Los consejos publicitarios con los que somos bombardeados una y otra vez nos lo recuerdan constantemente: vivimos por debajo de nuestras posibilidades. Nos merecemos mucho más de lo que poseemos y el sentido más importante de la existencia humana consiste en estimular la envidia de nuestros vecinos. Lo queramos o no, vivimos en una sociedad de consumo en la que la máxima admiración la suscita el dinero, por lo que las profesiones que proporcionan más ingresos son las más anheladas: grandes empresarios y futbolistas son los modelos a seguir, los que han hecho suyo ese triunfo que tan escurridizo se muestra con la mayoría de los ciudadanos. Una vez consolidada esa posición de poder, lo lógico es exhibirla sin tapujos: cualquier lujo es pequeño para quien se ha labrado una sólida posición económica. No importa que muchos de los objetos que son adquiridos a precios desmesurados sean en realidad inútiles, lo auténticamente valioso es el estatus social que proporciona a su propietario.
Y quizá sea estatus la gran palabra de nuestro tiempo. Es evidente que es un concepto que, aunque no se haya utilizado siempre con el mismo sentido, ha existido en todas las sociedades históricas, con la diferencia de que en la nuestra es mucho más fáctible subir de categoría social desde lo más bajo (y, por consiguiente, también lo es caer). En las sociedades tradicionales los estratos eran mucho menos permeables. Quien nacía campesino sabía que esa iba a ser su vida, por lo que conocía su posición en el mundo y apenas anhelaba vivir mejor, mejorar su posición, porque se trataba de algo imposible. La ansiedad que sentimos casi de continuo por mejorar nuestro estatus proviene precisamente de la posibilidad de hacerlo, aunque en muchas ocasiones se nos presente como un reto más sencillo de lo que en realidad es.
Quizá todo esto sea una consecuencia de la muy humana necesidad de ser amado. Quien se esfuerza por mejorar y se deja la piel en ello supone que cuando pueda pasear en su Mercedes por fin va ser admirado, se va a convertir en alguien y gente poderosa le ofrecerá su amistad. Pero es muy posible que al llegar al nivel económico soñado, nos demos cuenta de que en realidad existen posiciones mucho más elevadas que son las que verdaderamente aspiramos a ocupar. Siguiendo este camino de ambición desmesurada nunca estaremos satisfechos del todo, puesto que nos acompañará el sentimiento de que merecemos mucho más. Jamás comprenderemos que la felicidad es un estado que se corresponde con la serenidad, que a su vez se consigue eliminando los deseos superfluos y disfrutando de una vida cómoda, pero lo más sencilla posible. Es posible que la auténtica sabiduría nos ilumine cuando nos demos cuenta de que el tiempo para nosotros mismos puede ser mucho más valioso que el dinero:
"Las sociedades avanzadas, como nos proporcionan ingresos muy elevados desde una perspectiva histórica, parecen hacernos más ricos. Sin embargo, puede que en realidad el auténtico efecto de estas sociedades sea el de empobrecernos porque, al fomentar expectativas ilimitadas permiten que siempre exista un desfase entre lo que queremos y lo que podemos permitirnos, entre quienes somos y quienes podríamos ser."
Aunque a veces no sepamos verlo, uno de los combustibles sociales más poderosos es el miedo. En esta época de redes sociales es especialmente importante dar una imagen de triunfo y bienestar. Como es posible que todo el mundo pueda observar a todo el mundo, cualquier paso atrás en el estatus propio es sentido como una tragedia, sobre todo porque es muy difícil ocultarlo del continuo escrutinio al que hemos elegido someternos. La presión es demasiado grande y el premio, si llega a conseguirse, solo va a tener la facultad de mantenernos eternamente insatisfechos. Lo mejor, nos dice Alain de Botton en este ensayo tan bien escrito como estimulante, es seguir el ejemplo de los filósofos y crearse unos valores propios que, sin llegar al extremo de excluirnos de la sociedad, sí que relativice los conceptos de éxito y fracaso. La vida interior debe ser tan importante como la exterior. Debemos estar preparados siempre para afrontar los reveses de la fortuna. No debamos dejar que el miedo, que va a ser muchas veces nuestro compañero en el camino de la vida, sea nuestro guía. Es importante tener en cuenta estas palabras y meditar sobre ellas: el perdedor no es quien no consigue ser propietario de desmesurados bienes materiales, sino quien sufre por ello:
"Quizá el miedo a fracasar en ciertas tareas no sería tan grande si no supiéramos lo habitual que es que los demás lo observen e interpreten con severidad. El miedo a las consecuencias materiales del fracaso se mezcla con el temor a una actitud poco comprensiva del mundo, a su excesiva propensión a referirse a quienes fracasan con el calificativo de "perdedores": palabra que en su significado combina cruelmente la pérdida con la falta de derecho a ser objeto de compasión por ella."