obsoleto. Pero esto no quiere decir que las relaciones de Cipriano con el centro vayan a darse por concluidas. Muy al contrario, se verá obligado a trasladarse a vivir dentro de sus inmensas instalaciones junto a su hija, cuando su yerno sea nombrado vigilante interno.
En La caverna, el centro comercial es presentado como la catedral de la nueva religión del consumo. Es un edifico inmenso, voraz e insaciable, que va devorando calles de la ciudad en su infinita expansión. Los que viven dentro de sus muros son los afortunados, los que tienen de todo a su alcance, los que cuentan con protección. Fuera, la vida es decadente, hay barrios de chabolas y delincuencia. En los pasillos climatizados del centro uno puede pasear durante años y descubrir siempre nuevas diversiones, nuevas actividades que realizar, incluso acudir a simuladores de lluvia, nieve y viento sin tener que salir al exterior. Es un descubrimiento subterráneo el que va a golpear definitivamente la vida de los personajes, que se van a sentir como aquel prisionero desencadenado del mito de la caverna de Platón que descubre de pronto la verdad, o más bien la falsedad en la que ha estado viviendo hasta ese momento junto a sus compañeros, prisioneros sin ser conscientes de ello. Pero el drama del que atisba la verdad es el mismo que el de Casandra en La Eneida: sus palabras provocarán hostilidad y será tomado por necio o loco extravagante.
La de Saramago es claramente una narración simbólica, repleta de metáforas alusivas a un tiempo de primacía absoluta del mercado sobre el individuo, una distopía que a veces se disfraza de retrato costumbrista, a la par que filosófico y que tiene mucho más que ver con Aldous Huxley que con George Orwell. No hay que tomar muy en serio los diálogos de los personajes, en el sentido de que son poco realistas y demasiado elevados, en consonancia con dicho simbolismo. Respecto al estilo del escritor portugués, como de costumbre, es heterodoxo, pero en mi caso, me parece una lectura fluida y cómoda, a pesar de que sus páginas, a primera vista, puedan parecer muy densas. La caverna no llega al nivel de otras novelas de Saramago, como Ensayo sobre la ceguera, pero acercarse a este libro sigue siendo una experiencia recomendable, porque siempre se acaba sacando provecho de sus lúcidas reflexiones.
" (...) no exagero nada afirmando que el Centro, como perfecto distribuidor de bienes materiales y espirituales que es, acaba generando por sí mismo y en sí mismo, por pura necesidad, algo que, aunque esto pueda chocar a ciertas ortodoxias más sensibles, participa de la naturaleza de lo divino, También se distribuyen allí bienes espirituales, señor, Sí, y no se puede imaginar hasta qué punto los detractores del Centro, por cierto cada vez menos numerosos y cada vez menos combativos, están absolutamente ciegos para con el lado espiritual de nuestra actividad, cuando la verdad es que gracias a ella la vida adquiere un nuevo sentido para millones y millones de personas que andaban por ahí infelices, frustradas, desamparadas, es decir, se quiera o no se quiera, créame, esto no es obra de materia vil, sino de espíritu sublime."
Frente al centro comercial, encontramos al protagonista de La caverna, el maduro artesano Cipriano Algor, representante de las formas de vida de tradicionales, alfarero que depende del centro para vender su trabajo y que a la vez intenta mantenerse lo más alejado posible de su principal y único cliente (su contrato con el centro exige que no venda a nadie más el producto de su trabajo), por lo que solo hace sus visitas al mismo cuando es estrictamente necesario. Los representantes del centro no mantienen una relación desagradable con él, sino simplemente de negocios y, como todos, Cipriano Algor debe someterse a la ley de la oferta y la demanda. Y su producto, la cerámica manufacturada, se está quedando obsoleto. Pero esto no quiere decir que las relaciones de Cipriano con el centro vayan a darse por concluidas. Muy al contrario, se verá obligado a trasladarse a vivir dentro de sus inmensas instalaciones junto a su hija, cuando su yerno sea nombrado vigilante interno.
En La caverna, el centro comercial es presentado como la catedral de la nueva religión del consumo. Es un edifico inmenso, voraz e insaciable, que va devorando calles de la ciudad en su infinita expansión. Los que viven dentro de sus muros son los afortunados, los que tienen de todo a su alcance, los que cuentan con protección. Fuera, la vida es decadente, hay barrios de chabolas y delincuencia. En los pasillos climatizados del centro uno puede pasear durante años y descubrir siempre nuevas diversiones, nuevas actividades que realizar, incluso acudir a simuladores de lluvia, nieve y viento sin tener que salir al exterior. Es un descubrimiento subterráneo el que va a golpear definitivamente la vida de los personajes, que se van a sentir como aquel prisionero desencadenado del mito de la caverna de Platón que descubre de pronto la verdad, o más bien la falsedad en la que ha estado viviendo hasta ese momento junto a sus compañeros, prisioneros sin ser conscientes de ello. Pero el drama del que atisba la verdad es el mismo que el de Casandra en La Eneida: sus palabras provocarán hostilidad y será tomado por necio o loco extravagante.
La de Saramago es claramente una narración simbólica, repleta de metáforas alusivas a un tiempo de primacía absoluta del mercado sobre el individuo, una distopía que a veces se disfraza de retrato costumbrista, a la par que filosófico y que tiene mucho más que ver con Aldous Huxley que con George Orwell. No hay que tomar muy en serio los diálogos de los personajes, en el sentido de que son poco realistas y demasiado elevados, en consonancia con dicho simbolismo. Respecto al estilo del escritor portugués, como de costumbre, es heterodoxo, pero en mi caso, me parece una lectura fluida y cómoda, a pesar de que sus páginas, a primera vista, puedan parecer muy densas. La caverna no llega al nivel de otras novelas de Saramago, como Ensayo sobre la ceguera, pero acercarse a este libro sigue siendo una experiencia recomendable, porque siempre se acaba sacando provecho de sus lúcidas reflexiones.
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domingo, 24 de agosto de 2014
LAS ISLAS DE LA PRUDENCIA.
Como todos hemos nacido como seres morales y jamás sentimos atrofiada nuestra capacidad de juzgar, es lógico que, ante cualquier caso que llame nuestra atención, nos lancemos a la menor ocasión a opinar acerca de hechos recién sucedidos - nuestra sociedad exige cada vez más inmediatez y menos reflexión - de los que no hemos sido testigos y de los que carecemos de los más mínimos elementos de juicio. Nos basta con que los medios, ansiosos de ofrecer noticias que generen una súbita indignación, aseguren que algo ha sucedido, sin haber contrastado información alguna, para que lo que debería tratarse con la más elemental prudencia, se convierta en hechos probados y condenados y sus autores en unos monstruos merecedores de un castigo ejemplar, dado lo evidente del delito, dado que sus propios rostros criminales son la mayor evidencia del mismo.
El mismo día de la supuesta violación múltiple de la feria de Málaga empecé a ver en facebook y otras redes sociales fotos de los supuestos criminales, conminando a que se compartieran, quizá para que los ciudadanos de bien tengan más fácil ejercitar la justicia por su mano si se los encuentran por la calle. La ola de indignación creció con las imágenes de los familiares de los acusados acudiendo a apoyarlos a las puertas del juzgado. A veces me pregunto que es lo que mueve a tanta gente a maldecir públicamente a cualquier presunto autor de los crímenes que consideramos más abominables - violaciones, asesinatos, pederastia - y a su vez a apoyar a políticos del partido propio cuando son acusados de corrupción. Parece que hay ciertos delitos que producen una especial fascinación y morbosidad en gran número de personas, que reaccionan expresando públicamente su repudio y maldiciendo a sus presuntos autores. Siempre limpia la propia conciencia comprobar que por ahí se mueven personas mucho peores que uno mismo, que dejan nuestras malas acciones en meras anécdotas. Quizá esa es la causa de tanto grito en internet y en la puerta de los juzgados. La gente quiere que se sepa que ellos están del lado de la decencia. Podría ser una reminiscencia de los tiempos inquisitoriales, cuando convenía que los demás nos vieran como buenos cristianos, por nuestras acciones e incluso por nuestros pensamientos, pero más bien me parece una exhibición muy propia de estos tiempos, en los que toca publicar fotos de lo que hacemos en cada instante, retuitear frases de autoayuda e indignarse colectivamente ante determinadas noticias.
Hay que apelar al valor de la prudencia, intentar ahorrar estos espectáculos de desgarramiento de vestiduras, de falta de juicio. Es mejor contenerse un poco y, ante las ganas de indignarse, tener siempre a mano Furia, de Fritz Lang, para reflexionar acerca de lo irracional que se vuelve a veces el poder de la masa. Todavía hoy, una semana después, sigo leyendo opiniones indignadas con la decisión de la jueza (la califican de oscura jueza), como si ellos hubieran sido testigos directos de los hechos o hubieran visto el vídeo y asistido a los interrogatorios de los implicados. Yo no me voy a irritar más o menos si estos muchachos son declarados culpables o no. Lo único que me interesa es que se indague en la verdad de los hechos de una forma totalmente objetiva, que es el ideal de la justicia. Lo peor de todo es que, para rematar, hemos tenido que escuchar una de esas frases memorables del baboso del alcalde de Valladolid, que debe ver a George Clooney cada vez que se mira al espejo... Cuánto daño se le ha hecho a las mujeres durante esta semana... Las agresiones sexuales que tantas soportan, no son un asunto que deba sujetarse a tanta frivolidad.
El mismo día de la supuesta violación múltiple de la feria de Málaga empecé a ver en facebook y otras redes sociales fotos de los supuestos criminales, conminando a que se compartieran, quizá para que los ciudadanos de bien tengan más fácil ejercitar la justicia por su mano si se los encuentran por la calle. La ola de indignación creció con las imágenes de los familiares de los acusados acudiendo a apoyarlos a las puertas del juzgado. A veces me pregunto que es lo que mueve a tanta gente a maldecir públicamente a cualquier presunto autor de los crímenes que consideramos más abominables - violaciones, asesinatos, pederastia - y a su vez a apoyar a políticos del partido propio cuando son acusados de corrupción. Parece que hay ciertos delitos que producen una especial fascinación y morbosidad en gran número de personas, que reaccionan expresando públicamente su repudio y maldiciendo a sus presuntos autores. Siempre limpia la propia conciencia comprobar que por ahí se mueven personas mucho peores que uno mismo, que dejan nuestras malas acciones en meras anécdotas. Quizá esa es la causa de tanto grito en internet y en la puerta de los juzgados. La gente quiere que se sepa que ellos están del lado de la decencia. Podría ser una reminiscencia de los tiempos inquisitoriales, cuando convenía que los demás nos vieran como buenos cristianos, por nuestras acciones e incluso por nuestros pensamientos, pero más bien me parece una exhibición muy propia de estos tiempos, en los que toca publicar fotos de lo que hacemos en cada instante, retuitear frases de autoayuda e indignarse colectivamente ante determinadas noticias.
Hay que apelar al valor de la prudencia, intentar ahorrar estos espectáculos de desgarramiento de vestiduras, de falta de juicio. Es mejor contenerse un poco y, ante las ganas de indignarse, tener siempre a mano Furia, de Fritz Lang, para reflexionar acerca de lo irracional que se vuelve a veces el poder de la masa. Todavía hoy, una semana después, sigo leyendo opiniones indignadas con la decisión de la jueza (la califican de oscura jueza), como si ellos hubieran sido testigos directos de los hechos o hubieran visto el vídeo y asistido a los interrogatorios de los implicados. Yo no me voy a irritar más o menos si estos muchachos son declarados culpables o no. Lo único que me interesa es que se indague en la verdad de los hechos de una forma totalmente objetiva, que es el ideal de la justicia. Lo peor de todo es que, para rematar, hemos tenido que escuchar una de esas frases memorables del baboso del alcalde de Valladolid, que debe ver a George Clooney cada vez que se mira al espejo... Cuánto daño se le ha hecho a las mujeres durante esta semana... Las agresiones sexuales que tantas soportan, no son un asunto que deba sujetarse a tanta frivolidad.
GUARDIANES DE LA GALAXIA (2014), DE JAMES GUNN. LOS CINCO MAGNÍFICOS DEL ESPACIO.
De entre los muchos cómics de superhéroes que leí en mi adolescencia, apenas recuerdo haber tenido mucho conocimiento de estos Guardianes de la galaxia, más allá de alguna referencia en algún número de Los Vengadores. Por eso, a diferencia de otras ocasiones, acudí a ver la película sin una idea preestablecida. Perteneciendo de pleno de derecho al universo Marvel, los Guardianes de la Galaxia son un grupo aparte, pues se mueven a muchos años luz de nuestro planeta, aunque de vez en cuando los conflictos en los que median, como la famosa guerra Kree-Skrull, pongan a la Tierra en peligro.
Desconozco si los productores de esta película pretenden enlazar a sus personajes con el universo Marvel que han ido creando en la última década - Vengadores, Thor, Iron Man - aunque me imagino que sí, puesto que Thanos, el gran enemigo que se oculta en las sombras, ya había aparecido en la escena post-créditos de la exitosa Los Vengadores. Independientemente de estas consideraciones, Guardianes de la Galaxia constituye por sí misma un sólido entretenimento que, prescindiendo de cualquier pretensión trascendental, se inscribe de lleno en la tradición del space opera, esas narraciones a las que no les importan las improntas científicas o sociológicas del relato, sino simplemente la aventura. La película de James Gunn debe bastante a La Guerra de las Galaxias. Su protagonista es una especie de híbrido entre Luke Skywalker (por su secreto origen y sus dones ocultos) y Han Solo (más evidente aún, por la medida desvergüenza que exhibe el personaje).
Guardianes de la Galaxia supone la distracción perfecta para pasar una agradable tarde de verano. Personajes bien trazados, que caen enseguida en gracia al espectador, buena química entre ellos, excelentes efectos especiales, grandes dosis de humor y falta de pretensiones grandilocuentes. Un buen cóctel que recupera la tradición de las grandes aventuras espaciales. Un detalle: si a Star Lord, en vez de ser aficionado a la música de los setenta y los ochenta, le hubiera gustado el reaggeton, ¿hubiera cambiado mucho la película?
Desconozco si los productores de esta película pretenden enlazar a sus personajes con el universo Marvel que han ido creando en la última década - Vengadores, Thor, Iron Man - aunque me imagino que sí, puesto que Thanos, el gran enemigo que se oculta en las sombras, ya había aparecido en la escena post-créditos de la exitosa Los Vengadores. Independientemente de estas consideraciones, Guardianes de la Galaxia constituye por sí misma un sólido entretenimento que, prescindiendo de cualquier pretensión trascendental, se inscribe de lleno en la tradición del space opera, esas narraciones a las que no les importan las improntas científicas o sociológicas del relato, sino simplemente la aventura. La película de James Gunn debe bastante a La Guerra de las Galaxias. Su protagonista es una especie de híbrido entre Luke Skywalker (por su secreto origen y sus dones ocultos) y Han Solo (más evidente aún, por la medida desvergüenza que exhibe el personaje).
Guardianes de la Galaxia supone la distracción perfecta para pasar una agradable tarde de verano. Personajes bien trazados, que caen enseguida en gracia al espectador, buena química entre ellos, excelentes efectos especiales, grandes dosis de humor y falta de pretensiones grandilocuentes. Un buen cóctel que recupera la tradición de las grandes aventuras espaciales. Un detalle: si a Star Lord, en vez de ser aficionado a la música de los setenta y los ochenta, le hubiera gustado el reaggeton, ¿hubiera cambiado mucho la película?
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martes, 19 de agosto de 2014
LA SEÑORA MINIVER (1942), DE WILLIAM WYLER. SANGRE, SUDOR Y LÁGRIMAS.
La Segunda Guerra Mundial, como es lógico, generó una ola de películas de propaganda de uno u otro signo. Los nazis apelaban a la superioridad de la raza aria y al peligro judío, los italianos se asomaban a su gloriosa historia, los rusos prometían vengar la agresión sufrida por la madre patria y americanos e ingleses intentaban convencer al mundo de la integridad de su lucha por la democracia. Si ayer hablaba de cómo algunas multinacionales promocionan sus productos a través de ciertas producciones cinematográficas, hoy hay que apuntar que los países, sea por motivos políticos o bélicos, también han utilizado con largueza este medio para defender sus intereses y promover una determinada visión del mundo. En 1942, cuando se estrenó La señora Miniver, la guerra se encontraba en su apogeo. Estados Unidos acababa de entrar en la contienda, después del bombardeo de Pearl Harbour e Inglaterra empezaba a respirar, a pesar de que los alemanes, que ya se encontraban en serias dificultades en su campaña contra la Unión Soviética, todavía eran capaces de lanzar algún que otro latigazo en forma de bombardeo contra las ciudades británicas.
Tal es el poder del cine que, tan solo tres años atrás, en 1939, el estreno de Lo que el viento se llevó había reforzado las posiciones aislacionistas de Estados Unidos frente al conflicto que estaba a punto de desatarse en Europa. Hizo falta un suceso tan dramático como el bombardeo de Pearl Harbour para que esta mentalidad cambiara de repente, a pesar de que ya había muchas voces que clamaban frente al peligro de una victoria fascista. La señora Miniver se inscribe en el esfuerzo por presentar al aliado británico como un pueblo de ciudadanos trabajadores y decentes - muy parecido al estadounidense - que ve su forma de vida agredida por un enemigo implacable. La película tuvo un éxito inmediato y se hizo acreedora de seis premios Oscar. El mismísimo Winston Churchill, el alma de la resistencia británica, dejó dicho que La señora Miniver había contribuido más al esfuerzo bélico de su país que si le hubieran mandado una flotilla de destructores.
Y es que el film de William Wyler es como un mecanismo de relojería preparado para que el ciudadano medio se identifique con unos personajes que gozan de una vida acomodada que han construido por medio de su trabajo. Todo comienza con la existencia feliz del verano de 1939, en el que las inquietantes noticias que llegaban del otro lado del canal no podían ser tomadas totalmente en serio. Londres es una ciudad dinámica, repleta de las tentaciones propias de la sociedad de consumo, en las que caen fácilmente la señora Miniver y su marido, que habitan una casa idílica en la campiña inglesa. Sin dejar de apuntar algún detalle interesante, como que la censura del Hollywood de la época les hace dormir en camas separadas, hay también que señalar el hecho de que su hijo mayor ha empezado a estudiar en Oxford y vuelve de su primer año con algunas ideas de corte socialista, muy críticas con las clases altas, pero la película solo esboza esta situación, pues le interesa progresar por otros derroteros: la unidad del pueblo británico contra la agresión nazi, como ejemplo edificante para los Estados Unidos.
Es en este sentido en el que La señora Miniver funciona con plena eficacia y se convierte a ratos en una película absolutamente magistral. Si el espectador se ha identificado con los personajes con facilidad en el primer acto, no será difícil que se solidarice de inmediato con sus sufrimientos cuando la ofensiva aérea alemana arrecia contra el aeródromo cercano a la población en la que viven. Los Miniver tienen que convertirse en héroes a su pesar, a través de secuencias tan poderosas como la salida de toda clase de embarcaciones de Inglaterra para rescatar a sus soldados copados en Dunkerque o la terrible escena del matrimonio refugiado con sus hijos pequeños en un precario bunker casero mientras el bombardeo arrecia en el exterior y ellos intentan abstraerse leyendo Alicia en el país de las maravillas.
La conclusión que podía sacar el espectador medio norteamericano es que la guerra es terrible, pues destruye casas y personas. Pero también dignifica al ser humano, que actúa como eslabón imprescindible de la unidad de la patria contra el enemigo común. Para lograr esto no hay que mostrar la cara más sucia de la guerra. Las muertes deben ser asépticas y los daños materiales reparables. Además, la religión ha de cumplir su papel de otorgar significación al sacrificio, acercando aún más entre sí a los miembros de la comunidad, sin distinción de clases sociales: la fórmula perfecta para que dichos sacrificios sean aceptables y se inscriban en la lucha heroica de un pueblo por su libertad. No puede acusarse a La señora Miniver de ser una película manipuladora, sino de ser hija de tiempos oscuros, en los que era necesario movilizar a los ciudadanos por todos los medios y convencerlos de la justicia de su causa. Lo verdaderamente milagroso es que, setenta años después, el film de William Wyler siga siendo una historia conmovedora, que no ha perdido ni un ápice de su fuerza ni de su sentido.
Tal es el poder del cine que, tan solo tres años atrás, en 1939, el estreno de Lo que el viento se llevó había reforzado las posiciones aislacionistas de Estados Unidos frente al conflicto que estaba a punto de desatarse en Europa. Hizo falta un suceso tan dramático como el bombardeo de Pearl Harbour para que esta mentalidad cambiara de repente, a pesar de que ya había muchas voces que clamaban frente al peligro de una victoria fascista. La señora Miniver se inscribe en el esfuerzo por presentar al aliado británico como un pueblo de ciudadanos trabajadores y decentes - muy parecido al estadounidense - que ve su forma de vida agredida por un enemigo implacable. La película tuvo un éxito inmediato y se hizo acreedora de seis premios Oscar. El mismísimo Winston Churchill, el alma de la resistencia británica, dejó dicho que La señora Miniver había contribuido más al esfuerzo bélico de su país que si le hubieran mandado una flotilla de destructores.
Y es que el film de William Wyler es como un mecanismo de relojería preparado para que el ciudadano medio se identifique con unos personajes que gozan de una vida acomodada que han construido por medio de su trabajo. Todo comienza con la existencia feliz del verano de 1939, en el que las inquietantes noticias que llegaban del otro lado del canal no podían ser tomadas totalmente en serio. Londres es una ciudad dinámica, repleta de las tentaciones propias de la sociedad de consumo, en las que caen fácilmente la señora Miniver y su marido, que habitan una casa idílica en la campiña inglesa. Sin dejar de apuntar algún detalle interesante, como que la censura del Hollywood de la época les hace dormir en camas separadas, hay también que señalar el hecho de que su hijo mayor ha empezado a estudiar en Oxford y vuelve de su primer año con algunas ideas de corte socialista, muy críticas con las clases altas, pero la película solo esboza esta situación, pues le interesa progresar por otros derroteros: la unidad del pueblo británico contra la agresión nazi, como ejemplo edificante para los Estados Unidos.
Es en este sentido en el que La señora Miniver funciona con plena eficacia y se convierte a ratos en una película absolutamente magistral. Si el espectador se ha identificado con los personajes con facilidad en el primer acto, no será difícil que se solidarice de inmediato con sus sufrimientos cuando la ofensiva aérea alemana arrecia contra el aeródromo cercano a la población en la que viven. Los Miniver tienen que convertirse en héroes a su pesar, a través de secuencias tan poderosas como la salida de toda clase de embarcaciones de Inglaterra para rescatar a sus soldados copados en Dunkerque o la terrible escena del matrimonio refugiado con sus hijos pequeños en un precario bunker casero mientras el bombardeo arrecia en el exterior y ellos intentan abstraerse leyendo Alicia en el país de las maravillas.
La conclusión que podía sacar el espectador medio norteamericano es que la guerra es terrible, pues destruye casas y personas. Pero también dignifica al ser humano, que actúa como eslabón imprescindible de la unidad de la patria contra el enemigo común. Para lograr esto no hay que mostrar la cara más sucia de la guerra. Las muertes deben ser asépticas y los daños materiales reparables. Además, la religión ha de cumplir su papel de otorgar significación al sacrificio, acercando aún más entre sí a los miembros de la comunidad, sin distinción de clases sociales: la fórmula perfecta para que dichos sacrificios sean aceptables y se inscriban en la lucha heroica de un pueblo por su libertad. No puede acusarse a La señora Miniver de ser una película manipuladora, sino de ser hija de tiempos oscuros, en los que era necesario movilizar a los ciudadanos por todos los medios y convencerlos de la justicia de su causa. Lo verdaderamente milagroso es que, setenta años después, el film de William Wyler siga siendo una historia conmovedora, que no ha perdido ni un ápice de su fuerza ni de su sentido.
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lunes, 18 de agosto de 2014
LA LEGO PELÍCULA (2014), DE PHIL LORD Y CHRISTOPHER MILLER. MUÑECOS ALIENADOS.
A veces, en el cine actual, es difícil trazar una línea precisa entre arte y publicidad. Existen cada vez más producciones, dirigidas al gran público, en la que ambos se confunden, ofreciendo un par de horas de diversión a la vez que se promociona un producto. Negocio redondo y muy lógico en esta era ultracapitalista en la que cada vez más cosas están enfocadas al objetivo supremo: la obtención de beneficios cada vez más rápidos y cuantiosos. Un invento genial en este sentido fue el de las lovemarks, un concepto que apela, no a la necesidad del consumidor, sino a sentimientos más profundos, que tienen más que ver con la fidelidad que con la libre elección. Lego es una de esas marcas que poco a poco ha ido ganándose el corazón de mucha gente. Concebido en un principio como juguete para niños, la empresa danesa ha ido paulatinamente creando productos ideales para coleccionistas, con productos inspirados en las franquicias de los superhéroes DC, Star Wars o Indiana Jones. A mí jamás me regalaron nada de Lego, pero sí que jugué largas horas con productos de la competencia, la empresa española Tente. Lo mejor de estos juguetes era que estimulaban la imaginación. Uno se encontraba con decenas de piezas que podía combinar de la manera que le diera la gana. Se empezaba realizando el modelo cuyo dibujo ilustraba la caja, siguiendo las pertinentes instrucciones, pero pronto las piezas se mezclaban con las de otro modelo y del caos surgía la diversión.
Una de las características de estos productos, que yo no llegué a conocer, es que traen, como complemento a las piezas, sus correspondientes personajes en forma de muñecos. Precisamente esta ha sido la inspiración de Phil Lord y Christopher Miller a la hora de crear sus película: mezclar mundos y personajes - tal y como hacen los niños cuando jueguan - elaborando una propuesta tan imprevisible como divertida. Pero la trama de La Lego película empieza de un modo totalmente contrario: presenta una ciudad de vida uniforme, donde los muñecos-individuos viven alienados y conminados a realizar sus labores cotidianas sin preguntarse demasiado por su falta de libertad para usar de su imaginación, al menos no más allá de la posibilidad de ganar dinero para poder comprar cafés carísimos. Emmet, el protagonista, pasa sus días totalmente identificado con esa forma de vida que conmina constantemente a ser feliz (al ritmo de una canción creada expresamente para ello), aunque no quiere admitir que en realidad es un ser gris y frustrado. Su aventura comenzará cuando sea identificado erróneamente como el habitante más importante de Mundo Lego, destinado a dar cumplimiento a una profecía...
A partir de este descubrimiento, La Lego película va haciéndose más loca y ambiciosa, como esos coleccionistas que van ocupando cada vez más espacios de su hogar con sus nuevas adquisiciones. A Emmet le acompañará un nutrido grupo de personajes, entre los que destaca una divertidísima versión de Batman, mostrado aquí como un superhéroe sobrado de carisma y con un batmovil perfectamente tuneado para hacer sus misiones nocturnas más llevaderas. Además los directores ofrecen una clase magistral de frikismo, colocando tantas referencias que sería conveniente un segundo visionado para percatarse de todas ellas. Hasta aquí lo positivo, porque si bien la trama es imprevisible, por su dinamismo, al final el espectador comprende que tampoco destaca por su originalidad, puesto que bebe demasiado de producciones recientes, como la genial ¡Rompe Ralph! o la saga Toy Story, sin querer salirse demasiado de esa fórmula realidad vs ficción, que tan buenos resultados ha dado en estos precedentes. También La Lego película contiene moralejas, que tienen que ver con la concepción filosófica del libre albedrío, de la teoría del orden y el caos, del concepto de libertad, en suma. ¿Somos libres o nuestra existencia está dirigida por fuerzas externas y, en la mayoría de los casos, invisibles? ¿Qué es preferible, un gobierno férreo o la anarquía? ¿Sería bueno para revitalizar el sector de la construcción derribar lo construido para volverlo a hacer de nuevo con las mismas piezas? Preguntas muy profundas en una película infantil, que no solo está dirigida a los más jóvenes.
Una de las características de estos productos, que yo no llegué a conocer, es que traen, como complemento a las piezas, sus correspondientes personajes en forma de muñecos. Precisamente esta ha sido la inspiración de Phil Lord y Christopher Miller a la hora de crear sus película: mezclar mundos y personajes - tal y como hacen los niños cuando jueguan - elaborando una propuesta tan imprevisible como divertida. Pero la trama de La Lego película empieza de un modo totalmente contrario: presenta una ciudad de vida uniforme, donde los muñecos-individuos viven alienados y conminados a realizar sus labores cotidianas sin preguntarse demasiado por su falta de libertad para usar de su imaginación, al menos no más allá de la posibilidad de ganar dinero para poder comprar cafés carísimos. Emmet, el protagonista, pasa sus días totalmente identificado con esa forma de vida que conmina constantemente a ser feliz (al ritmo de una canción creada expresamente para ello), aunque no quiere admitir que en realidad es un ser gris y frustrado. Su aventura comenzará cuando sea identificado erróneamente como el habitante más importante de Mundo Lego, destinado a dar cumplimiento a una profecía...
A partir de este descubrimiento, La Lego película va haciéndose más loca y ambiciosa, como esos coleccionistas que van ocupando cada vez más espacios de su hogar con sus nuevas adquisiciones. A Emmet le acompañará un nutrido grupo de personajes, entre los que destaca una divertidísima versión de Batman, mostrado aquí como un superhéroe sobrado de carisma y con un batmovil perfectamente tuneado para hacer sus misiones nocturnas más llevaderas. Además los directores ofrecen una clase magistral de frikismo, colocando tantas referencias que sería conveniente un segundo visionado para percatarse de todas ellas. Hasta aquí lo positivo, porque si bien la trama es imprevisible, por su dinamismo, al final el espectador comprende que tampoco destaca por su originalidad, puesto que bebe demasiado de producciones recientes, como la genial ¡Rompe Ralph! o la saga Toy Story, sin querer salirse demasiado de esa fórmula realidad vs ficción, que tan buenos resultados ha dado en estos precedentes. También La Lego película contiene moralejas, que tienen que ver con la concepción filosófica del libre albedrío, de la teoría del orden y el caos, del concepto de libertad, en suma. ¿Somos libres o nuestra existencia está dirigida por fuerzas externas y, en la mayoría de los casos, invisibles? ¿Qué es preferible, un gobierno férreo o la anarquía? ¿Sería bueno para revitalizar el sector de la construcción derribar lo construido para volverlo a hacer de nuevo con las mismas piezas? Preguntas muy profundas en una película infantil, que no solo está dirigida a los más jóvenes.
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viernes, 15 de agosto de 2014
JUEGO DE TRONOS (1996), DE GEORGE R.R. MARTIN. SE ACERCA EL INVIERNO.
Recuerdo que hace unos cuantos años George R. R. Martin vino a Málaga, a la librería Luces, para celebrar una sesión de firmas. Era un autor conocido, pero ni mucho con el nivel de popularidad que ostenta hoy en día. Así que supongo que asistió bastante gente - frikis de primera hora me imagino - pero nada que ver con lo que sucedería si tal evento tuviera lugar este año. Y es que una serie tan magnífica como Juego de tronos ha sido la guinda para que la obra de Martin sea uno de los grandes fenómenos globales de nuestro tiempo.
Una de las características más sorprendentes del ser humano es su capacidad para abstraerse de la realidad, de inventar historias, moldeando sus experiencias y lecturas previas a su antojo. Y esta capacidad no parece tener límites. A veces da como fruto una descripción bastante fiel de nuestra existencia cotidiana. Y otras se aleja lo más posible, creando mundos completamente nuevos, dotados de su propia geografía, de su propia historia y de sus propias reglas. Para la creación de este universo, que debe bastante a Tolkien, aunque no tanto como pueda parecer a primera vista, el autor ha debido emplear mucho tiempo en construir unas sólidas bases para el mismo, como si de un dios demiurgo se tratara. Así se expresaba en una entrevista que concedió al diario El País:
"Escribir siempre ha sido duro. No depende de la cantidad de gente que esté esperando los libros y comentándolos. La historia es la dificultad principal, contarla de la manera que quiero. Es como imaginar un maravilloso castillo, que asciende hacia el cielo, que tienes que construir, ladrillo a ladrillo, tablón a tablón, con sus martillos y clavos…. Igual no es el castillo de tus sueños al final, igual tienes que quitar clavos y ponerlos en otros sitios y volver a empezar. Siempre ha sido así el proceso. No creo que el éxito de lectores y espectadores afecte la situación de una forma u otra. Ninguna de esas personas está en la habitación. Solo estoy yo, el ordenador, el cursor parpadeando en la pantalla y la preocupación de qué va a ser lo siguiente. La gente, mis editores, los que dan premios, los críticos, los lectores, los espectadores de la serie, es como si no existieran. Somos yo y los personajes."
Es evidente que a la hora de abordar su más célebre creación, George R. R. Martin se ha inspirado en la Europa medieval, llena de pequeños reinos que juraban una lealtad frágil al proclamado rey de unos determinados territorios. Los estados-nación no existían todavía, por lo que la constante era una guerra hobbesiana de todos contra todos en la que la única ley válida era la del más fuerte. Este ambiente de constante brutalidad y familiaridad con la muerte es transmitido con mucha efectividad en las páginas de Juego de tronos. Es posible que una de sus fuentes sea el maravilloso libro que estoy leyendo ahora de la historiadora Barbara W. Tuchman, Un espejo lejano, donde se describe de forma magistral la vida en el occidente del siglo XIV, que tiene muchos puntos en común con la vida en los Siete Reinos. Pero a esta fuente de inspiración Martin añade algunas ideas geniales, como el inmenso muro de hielo que protege las tierras civilizadas de los peligros invisibles del norte. El cuerpo que sirve en el mismo, la Guardia de la Noche, realiza la misma función que la Legión en nuestros días (aunque de un modo mucho más romántico): acogen a cualquiera, aunque haya cometido los peores crímenes, y le otorgan una nueva vida como hermanos juramentados, aunque, en este caso, el servicio es de por vida. Juego de tronos cumple la misma función de las novelas por entregas de Hugo, Dumas o Dickens en el siglo XIX: ofrecer a las masas un entretenimento de calidad, apelando a pasiones humanas universales.
La primera temporada de la serie es el complemento perfecto a la lectura de este primer volumen. Se nota desde el primer episodio que en su traslación a imágenes nada se ha dejado al azar, desde su magnífico reparto hasta el diseño de producción y por momentos la obra de la HBO incluso es capaz de superar al original literario. Aún me queda un largo camino hasta el último volumen. Pero estoy seguro de que seguirá siendo un camino muy placentero.
Una de las características más sorprendentes del ser humano es su capacidad para abstraerse de la realidad, de inventar historias, moldeando sus experiencias y lecturas previas a su antojo. Y esta capacidad no parece tener límites. A veces da como fruto una descripción bastante fiel de nuestra existencia cotidiana. Y otras se aleja lo más posible, creando mundos completamente nuevos, dotados de su propia geografía, de su propia historia y de sus propias reglas. Para la creación de este universo, que debe bastante a Tolkien, aunque no tanto como pueda parecer a primera vista, el autor ha debido emplear mucho tiempo en construir unas sólidas bases para el mismo, como si de un dios demiurgo se tratara. Así se expresaba en una entrevista que concedió al diario El País:
"Escribir siempre ha sido duro. No depende de la cantidad de gente que esté esperando los libros y comentándolos. La historia es la dificultad principal, contarla de la manera que quiero. Es como imaginar un maravilloso castillo, que asciende hacia el cielo, que tienes que construir, ladrillo a ladrillo, tablón a tablón, con sus martillos y clavos…. Igual no es el castillo de tus sueños al final, igual tienes que quitar clavos y ponerlos en otros sitios y volver a empezar. Siempre ha sido así el proceso. No creo que el éxito de lectores y espectadores afecte la situación de una forma u otra. Ninguna de esas personas está en la habitación. Solo estoy yo, el ordenador, el cursor parpadeando en la pantalla y la preocupación de qué va a ser lo siguiente. La gente, mis editores, los que dan premios, los críticos, los lectores, los espectadores de la serie, es como si no existieran. Somos yo y los personajes."
Es evidente que a la hora de abordar su más célebre creación, George R. R. Martin se ha inspirado en la Europa medieval, llena de pequeños reinos que juraban una lealtad frágil al proclamado rey de unos determinados territorios. Los estados-nación no existían todavía, por lo que la constante era una guerra hobbesiana de todos contra todos en la que la única ley válida era la del más fuerte. Este ambiente de constante brutalidad y familiaridad con la muerte es transmitido con mucha efectividad en las páginas de Juego de tronos. Es posible que una de sus fuentes sea el maravilloso libro que estoy leyendo ahora de la historiadora Barbara W. Tuchman, Un espejo lejano, donde se describe de forma magistral la vida en el occidente del siglo XIV, que tiene muchos puntos en común con la vida en los Siete Reinos. Pero a esta fuente de inspiración Martin añade algunas ideas geniales, como el inmenso muro de hielo que protege las tierras civilizadas de los peligros invisibles del norte. El cuerpo que sirve en el mismo, la Guardia de la Noche, realiza la misma función que la Legión en nuestros días (aunque de un modo mucho más romántico): acogen a cualquiera, aunque haya cometido los peores crímenes, y le otorgan una nueva vida como hermanos juramentados, aunque, en este caso, el servicio es de por vida. Juego de tronos cumple la misma función de las novelas por entregas de Hugo, Dumas o Dickens en el siglo XIX: ofrecer a las masas un entretenimento de calidad, apelando a pasiones humanas universales.
La primera temporada de la serie es el complemento perfecto a la lectura de este primer volumen. Se nota desde el primer episodio que en su traslación a imágenes nada se ha dejado al azar, desde su magnífico reparto hasta el diseño de producción y por momentos la obra de la HBO incluso es capaz de superar al original literario. Aún me queda un largo camino hasta el último volumen. Pero estoy seguro de que seguirá siendo un camino muy placentero.
martes, 12 de agosto de 2014
ARTÍCULOS (1828-1837), DE MARIANO JOSÉ DE LARRA. FÍGARO Y EL PERIODISMO DE COSTUMBRES.
A veces me sorprendo cuando alguien - a excepción de un par de amigos que sé que ya lo han leído todo - me comenta que no sabe qué leer, que no encuentra ningún título que le llame la atención en las librerías. En tal caso siempre se puede recurrir a los clásicos, esos libros que siempre están ahí, esperando pacientemente su momento. Los clásicos nos hablan desde el pasado, pero sus autores son tan sabios que saben hacerlo en un lenguaje universal que es válido para quienes hemos nacido siglos después. Es el caso de Larra, que en muchos de sus artículos nos habla de una España que no ha cambiado demasiado en determinados aspectos. Yo recuerdo haber conocido al autor en el colegio. Leímos algunos de sus artículos y me prometí a mí mismo que alguna vez tendría que degustar alguna recopilación de los mismos. Ha pasado mucho tiempo, pero el otro día comencé a cumplirla. Ojalá todos los propósitos que uno se hace fueran tan placenteros. A modo de ejemplo, el pasaje que dedica al disfrute de una comida a la que es invitado contra su voluntad, sigue impresionándome tanto como cuando lo leí por primera vez. Pocas veces se ha descrito mejor el caos que produce en los comensales un banquete demasiado largo y pesado:
"A todo esto, el niño que a mi izquierda tenía, hacía saltar las aceitunas a un plato de magras con tomate, y una vino a parar a uno de mis ojos, que no volvió a ver claro en todo el día; y el señor gordo de mi derecha había tenido la precaución de ir dejando en el mantel, al lado de mi pan, los huesos de las suyas, y los de las aves que había roído; el convidado de enfrente, que se preciaba de trinchador, se había encargado de hacer la autopsia de un capón, o sea gallo, que esto nunca se supo; fuese por la edad avanzada de la víctima, fuese por los ningunos conocimientos anatómicos del victimario, jamás parecieron las coyunturas.
—¡Este capón no tiene coyunturas!—exclamaba el infeliz, sudando y forcejeando, más como quien cava que como quien trincha.
¡Cosa más rara! En una de las embestidas resbaló el tenedor sobre el animal, como si tuviera escama, y el capón, violentamente despedido, pareció querer tomar el vuelo como en sus tiempos más felices, y se posó en el mantel tranquilamente, como pudiera hacerlo en un palo de gallinero."
Para Larra el periodismo es un instrumento no tanto de información como de instrucción pública, de denuncia de la incultura imperante, de la corrupción y de algunas costumbres poco sanas de nuestros compatriotas de la época. Pero contra la primera impresión que pueda suscitar en el lector Larra como autor costumbrista, está la profundidad que otorga a cada una de las tesis que defiende en sus escritos, inteligentemente condimentadas de festiva ironía. Porque Fígaro es un incansable fustigador de los vicios y corruptelas de los españoles. Resulta insólito que un periodista de tendencia liberal tenga tan poca fe en el pueblo llano, pero eso es lo que se deduce de muchas de sus páginas. Muchos aprovecharon esto para tildarlo de poco patriota, de afrancesado, aprovechando que su padre lo había sido realmente (de hecho tuvo que pasar algunos años en París después de la Guerra de la Independencia). Pero para Larra el patriotismo no tiene nada que ver con el chulesco alardeo de la pertenencia a una determinada tierra, sino en el servicio inteligente a su progreso. Es triste repetirlo, pero las esperanzas del autor están solo puestas en lo que hay llamamos clase media - que no estaba tan extendida en nuestros días como lo está ahora - tildando a las clases bajas de irrecuperables, al menos hasta que una educación mínimamente de calidad pueda llegar a las siguientes generaciones:
"Pero mil veces lo hemos dicho: hace mucho tiempo que la España no es una nación compacta, impulsada de un mismo movimiento; hay en ella tres pueblos distintos: 1.º Una multitud indiferente a todo, embrutecida y muerta por mucho tiempo para la patria, porque no teniendo necesidades, carece de estímulos, porque acostumbrada a sucumbir siglos enteros a influencias superiores, no se mueve por sí, sino que en todo caso se deja mover. Ésta es cero, cuando no es perjudicial, porque las únicas influencias capaces de animarla no están siempre en nuestro sentido. 2.º Una clase media que se ilustra lentamente, que empieza a tener necesidades, que desde este momento comienza a conocer que ha estado y que está mal, y que quiere reformas, porque cambiando sólo puede ganar. Clase que ve la luz, que gusta ya de ella, pero que como un niño no calcula la distancia a que la ve; cree más cerca los objetos porque los desea; alarga la mano para cogerla; pero que ni sabe los medios de hacerse dueño de la luz, ni en qué consiste el fenómeno de luz, ni que la luz quema cogida a puñados. 3.º Y una clase, en fin, privilegiada, poco numerosa, criada o deslumbrada en el extranjero, víctima o hija de las emigraciones, que se cree ella sola en España, y que se asombra a cada paso de verse sola cien varas delante de las demás; hermoso caballo normando, que cree tirar de un tílburi y que, encontrándose con un carromato pesado que arrastrar, se alza, rompe los tiros y parte solo."
Larra se adelanta a las novelas de Galdós (recordemos por ejemplo, La de Bringas) cuando retrata a aquellos españoles que tratan de aparentar mucho más de lo que son y se endeudan para ello. Y dispara con total precisión a la diana de la España eterna cuando publica el célebre Vuelva usted mañana, describiendo la indolencia de los funcionarios y su poco apego a la cultura del esfuerzo, una imagen que ha hecho fortuna - en la mayoría de los casos de forma injusta - hasta nuestros días, aunque a uno le gustaría resucitar a Larra para que escribiera sus impresiones acerca de la lentitud de nuestra justicia y sobre las extrañas decisiones que toman los jueces de nuestros tiempos. También hay ocasión para apreciar sus precisas críticas teatrales (si Fígaro estuviera vivo ahora sin duda sería un magnífico crítico de cine) y su afán de que el teatro no sea un mero entretenimiento, sino un rector de la opinión pública que fomente el necesario cambio de costumbres en las masas.
En cualquier caso, nos quedamos con un mensaje esperanzador, de confianza en el progreso final de un país que también cuenta con muchas virtudes, a pesar de la célebre y terrible aseveración: "no se lee en este país porque no se escribe, o no se escribe porque no se lee":
"Borremos, pues, de nuestro lenguaje la humillante expresión que no nombra a este país sino para denigrarlo; volvamos los ojos atrás, comparemos y nos creeremos felices. Si alguna vez miramos adelante y nos comparamos con el extranjero, sea para prepararnos un porvenir mejor que el presente, y para rivalizar en nuestros adelantos con los de nuestros vecinos; sólo en este sentido opondremos nosotros en algunos de nuestros artículos el bien de fuera al mal de dentro.
Olvidemos, lo repetimos, esa funesta expresión que contribuye a aumentar la injusta desconfianza que de nuestras propias fuerzas tenemos. Hagamos más favor o justicia a nuestro país, y creámosle capaz de esfuerzos y felicidades. Cumpla cada español con sus deberes de buen patricio, y en vez de alimentar nuestra inacción con la expresión de desaliento: ¡Cosas de España! contribuya cada cual a las mejoras posibles; entonces este país dejará de ser tan mal tratado de los extranjeros, a cuyo desprecio nada podemos oponer, si de él les damos nosotros mismos el vergonzoso ejemplo."
"A todo esto, el niño que a mi izquierda tenía, hacía saltar las aceitunas a un plato de magras con tomate, y una vino a parar a uno de mis ojos, que no volvió a ver claro en todo el día; y el señor gordo de mi derecha había tenido la precaución de ir dejando en el mantel, al lado de mi pan, los huesos de las suyas, y los de las aves que había roído; el convidado de enfrente, que se preciaba de trinchador, se había encargado de hacer la autopsia de un capón, o sea gallo, que esto nunca se supo; fuese por la edad avanzada de la víctima, fuese por los ningunos conocimientos anatómicos del victimario, jamás parecieron las coyunturas.
—¡Este capón no tiene coyunturas!—exclamaba el infeliz, sudando y forcejeando, más como quien cava que como quien trincha.
¡Cosa más rara! En una de las embestidas resbaló el tenedor sobre el animal, como si tuviera escama, y el capón, violentamente despedido, pareció querer tomar el vuelo como en sus tiempos más felices, y se posó en el mantel tranquilamente, como pudiera hacerlo en un palo de gallinero."
Para Larra el periodismo es un instrumento no tanto de información como de instrucción pública, de denuncia de la incultura imperante, de la corrupción y de algunas costumbres poco sanas de nuestros compatriotas de la época. Pero contra la primera impresión que pueda suscitar en el lector Larra como autor costumbrista, está la profundidad que otorga a cada una de las tesis que defiende en sus escritos, inteligentemente condimentadas de festiva ironía. Porque Fígaro es un incansable fustigador de los vicios y corruptelas de los españoles. Resulta insólito que un periodista de tendencia liberal tenga tan poca fe en el pueblo llano, pero eso es lo que se deduce de muchas de sus páginas. Muchos aprovecharon esto para tildarlo de poco patriota, de afrancesado, aprovechando que su padre lo había sido realmente (de hecho tuvo que pasar algunos años en París después de la Guerra de la Independencia). Pero para Larra el patriotismo no tiene nada que ver con el chulesco alardeo de la pertenencia a una determinada tierra, sino en el servicio inteligente a su progreso. Es triste repetirlo, pero las esperanzas del autor están solo puestas en lo que hay llamamos clase media - que no estaba tan extendida en nuestros días como lo está ahora - tildando a las clases bajas de irrecuperables, al menos hasta que una educación mínimamente de calidad pueda llegar a las siguientes generaciones:
"Pero mil veces lo hemos dicho: hace mucho tiempo que la España no es una nación compacta, impulsada de un mismo movimiento; hay en ella tres pueblos distintos: 1.º Una multitud indiferente a todo, embrutecida y muerta por mucho tiempo para la patria, porque no teniendo necesidades, carece de estímulos, porque acostumbrada a sucumbir siglos enteros a influencias superiores, no se mueve por sí, sino que en todo caso se deja mover. Ésta es cero, cuando no es perjudicial, porque las únicas influencias capaces de animarla no están siempre en nuestro sentido. 2.º Una clase media que se ilustra lentamente, que empieza a tener necesidades, que desde este momento comienza a conocer que ha estado y que está mal, y que quiere reformas, porque cambiando sólo puede ganar. Clase que ve la luz, que gusta ya de ella, pero que como un niño no calcula la distancia a que la ve; cree más cerca los objetos porque los desea; alarga la mano para cogerla; pero que ni sabe los medios de hacerse dueño de la luz, ni en qué consiste el fenómeno de luz, ni que la luz quema cogida a puñados. 3.º Y una clase, en fin, privilegiada, poco numerosa, criada o deslumbrada en el extranjero, víctima o hija de las emigraciones, que se cree ella sola en España, y que se asombra a cada paso de verse sola cien varas delante de las demás; hermoso caballo normando, que cree tirar de un tílburi y que, encontrándose con un carromato pesado que arrastrar, se alza, rompe los tiros y parte solo."
Larra se adelanta a las novelas de Galdós (recordemos por ejemplo, La de Bringas) cuando retrata a aquellos españoles que tratan de aparentar mucho más de lo que son y se endeudan para ello. Y dispara con total precisión a la diana de la España eterna cuando publica el célebre Vuelva usted mañana, describiendo la indolencia de los funcionarios y su poco apego a la cultura del esfuerzo, una imagen que ha hecho fortuna - en la mayoría de los casos de forma injusta - hasta nuestros días, aunque a uno le gustaría resucitar a Larra para que escribiera sus impresiones acerca de la lentitud de nuestra justicia y sobre las extrañas decisiones que toman los jueces de nuestros tiempos. También hay ocasión para apreciar sus precisas críticas teatrales (si Fígaro estuviera vivo ahora sin duda sería un magnífico crítico de cine) y su afán de que el teatro no sea un mero entretenimiento, sino un rector de la opinión pública que fomente el necesario cambio de costumbres en las masas.
En cualquier caso, nos quedamos con un mensaje esperanzador, de confianza en el progreso final de un país que también cuenta con muchas virtudes, a pesar de la célebre y terrible aseveración: "no se lee en este país porque no se escribe, o no se escribe porque no se lee":
"Borremos, pues, de nuestro lenguaje la humillante expresión que no nombra a este país sino para denigrarlo; volvamos los ojos atrás, comparemos y nos creeremos felices. Si alguna vez miramos adelante y nos comparamos con el extranjero, sea para prepararnos un porvenir mejor que el presente, y para rivalizar en nuestros adelantos con los de nuestros vecinos; sólo en este sentido opondremos nosotros en algunos de nuestros artículos el bien de fuera al mal de dentro.
Olvidemos, lo repetimos, esa funesta expresión que contribuye a aumentar la injusta desconfianza que de nuestras propias fuerzas tenemos. Hagamos más favor o justicia a nuestro país, y creámosle capaz de esfuerzos y felicidades. Cumpla cada español con sus deberes de buen patricio, y en vez de alimentar nuestra inacción con la expresión de desaliento: ¡Cosas de España! contribuya cada cual a las mejoras posibles; entonces este país dejará de ser tan mal tratado de los extranjeros, a cuyo desprecio nada podemos oponer, si de él les damos nosotros mismos el vergonzoso ejemplo."
jueves, 7 de agosto de 2014
PELO DE ZANAHORIA (1894), DE JULES RENARD. LA SOMBRA DE LA MADRE
A veces uno se encuentra con libros que le dejan desconcertado. Pelo de zanahoria es una obra venerada en Francia. Quizá no tanto como El Principito, por ejemplo, pero constituye todo un clásico de sus letras, aunque a día de hoy siga vigente la polémica de si se trata de una novela idónea para los jóvenes o solo debería ser leída por adultos.
El problema es que se trata de un escrito autobiográfico. Y la infancia de Jules Renard no fue feliz, sobre todo - como él comentaba - por las difíciles relaciones que siempre mantuvo con su madre, algo que se refleja continuamente en las páginas de Pelo de Zanahoria. En ocasiones, a pesar de la presunta ingenuidad de su escritura, hay pasajes en los que se la muestra como un ser odioso, que trata a su hijo con desprecio, cuando no de manera manifiestamente injusta, forjando en él a un auténtico rebelde, no por convicción, sino por necesidad. La vida de Pelo de Zanahoria, que debería ser sencilla, llena de placeres infantiles, se complica por los caprichos de sus progenitores y la incomprensión de sus hermanos. En casa sufre una especie de discriminación que provoca escenas tan curiosas como ésta:
"Pelo de Zanahoria, que no tiene vaso, solo se preocupa de la limpieza de su plato: que no se produzca demasiado pronto, lo cual indicaría glotonería, ni demasiado tarde, lo que podría interpretarse como pereza. Y con tal finalidad se entrega a cálculos complicadísimos."
No todo es resentimiento en Pelo de Zanahoria. Ni mucho menos. Para quienes lo consideran un clásico juvenil, la novela contiene muchos episodios que rebosan nostalgia por la infancia perdida. Porque, a pesar de todo, el protagonista jamás llega a perder del todo su deliciosa inocencia, lo que le emparenta a otros personajes de novelas como Mi planta de naranja lima. Así pues, mi veredicto sería que Pelo de Zanahoria es una obra que puede ser disfrutada a cualquier edad, por la bondad natural que trasluce su protagonista y por la sencillez de su planteamiento, casi una oda a la vida rural. A otro nivel, también podría ser estudiada por todo tipo de seguidores de Freud. Es lo que tienen este tipo de obras trascienden su tiempo: su mensaje acaba calando en muy diferentes clases de lectores.
El problema es que se trata de un escrito autobiográfico. Y la infancia de Jules Renard no fue feliz, sobre todo - como él comentaba - por las difíciles relaciones que siempre mantuvo con su madre, algo que se refleja continuamente en las páginas de Pelo de Zanahoria. En ocasiones, a pesar de la presunta ingenuidad de su escritura, hay pasajes en los que se la muestra como un ser odioso, que trata a su hijo con desprecio, cuando no de manera manifiestamente injusta, forjando en él a un auténtico rebelde, no por convicción, sino por necesidad. La vida de Pelo de Zanahoria, que debería ser sencilla, llena de placeres infantiles, se complica por los caprichos de sus progenitores y la incomprensión de sus hermanos. En casa sufre una especie de discriminación que provoca escenas tan curiosas como ésta:
"Pelo de Zanahoria, que no tiene vaso, solo se preocupa de la limpieza de su plato: que no se produzca demasiado pronto, lo cual indicaría glotonería, ni demasiado tarde, lo que podría interpretarse como pereza. Y con tal finalidad se entrega a cálculos complicadísimos."
No todo es resentimiento en Pelo de Zanahoria. Ni mucho menos. Para quienes lo consideran un clásico juvenil, la novela contiene muchos episodios que rebosan nostalgia por la infancia perdida. Porque, a pesar de todo, el protagonista jamás llega a perder del todo su deliciosa inocencia, lo que le emparenta a otros personajes de novelas como Mi planta de naranja lima. Así pues, mi veredicto sería que Pelo de Zanahoria es una obra que puede ser disfrutada a cualquier edad, por la bondad natural que trasluce su protagonista y por la sencillez de su planteamiento, casi una oda a la vida rural. A otro nivel, también podría ser estudiada por todo tipo de seguidores de Freud. Es lo que tienen este tipo de obras trascienden su tiempo: su mensaje acaba calando en muy diferentes clases de lectores.
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sábado, 2 de agosto de 2014
LOS PUJOL.
Una de los mejores conceptos que aparecían en la primera temporada de ese acertado retrato de nuestro tiempo que se llama The wire, consistía en que el jefe de los narcotraficantes se ocultaba de la policía viviendo con una austeridad espartana, a pesar de la obscena cantidad de millones de dólares que debía ganar todos los meses. No es una táctica que hayan practicado frecuentemente nuestros políticos corruptos, sobre todo aquellos que se creen con derecho vitalicio al cargo y a las prebendas (legales) que conlleva y no se conforman con eso, sino que acumulan un patrimonio de sospechoso origen.
Porque hay que tener un gran poder y una gran sensación de impunidad para acumular una fortuna que no podrás gastar en tu vida. Quizá Jordi Pujol era prudente y no exhibía la riqueza más de lo necesario, pero sus hijos parece que llevaban una vida demasiado regalada, manejando a los directivos de la administración catalana como si se trataran de los capataces de sus fincas privadas. Y, por lo que se va sabiendo, utilizaban métodos pseudomafiosos para escarmentar a quienes no eran lo suficientemente dóciles. En el caso de Pujol, el nacionalismo era el sólido refugio del canalla. Bastaba con que existieran fundadas sospechas de mala gestión (y las primeras se remontan a 1980, por su turbio paso por Banca Catalana) para que levantara la voz denunciando que los ataques a su persona eran ataques directos a Cataluña. Nada para reforzar el nacionalismo que victimizarse, hacer el papel del gran sacrificado, de guía del pueblo hacia la tierra prometida. Pero la realidad es que para él y para su familia la tierra prometida era Suiza, con la majestuosidad infinita de sus paisajes y de sus instituciones financieras.
¿Cómo era el día a día de este hombre, que por el día era un doctor Jeckyll amante de su tierra y de sus gentes, buen cristiano, cumplidor y amante de las tradiciones y por la noches se convertía en un Mister Hyde que robaba a manos llenas los bienes de ese pueblo por el que decía velar? ¿Sentiría remordimientos, sentiría placeres nocturnos contando el dinero amasado? ¿Cómo justificaba su conducta antes Dios, él, tan religioso? Este no es un caso más de corrupción. Se trata de la conducta impune de un individuo que ha estado engañando a su pueblo durante treinta años y, cuando ve a sus hijos cercados por la justicia, sufre un arrebato de arrepentimiento y escribe una extraña confesión que no llega a creerse ni su propia hermana. A pesar de padecer nuestro país una extraordinaria media de un escándalo cada dos días más o menos, uno nunca deja de fascinarse con estos personajes, que han vivido en tal limbo de poder e impunidad y siguen creyéndose intocables (y analizando algunas sentencias judiciales, como la que condena a Baltar, el cacique bueno, a unos años de inhabilitación cuando ya se ha jubilado no deja de ser un refuerzo para este argumento). Pujol no irá a la cárcel. Quizá algunos de sus hijos sí. Pero al menos si está padeciendo una muerte civil que debe ser muy dolorosa para quien se ha pasado la vida recibiendo honores. Algo es algo.
Ya iremos viendo quienes son los protagonistas de las próximas historias de la punta del iceberg de la corrupción que va saliendo a flote. El perfil suele ser el mismo: gente que se proclama liberal, pero que se pasa toda la vida viviendo de lo público, ellos y su familia, además de otorgar buenos negocios - con dinero público - a los empresarios amigos. Esos autoproclamados patriotas que lo son sobre todo de sí mismos.
Porque hay que tener un gran poder y una gran sensación de impunidad para acumular una fortuna que no podrás gastar en tu vida. Quizá Jordi Pujol era prudente y no exhibía la riqueza más de lo necesario, pero sus hijos parece que llevaban una vida demasiado regalada, manejando a los directivos de la administración catalana como si se trataran de los capataces de sus fincas privadas. Y, por lo que se va sabiendo, utilizaban métodos pseudomafiosos para escarmentar a quienes no eran lo suficientemente dóciles. En el caso de Pujol, el nacionalismo era el sólido refugio del canalla. Bastaba con que existieran fundadas sospechas de mala gestión (y las primeras se remontan a 1980, por su turbio paso por Banca Catalana) para que levantara la voz denunciando que los ataques a su persona eran ataques directos a Cataluña. Nada para reforzar el nacionalismo que victimizarse, hacer el papel del gran sacrificado, de guía del pueblo hacia la tierra prometida. Pero la realidad es que para él y para su familia la tierra prometida era Suiza, con la majestuosidad infinita de sus paisajes y de sus instituciones financieras.
¿Cómo era el día a día de este hombre, que por el día era un doctor Jeckyll amante de su tierra y de sus gentes, buen cristiano, cumplidor y amante de las tradiciones y por la noches se convertía en un Mister Hyde que robaba a manos llenas los bienes de ese pueblo por el que decía velar? ¿Sentiría remordimientos, sentiría placeres nocturnos contando el dinero amasado? ¿Cómo justificaba su conducta antes Dios, él, tan religioso? Este no es un caso más de corrupción. Se trata de la conducta impune de un individuo que ha estado engañando a su pueblo durante treinta años y, cuando ve a sus hijos cercados por la justicia, sufre un arrebato de arrepentimiento y escribe una extraña confesión que no llega a creerse ni su propia hermana. A pesar de padecer nuestro país una extraordinaria media de un escándalo cada dos días más o menos, uno nunca deja de fascinarse con estos personajes, que han vivido en tal limbo de poder e impunidad y siguen creyéndose intocables (y analizando algunas sentencias judiciales, como la que condena a Baltar, el cacique bueno, a unos años de inhabilitación cuando ya se ha jubilado no deja de ser un refuerzo para este argumento). Pujol no irá a la cárcel. Quizá algunos de sus hijos sí. Pero al menos si está padeciendo una muerte civil que debe ser muy dolorosa para quien se ha pasado la vida recibiendo honores. Algo es algo.
Ya iremos viendo quienes son los protagonistas de las próximas historias de la punta del iceberg de la corrupción que va saliendo a flote. El perfil suele ser el mismo: gente que se proclama liberal, pero que se pasa toda la vida viviendo de lo público, ellos y su familia, además de otorgar buenos negocios - con dinero público - a los empresarios amigos. Esos autoproclamados patriotas que lo son sobre todo de sí mismos.
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