A Michel Houllebecq se le pueden reprochar muchas cosas: que repite temas en sus novelas, que no posee un gran estilo literario o que es un escritor heterodoxo, pero lo que es indudable es que sus narraciones no dejan indiferente a nadie. Si no fuera algo tan espurio, podríamos hablar de un escritor provocador, pero me parece banal en esta época, en la que apenas quedan tabues. Disfruté muchísimo en su día con Las partículas elementales y ahora he vuelto a hacerlo con La posibilidad de una isla. A Houellebecq hay que asimilarlo sin complejos, dejando que sus originales ideas, que tienen mucho que ver con las ocurrencias de sus personajes, fluyan libremente por la mente del lector.
Que el protagonista sea un humorista de éxito, ya retirado, que no cree demasiado en el humor porque no cree en la humanidad es todo un acierto. Daniel, como cualquier ser humano, anhela sacarle jugo de la vida, experimentar el amor, la amistad, los hijos... Pero sufre plenamente el mal de los cínicos, de los que no pueden tomarse nada en serio. En eso ha basado su carrera profesional, que le ha reportado grandes dividendos, pero ¿sirve para la vida real? Al menos afrontarla con dinero es una ventaja. Daniel lo intenta, pero su deseo de sexo fácil, de placeres inmediatos, le puede. Además, no puede soportar el hecho biológico de envejecer poco a poco. Su lema vital podría ser éste:
"(...) si agredes al mundo con suficiente violencia, él te acabará escupiendo su cochina pasta; pero nunca, nunca te devuelve la alegría."
Como novela que puede inscribirse en la ciencia ficción, La posibilidad de una isla, funciona a dos niveles. Por un lado conocemos las circunstancias vitales más íntimas de Daniel y por otro se insertan relatos de sus sucesores a modo de clones, mediante los cuales podemos conocer el mundo que han heredado y sus extrañas costumbres. Porque la esencia de la narración es la ascensión de una secta, a cuyos eventos Daniel comienza a asistir, inspirada en las doctrinas de los raelianos y la cienciología. En esencia, su mensaje contiene una extraña mezcla de ciencia, religión y parapsicología. Se pretende llegar a la inmortalidad mediante la clonación humana, por lo que sus miembros han de dejar muestras de su ADN a sus científicos. Un engaño bien orquestado, como suele ser frecuente en las religiones, populariza esta fe y hace que acabe triunfando sobre las creencias tradicionales. Aunar ciencia y fe quizá sea la fórmula del futuro en el mercado de las religiones.
Sea como fuere, al final la secta logra cumplir sus promesas y dejar descendencia clónica sobre el mundo. Muchos siglos después de la existencia del primer Daniel, estos nuevos hombres son una versión mejorada de los anteriores. Viven solos (una especie de catástrofe nuclear o ecológica que ha asolado el mundo tiene mucho que ver) en cumplimiento de las enseñanzas de una líder a quien denominan Hermana Suprema:
"La inteligencia permite el dominio del mundo; solo podía aparecer en una especie social y por mediación del lenguaje. Esa misma sociabilidad que había permitido la aparición de inteligencia iba más tarde a estorbar su desarrollo, una vez que se perfeccionaron las tecnologías de transmisión artificial. La desaparición de la vida social era el camino, enseña la Hermana Suprema."
Es curioso que estos nuevos hombres, aislados y autosufientes, acaben cayendo en los vicios de sus antepasados: la necesidad de afecto, la curiosidad por saber que hay más allá del propio horizonte... Al final resulta que la esencia de la humanidad, por mucho que nos modifiquen los genes, acaba surgiendo.
A todo esto, la lectura de La posibilidad de una isla posee un particular interés para nosotros los españoles. La mayor parte de su acción transcurre en nuestro país y Houellebecq no ahorra estocadas a nuestras costumbres y forma de ser. España aparece como un país que avanza rápidamente hacia la modernidad, pero que no es capaz de abandonar en el camino ciertos usos ancestrales (machismo, incultura, brutalidad) que nos han acompañado en nuestra historia. El urbanismo salvaje, las infraestructuras desmesuradas, los gustos musicales infames y nuestra vida noctámbula aparecen sin ningún rubor. Pero el mayor puyazo aparece en esta frase, que dejo aquí como materia de reflexión:
"(...) a los españoles no les gustan nada los programas culturales ni la cultura en general, es terreno que les parece profundamente hostil, a veces tienes la impresión, cuando hablas de cultura, de que se lo toman como una especie de ofensa personal."
miércoles, 30 de abril de 2014
martes, 29 de abril de 2014
EL CUENTO DE LA CRIADA (1985), DE MARGARET ATWOOD Y DE VOLKER SCHLÖNDORFF (1990). MEMORIAS DE UNA SUPERVIVIENTE.
Leer una distopía resulta mucho más estimulante literariamente que una utopía. Simplemente, porque las descripciones utópicas suelen ser más bien aburridas, más propias de la filosofía que de la literatura. Un mundo distópico ofrece muchas más posibilidades. Además, por desgracia, hemos conocido algunas sociedades de esa índole durante el siglo XX y la Corea del Norte actual bien podría entrar en la infame lista de pesadillas antiutópicas.
La República de Gilead (los antiguos Estados Unidos) en la que transcurre El cuento de la criada es una especie de régimen teocrático obsesionado con la natalidad. Se trata de un relato en primera persona en el que la protagonista va describiendo su vida en esta nueva sociedad, en la que su función es ser portadora de la fecundación de un comandante, un alto dirigente de Gilead. Como es lógico, la posición de estas criadas es objeto de pasiones ambivalentes: desde la envidia al desprecio, pasando por la veneración, cuando consiguen quedar embarazadas. Porque, como se ha dicho, en Gilead todo está organizado para que sus habitantes tengan asegurado el relevo generacional. Al parecer, alguna especie de catástrofe de índole nuclear desató una plaga de esterilidad, lo que ha provocado un golpe de Estado en los Estados Unidos. Los nuevos dirigentes han impuesto una forma de vida basada en los valores tradicionales, aunque con algunas modificaciones motivadas por la nueva situación, que hubieran parecido inmorales a los elementos más conservadores de nuestra realidad. La religión se ha adaptado al valor superior de la natalidad, por lo que, en el ámbito privado del hogar, se organizan ceremonias de procreación en las que el cabeza de familia copula con la criada ante la atenta mirada de la esposa legítima. Una escena aberrante y patética, pero que se considera sagrada.
El lector de El cuento de la criada, no puede más que compadecerse de la situación vital que describe Offred. Su relato es doblemente trágico, por insertar recuerdos de su vida anterior, una vida razonablemente feliz junto a su pareja y su hija, con un trabajo digno. Todo perdido para siempre. En la nueva sociedad las mujeres no pueden trabajar. Las únicas mujeres útiles son las fértiles (la infertilidad masculina no existe oficialmente). El resto puede ser enviado a las colonias, junto a criminales y disidentes, un eufemismo con el que se alude a trabajos de descontaminación en los que los condenados no suelen durar más de un año antes de caer abatidos por la enfermedad. Cuando una criada va a dar a luz, lo hace públicamente, en una ceremonia sagrada. Es habitual que los niños nazcan deformes o directamente moribundos. Ser una esposa legítima con un bebé sano nacido a través de la criada es la máxima aspiración social.
Pero como en todas las sociedades de corte totalitario, existen pequeños espacios de desahogo, pequeñas islas de libertad que utilizan sobre todo las clases dirigentes. Obviando el hecho de que a veces los médicos se ofrecen para fertilizar a las criadas (algo castigado con la muerte), existe un lugar - llamado Jezabel - donde los elementos masculinos de las altas estirpes dan rienda suelta a sus fantasías sexuales, utilizando a antiguas prostitutas y a mujeres que prefieren ser esclavas sexuales antes que ser enviadas a las colonias. En algunos aspectos, la realidad de El cuento de la criada recuerda a la España franquista, en la que la mujer solo contaba como madre y esposa, la religión era el pilar principal del régimen y los hombres tenían vías de escape sexual a través de prostitutas y queridas.
La versión cinematográfica que filmó Schlöndorff es una película sobria, que sabe usar sus pocos medios para recrear de manera muy efectiva la vida cotidiana en Gilead a través de un guión del Nobel Harold Pinter. Aunque en algunos momentos - sobre todo en su presentación - tenga una estética de telefilm, el director de El tambor de hojalata, ayudado por un buen elenco interpretativo, es capaz de asomar al espectador al desalentador espíritu de una novela inolvidable.
La República de Gilead (los antiguos Estados Unidos) en la que transcurre El cuento de la criada es una especie de régimen teocrático obsesionado con la natalidad. Se trata de un relato en primera persona en el que la protagonista va describiendo su vida en esta nueva sociedad, en la que su función es ser portadora de la fecundación de un comandante, un alto dirigente de Gilead. Como es lógico, la posición de estas criadas es objeto de pasiones ambivalentes: desde la envidia al desprecio, pasando por la veneración, cuando consiguen quedar embarazadas. Porque, como se ha dicho, en Gilead todo está organizado para que sus habitantes tengan asegurado el relevo generacional. Al parecer, alguna especie de catástrofe de índole nuclear desató una plaga de esterilidad, lo que ha provocado un golpe de Estado en los Estados Unidos. Los nuevos dirigentes han impuesto una forma de vida basada en los valores tradicionales, aunque con algunas modificaciones motivadas por la nueva situación, que hubieran parecido inmorales a los elementos más conservadores de nuestra realidad. La religión se ha adaptado al valor superior de la natalidad, por lo que, en el ámbito privado del hogar, se organizan ceremonias de procreación en las que el cabeza de familia copula con la criada ante la atenta mirada de la esposa legítima. Una escena aberrante y patética, pero que se considera sagrada.
El lector de El cuento de la criada, no puede más que compadecerse de la situación vital que describe Offred. Su relato es doblemente trágico, por insertar recuerdos de su vida anterior, una vida razonablemente feliz junto a su pareja y su hija, con un trabajo digno. Todo perdido para siempre. En la nueva sociedad las mujeres no pueden trabajar. Las únicas mujeres útiles son las fértiles (la infertilidad masculina no existe oficialmente). El resto puede ser enviado a las colonias, junto a criminales y disidentes, un eufemismo con el que se alude a trabajos de descontaminación en los que los condenados no suelen durar más de un año antes de caer abatidos por la enfermedad. Cuando una criada va a dar a luz, lo hace públicamente, en una ceremonia sagrada. Es habitual que los niños nazcan deformes o directamente moribundos. Ser una esposa legítima con un bebé sano nacido a través de la criada es la máxima aspiración social.
Pero como en todas las sociedades de corte totalitario, existen pequeños espacios de desahogo, pequeñas islas de libertad que utilizan sobre todo las clases dirigentes. Obviando el hecho de que a veces los médicos se ofrecen para fertilizar a las criadas (algo castigado con la muerte), existe un lugar - llamado Jezabel - donde los elementos masculinos de las altas estirpes dan rienda suelta a sus fantasías sexuales, utilizando a antiguas prostitutas y a mujeres que prefieren ser esclavas sexuales antes que ser enviadas a las colonias. En algunos aspectos, la realidad de El cuento de la criada recuerda a la España franquista, en la que la mujer solo contaba como madre y esposa, la religión era el pilar principal del régimen y los hombres tenían vías de escape sexual a través de prostitutas y queridas.
La versión cinematográfica que filmó Schlöndorff es una película sobria, que sabe usar sus pocos medios para recrear de manera muy efectiva la vida cotidiana en Gilead a través de un guión del Nobel Harold Pinter. Aunque en algunos momentos - sobre todo en su presentación - tenga una estética de telefilm, el director de El tambor de hojalata, ayudado por un buen elenco interpretativo, es capaz de asomar al espectador al desalentador espíritu de una novela inolvidable.
jueves, 24 de abril de 2014
UTOPÍA, HISTORIA DE UNA IDEA (2011), DE GREGORY CLAEYS. SUEÑOS Y DELIRIOS DE LA RAZÓN.
"Un mapa del mundo que no incluya a Utopía no merece la pena ni mirarse". Así se expresaba Oscar Wilde hace más de un siglo. Desde entonces la idea de la creación de una sociedad utópica ha permanecido entre nosotros, aunque no con tanto fervor como antaño, ya que en el siglo XX hemos comprobado como a veces el sueño utópico engendra la más terribles pesadillas. Una de las más fascinantes peculiaridades del ser humano resulta ser el hecho de que casi nunca se conforma con su suerte, siempre anhela mejorar, ya sea colectiva como individualmente. La utopía es esa tendencia a la perfección. Las religiones se han aprovechado de esto y han cumplido su función social domesticando al ser humano con la promesa de una existencia maravillosa tras la muerte. A veces - muy pocas, todo hay que decirlo - son los mismos miembros de la religión las que intentan crear el cielo en la Tierra, como sucedió con las efímeras misiones jesuitas en Paraguay. Cuando el credo religioso empieza a transformarse en credo cívico, se comienzan a elaborar utopías más auténticas. Casi siempre se producen en el terreno teórico y unas pocas van a ser llevadas a la realidad, con resultados dispares.
Hay que recordar que el término utopía surge a través del éxito de un escrito de Tomás Moro. En su libro se describe la visita a una isla en la que se ha fundado un Estado con un régimen totalmente distinto a los conocidos en Europa, pues se basa en la felicidad de sus ciudadanos y en la moderación de sus deseos, lo que tiene como resultado una convivencia pacífica y cooperativa. La obra de Tomás Moro debería leerse más y debería reflexionarse sobre ella. Se trata de un intento de descripción de la sociedad ideal, al que siguieron muchos otros. En cualquier caso, el momento más interesante es el siglo XIX, cuando se intentan llevar a la realidad muchas de estas ideas filosóficas. Casi todas estos pequeños experimentos sociales terminaron fracasando, ya que se basan, como el de Moro, en un bienestar general e igualitario. El egoísmo humano, la ambición por ser más que los demás, casa bastante mal con esto y acaba escapando de su prisión. Es bueno mencionar que algunos gozaron de años e incluso décadas de éxito. Como ejemplo puede citarse la aldea fabril que Robert Owen fundó en New Lanark, Escocia, en la que se impulsó un modo de vida digno para los obreros, basado en salarios altos, educación, fondos para enfermedad y vejez y democracia interna. Se trataba de una isla de dignidad en una época en la que la explotación al obrero alcanzó las cotas más infames.
El siglo XX es la época de las distopías. Si el comunismo era una idea esperanzadora, su puesta en práctica engendró la peor de las pesadillas en la Unión Soviética, que acabó convirtiéndose en un Estado totalitario que aplastaba los derechos básicos de sus ciudadanos, por mucho que mejorara sus condiciones de vida en muchos aspectos. Otras distopías aún más siniestras surgieron con el auge del fascismo y el nazismo, que pretendían fundar sociedades basadas en el triunfo darwinista de los más fuertes. A finales de siglo pareció llegarse a un fin de la historia, con el triunfo final del capitalismo liberal. Actualmente padecemos una especie de sociedad utópica neoliberal, basada en una simulación de democracia, en la que las decisiones se toman en ámbitos opacos para el ciudadano. Es la utopía de los ricos, que no comparten beneficios, evaden impuestos, pero socializan sus pérdidas. Pero la historia es siempre cambiante. Hay que aprender de los errores del pasado. El ser humano no puede renunciar a utopías más justas, pues sería como renunciar a los sueños. Desde mi punto de vista lo mejor sería hacer realidad los derechos constitucionales que actualmente son papel mojado y llevar la democracia participativa a ámbitos ciudadanos más pequeños. Pero todo esto debería ir acompañado con planes de educación orientados sobre todo a los colectivos más desfavorecidos. En todas estas ideas, la utilización sabia de las nuevas tecnologías tendría mucho que decir. El mismo Claeys se expresa así al principio del ensayo:
"Por tanto la utopía no es el ámbito de lo imposible. En el reino del mito casi todo es posible. Y en la religión expresada en el lenguaje del apocalipsis, de la salvación y la emancipación, del final, lo definitivo, lo perfecto, lo acabado, lo total, lo absoluto, casi todo es posible. Pero la utopía explora el espacio que hay entre lo posible y lo imposible. Por mucho que, hay que reconocerlo, haya estado con frecuencia impregnada de un deseo de algo definitivo y absoluto, de perfección, la utopía no es en este sentido "imposible", ni tampoco está "en ninguna parte". Ha estado "en alguna parte" en muchos momentos de la historia, incluso antes de que existiera el concepto mismo. Es un lugar en el que hemos estado y del que a veces hemos huido, y un lugar todavía ignoto que aspiramos a visitar. Sin él, la humanidad nunca habría avanzado en su lucha por mejorar. Es una estrella polar, una guía, un punto de referencia en el mapa común de una búsqueda eterna de la mejora de la condición humana."
Utopia, historia de una idea, es uno de esos libros que son a la vez una pequeña obra de arte. Repleto de ilustraciones, es un perfecto instrumento de reflexión sobre el eterno anhelo humano por mejorar. Además, es uno de esos libros que son capaces de suscitar el deseo de leer otros. Cada capítulo es como una abundante bibliografía con la que profundizar en un tema tan fascinante. Yo ya he empezado a hacerlo con la distopía El cuento de la criada, de Margaret Atwood.
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martes, 22 de abril de 2014
EL SEÑOR IBRAHIM Y LAS FLORES DEL CORÁN (2001), DE ERIC-EMMANUEL SCHMITT Y DE FRANÇOIS DUPEYRON (2003). LAS DISTINTAS RELIGIONES Y EL LIBRO MÁS SAGRADO.
Mientras leía esta pequeña novela de Éric-Emmanuel Schmitt, no podía evitar acordarme de otra narración que abordé el año pasado: La vida ante sí, de Romain Gary. Ambas comparten un escenario similar, un barrio de inmigrantes en París y el protagonista se llama igual. Lo que sucede es que la de Schmitt es mucho más amable y edulcorada que la de Gary. El Momo de Gary no esperaba demasiado del futuro. El de Schmitt termina no solo intuyendo las claves de su porvenir, sino con un instrumento en sus manos, el Corán, capaz de ofrecerle respuestas a cualquier cuestión que se haga.
Y es que El señor Ibrahim y las flores del Corán, siendo una lectura extremadamente sencilla, es capaz de suscitar las más diversas interpretaciones, como se probó en el club de lectura celebrado ayer. Lo primero que hay que poner sobre la mesa - y en eso estuvimos todos de acuerdo - es que no estamos ante una narración realista, sino más bien ante una especie de fábula. Momo es un adolescente con hambre de vida, que precisa de alguien que le guíe en su descubrimiento del mundo. Su padre está descartado. El pobre hombre está hundido por problemas económicos y sentimentales, por lo que apenas se relaciona con su hijo. Así que lo primero que se le ocurre al protagonista es recurrir a una prostituta, porque estrenarse en el sexo equivale a inaugurar su nueva condición de adulto. Después irá arraigando una profunda amistad con el tendero del barrio, un musulmán en un distrito donde los judíos imperan, el señor Ibrahim.
El señor Ibrahim es musulmán, sí, pero practicante del sufismo, como él no tarda en comentar. El sufismo es la rama más espiritual del islam. Algunos dicen que precede a la misma religión islámica. Otros, que es su expresión más pura y hay quienes opinan que no es más que una herejía. Sea como sea, en la versión que practica el señor Ibrahim parece que hay mucho de tolerancia con el resto de religiones. La relación que entabla con Momo, basada en un principio en consejos prácticos sobre la vida cotidiana, poco a poco se va profundizando hacia asuntos más espirituales y menos mundanos. Es casi como una metáfora del poder de las religiones para captar adeptos que andan un poco perdidos por la existencia. Momo va a ser un discípulo fiel de las enseñanzas del señor Ibrahim. La consolidación final de su vínculo se va a producir con un acto simbólico - casi como la ceremonia de entrada de un nuevo miembro en la comunidad de creyentes - que no va a ser otro que la adopción de Momo como hijo.
Como no conocemos las verdaderas intenciones de Eric-Emmanuel Schmitt a la hora de escribir este relato, no podemos estar seguros de que estan fueran hacer proselitismo de las religiones en general y del islam en particular. Hay quien lo ha interpretado más bien como una fábula sobre las relaciones padre-hijo, como una especie de manual de autoayuda con algunas ideas sencillas y universales. Sea como sea, aunque es difícil obviar el encanto de la amistad entre estos dos personajes, no está mal analizar el profundo sustrato ideológico de la propuesta del autor. La película tampoco ayuda demasiado en este sentido. Es casi una traslación literal del libro, aunque con el añadido de una música estridente y constante - para hacer ver al espectador en todo momento que nos hallamos en los años sesenta - que no hace más que entorpecer la esencia del relato. Lo mejor es sin duda la impecable interpretación de Omar Sharif, que compone un personaje inolvidable, pero el filme de Dupeyron poco más aporta. Me quedo con la escena final ¿qué quieren decir esas flores y esa carta insertas en el Corán? ¿Acaso que hay que leer el libro sagrado como la interpretación correcta de toda la naturaleza, de todo lo que existe? Entre todas las enseñanzas del señor Ibrahim hay una que no me resulta especialmente simpática: el rechazo a los libros como fuente de conocimiento. Mejor preguntar a las personas, le explica a su futuro vástago. En el fondo creo que quiere decir algo así como: ¿para qué leer otros libros existiendo uno que contiene todas las respuestas, el Corán?
Y es que El señor Ibrahim y las flores del Corán, siendo una lectura extremadamente sencilla, es capaz de suscitar las más diversas interpretaciones, como se probó en el club de lectura celebrado ayer. Lo primero que hay que poner sobre la mesa - y en eso estuvimos todos de acuerdo - es que no estamos ante una narración realista, sino más bien ante una especie de fábula. Momo es un adolescente con hambre de vida, que precisa de alguien que le guíe en su descubrimiento del mundo. Su padre está descartado. El pobre hombre está hundido por problemas económicos y sentimentales, por lo que apenas se relaciona con su hijo. Así que lo primero que se le ocurre al protagonista es recurrir a una prostituta, porque estrenarse en el sexo equivale a inaugurar su nueva condición de adulto. Después irá arraigando una profunda amistad con el tendero del barrio, un musulmán en un distrito donde los judíos imperan, el señor Ibrahim.
El señor Ibrahim es musulmán, sí, pero practicante del sufismo, como él no tarda en comentar. El sufismo es la rama más espiritual del islam. Algunos dicen que precede a la misma religión islámica. Otros, que es su expresión más pura y hay quienes opinan que no es más que una herejía. Sea como sea, en la versión que practica el señor Ibrahim parece que hay mucho de tolerancia con el resto de religiones. La relación que entabla con Momo, basada en un principio en consejos prácticos sobre la vida cotidiana, poco a poco se va profundizando hacia asuntos más espirituales y menos mundanos. Es casi como una metáfora del poder de las religiones para captar adeptos que andan un poco perdidos por la existencia. Momo va a ser un discípulo fiel de las enseñanzas del señor Ibrahim. La consolidación final de su vínculo se va a producir con un acto simbólico - casi como la ceremonia de entrada de un nuevo miembro en la comunidad de creyentes - que no va a ser otro que la adopción de Momo como hijo.
Como no conocemos las verdaderas intenciones de Eric-Emmanuel Schmitt a la hora de escribir este relato, no podemos estar seguros de que estan fueran hacer proselitismo de las religiones en general y del islam en particular. Hay quien lo ha interpretado más bien como una fábula sobre las relaciones padre-hijo, como una especie de manual de autoayuda con algunas ideas sencillas y universales. Sea como sea, aunque es difícil obviar el encanto de la amistad entre estos dos personajes, no está mal analizar el profundo sustrato ideológico de la propuesta del autor. La película tampoco ayuda demasiado en este sentido. Es casi una traslación literal del libro, aunque con el añadido de una música estridente y constante - para hacer ver al espectador en todo momento que nos hallamos en los años sesenta - que no hace más que entorpecer la esencia del relato. Lo mejor es sin duda la impecable interpretación de Omar Sharif, que compone un personaje inolvidable, pero el filme de Dupeyron poco más aporta. Me quedo con la escena final ¿qué quieren decir esas flores y esa carta insertas en el Corán? ¿Acaso que hay que leer el libro sagrado como la interpretación correcta de toda la naturaleza, de todo lo que existe? Entre todas las enseñanzas del señor Ibrahim hay una que no me resulta especialmente simpática: el rechazo a los libros como fuente de conocimiento. Mejor preguntar a las personas, le explica a su futuro vástago. En el fondo creo que quiere decir algo así como: ¿para qué leer otros libros existiendo uno que contiene todas las respuestas, el Corán?
domingo, 20 de abril de 2014
THE AMAZING SPIDERMAN 2: EL PODER DE ELECTRO (2014), DE MARC WEBB. LUCES Y SOMBRAS DE PETER PARKER.
Mientras visionaba esta película volvía a hacerme la misma pregunta que me rondó en la primera parte: ¿qué sentido tenía reiniciar la franquicia de Spiderman? Bien es cierto que la tercera parte de la trilogía de Raimi no fue una experiencia muy afortunada. Pero volver a contar la misma historia tenía algo de cansino. Webb intentó imprimirle un carácter novedoso incorporando a los padres de Peter Parker como parte esencial en la trama, algo que también sucede en esta segunda parte, pero esto solo funciona como catalizador de las características clásicas del personaje, sin atreverse a llegar mucho más allá. Al menos aquí no tenemos que volver a ver la picadura de la araña, la muerte del tío Ben y toda la mitología en torno a la génesis de Spiderman. En The amazing Spiderman 2 encontramos en principio a un Peter Parker que se siente cómodo en su papel de héroe neoyorkino. Paralelamente, sigue viviendo su romance con Gwen Stacy, con los problemas derivados de su condición superheroica. La película se recrea en escenas amorosas de la pareja, con el fin de que el espectador se sienta implicado emocionalmente en el romance (algo que va a justificarse casi al final de la cinta).
Por lo demás, y obviando los impresionantes efectos especiales, la trama deviene en pura rutina. El villano, Electro, no podía estar peor elegido. Jamie Foxx realiza una de las peores interpretaciones de su carrera al dar vida a este empleado de mantenimiento al que Spiderman salva la vida. Luego vendrá la escena clásica de su transformación en supervillano. Más sorprendente aún que sus poderes resulta que su motivación para odiar a Spiderman sea la siguiente: ¡qué este no se acuerda de su nombre! A veces los guionistas parecen no ganarse su sueldo. A pesar de ser el principal reclamo publicitario de la cinta, el personaje no es más que una justificación para añadir efectos especiales psicodélicos en un par de enfrentamientos muy poco inspirados y escasamente realistas (cuando hablo de realismo en películas de este género pongo como ejemplo The Dark Knight, de Nolan), repletos de guiños infantiles, como que la gente contemple las peleas desde unas vallas colocadas al efecto en pocos segundos, como si estuvieran asistiendo a una competición deportiva.
Lo de Harry Osborn tiene mejor pinta. Interpretado esta vez con solvencia por Dane DeHann, resulta un papel mucho más inquietante que la de la anterior trilogía. En cualquier caso, el Duende Verde original, su padre, Norman Osborn, es solo una presencia testimonial. Aunque la relación con Peter Parker está un poco metida con calzador, sus momentos de conversación con éste resultan ser de lo mejor de la cinta. Si obviamos la mala concepción de Electro, The Amazing Spiderman 2 resulta en conjunto una propuesta con puntos interesantes. Andrew Garfield parece haberle tomado la medida a su personaje y compone a un Parker con muchos matices, mucho menos nerd y patoso que el de Tobey Maguire y esto hace que las escenas en las que se profundiza en su relación con tía May sean todo un acierto. Al final la película acaba dejando buen sabor de boca, ya que remonta de manera espectacular en su última media hora, que es cuando el Duende Verde, un enemigo con muchísima más entidad que Electro, se adueña de la pantalla. El desenlace, con la aparición de Rino, hace lamentar que las posibilidades de la película hubieran sido mayores si se le hubiera dado a éste mayor protagonismo, en detrimento de Electro. Si se quería a un villano patoso, mejor una bestia como Rino que un espectáculo de fuegos artificiales sin emoción alguna.
Está bien que las aventuras de Spiderman en el siglo XXI sigan bebiendo de los cómics canónicos de Stan Lee, sobre todo de su espectacular etapa con John Romita (todavía recuerdo el placer que me deparaban estos episodios cuando los leía de niños en su edición de Bruguera), pero pienso que los futuros guionistas deberían fijar su mirada en la mejor reinvención del personaje (y ha tenido varias) que, siendo respetuosa con la esencia del mismo, lo adaptó perfectamente a nuestra época y le dio un aire cinematográfico muy aprovechable para la pantalla grande: se trata de Ultimate Spiderman, guionizado por un Brian Michael Bendis que realizó aquí uno de sus mejores trabajos.
Por lo demás, y obviando los impresionantes efectos especiales, la trama deviene en pura rutina. El villano, Electro, no podía estar peor elegido. Jamie Foxx realiza una de las peores interpretaciones de su carrera al dar vida a este empleado de mantenimiento al que Spiderman salva la vida. Luego vendrá la escena clásica de su transformación en supervillano. Más sorprendente aún que sus poderes resulta que su motivación para odiar a Spiderman sea la siguiente: ¡qué este no se acuerda de su nombre! A veces los guionistas parecen no ganarse su sueldo. A pesar de ser el principal reclamo publicitario de la cinta, el personaje no es más que una justificación para añadir efectos especiales psicodélicos en un par de enfrentamientos muy poco inspirados y escasamente realistas (cuando hablo de realismo en películas de este género pongo como ejemplo The Dark Knight, de Nolan), repletos de guiños infantiles, como que la gente contemple las peleas desde unas vallas colocadas al efecto en pocos segundos, como si estuvieran asistiendo a una competición deportiva.
Lo de Harry Osborn tiene mejor pinta. Interpretado esta vez con solvencia por Dane DeHann, resulta un papel mucho más inquietante que la de la anterior trilogía. En cualquier caso, el Duende Verde original, su padre, Norman Osborn, es solo una presencia testimonial. Aunque la relación con Peter Parker está un poco metida con calzador, sus momentos de conversación con éste resultan ser de lo mejor de la cinta. Si obviamos la mala concepción de Electro, The Amazing Spiderman 2 resulta en conjunto una propuesta con puntos interesantes. Andrew Garfield parece haberle tomado la medida a su personaje y compone a un Parker con muchos matices, mucho menos nerd y patoso que el de Tobey Maguire y esto hace que las escenas en las que se profundiza en su relación con tía May sean todo un acierto. Al final la película acaba dejando buen sabor de boca, ya que remonta de manera espectacular en su última media hora, que es cuando el Duende Verde, un enemigo con muchísima más entidad que Electro, se adueña de la pantalla. El desenlace, con la aparición de Rino, hace lamentar que las posibilidades de la película hubieran sido mayores si se le hubiera dado a éste mayor protagonismo, en detrimento de Electro. Si se quería a un villano patoso, mejor una bestia como Rino que un espectáculo de fuegos artificiales sin emoción alguna.
Está bien que las aventuras de Spiderman en el siglo XXI sigan bebiendo de los cómics canónicos de Stan Lee, sobre todo de su espectacular etapa con John Romita (todavía recuerdo el placer que me deparaban estos episodios cuando los leía de niños en su edición de Bruguera), pero pienso que los futuros guionistas deberían fijar su mirada en la mejor reinvención del personaje (y ha tenido varias) que, siendo respetuosa con la esencia del mismo, lo adaptó perfectamente a nuestra época y le dio un aire cinematográfico muy aprovechable para la pantalla grande: se trata de Ultimate Spiderman, guionizado por un Brian Michael Bendis que realizó aquí uno de sus mejores trabajos.
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OTHER LIVES (2010), DE PETER BAGGE. LOS EXPLORADORES DE SECOND WORLD.
Odio, de Peter Bagge fue en su momento una de mis mejores experiencias como lector de cómics. Partiendo de la tradición urderground, la historia de Buddy Bradley presentaba a los miembros de la llamada Generación X como una serie de seres negados, vagos y peligrosamente pesimistas que jamás podrían integrarse en la sociedad. Parece ser, según los comentarios que he ido leyendo por ahí en diferentes momentos, que después de Odio, Bagge no ha creado nada que mereciera demasiado la pena. En cualquier caso, yo he decidido darle una oportunidad escogiendo casi al azar este Other lives, una novela gráfica publicada hace pocos años y no he salido decepcionado de la experiencia.
Como es habitual en Peter Bagge, Other lives está plagado de perdedores. Desde ese protagonista que se gana la vida plagiando artículos periodísticos de otros (y que, como no podía ser de otra manera, vive atormentado por oscuros traumas familiares), hasta el agente de seguros divorciado que prefiere con mucho fabricarse una vida virtual a tener que afrontar su desastrosa existencia real. Woodrow es el personaje más interesante, un fracasado que arrastra su anterior existencia como un lastre. Sobreviviendo en un Motel de mala muerte (eso sí, con wi-fi gratis), Woodrow pasa todo el tiempo libre conectado a internet dedicado a sus dos actividades favoritas: jugar al póker virtual y mover a su avatar por Second World, uno de esos mundos virtuales que tanto éxito tuvieron hace unos años.
Y es que el mundo de internet es tan caprichosamente cambiante que es posible que dentro de una década o menos facebook y twitter sean antiguallas y la gente se encuentre abducida por alguna novedad que hoy ni siquiera podemos sospechar. Ya nadie se acuerda del auge (aunque fue breve, eso sí) de esos mundos virtuales, como Second life, para los que la gente se creaba un avatar en el que el único límite era la imaginación. La presunta gracia del invento estaba en explorar las distintas zonas, conocer a otra gente y crear tu propio territorio para enseñárselo a otros. Debía ser bastante aburrido, porque pronto la gente dejó de interesarse por este universo alternativo y millones de personajes fueron abandonados a su suerte. Desconozco si Second life sigue existiendo y si estos avatares siguen atrapados en esa especie de limbo, pero la realidad es que para gente como Woodrow constituía una evasión imprescindible para sentirse alguien importante, para hacer realidad las fantasías más extravagantes. Casi la mitad de las páginas de Other lives viajan por la pantalla de internet, dándole la misma importancia a la relación virtual entre Woodrow y la novia del protagonista que al mundo real. Y es que Peter Bagge intuye que estas historias virtuales tienen tanto potencial o más que las que suceden en la realidad de siempre. Solo que no pueden ser duraderas, porque habitualmente uno de sus protagonistas se las suele tomar con mucha más seriedad que el otro.
Other lives es una interesante exploración de las obsesiones de Bagge, expuesta en esta ocasión de una forma más experimental y menos radical. Si fueron fans en su momento de Odio, merece la pena echarle un vistazo a esta obra.
Como es habitual en Peter Bagge, Other lives está plagado de perdedores. Desde ese protagonista que se gana la vida plagiando artículos periodísticos de otros (y que, como no podía ser de otra manera, vive atormentado por oscuros traumas familiares), hasta el agente de seguros divorciado que prefiere con mucho fabricarse una vida virtual a tener que afrontar su desastrosa existencia real. Woodrow es el personaje más interesante, un fracasado que arrastra su anterior existencia como un lastre. Sobreviviendo en un Motel de mala muerte (eso sí, con wi-fi gratis), Woodrow pasa todo el tiempo libre conectado a internet dedicado a sus dos actividades favoritas: jugar al póker virtual y mover a su avatar por Second World, uno de esos mundos virtuales que tanto éxito tuvieron hace unos años.
Y es que el mundo de internet es tan caprichosamente cambiante que es posible que dentro de una década o menos facebook y twitter sean antiguallas y la gente se encuentre abducida por alguna novedad que hoy ni siquiera podemos sospechar. Ya nadie se acuerda del auge (aunque fue breve, eso sí) de esos mundos virtuales, como Second life, para los que la gente se creaba un avatar en el que el único límite era la imaginación. La presunta gracia del invento estaba en explorar las distintas zonas, conocer a otra gente y crear tu propio territorio para enseñárselo a otros. Debía ser bastante aburrido, porque pronto la gente dejó de interesarse por este universo alternativo y millones de personajes fueron abandonados a su suerte. Desconozco si Second life sigue existiendo y si estos avatares siguen atrapados en esa especie de limbo, pero la realidad es que para gente como Woodrow constituía una evasión imprescindible para sentirse alguien importante, para hacer realidad las fantasías más extravagantes. Casi la mitad de las páginas de Other lives viajan por la pantalla de internet, dándole la misma importancia a la relación virtual entre Woodrow y la novia del protagonista que al mundo real. Y es que Peter Bagge intuye que estas historias virtuales tienen tanto potencial o más que las que suceden en la realidad de siempre. Solo que no pueden ser duraderas, porque habitualmente uno de sus protagonistas se las suele tomar con mucha más seriedad que el otro.
Other lives es una interesante exploración de las obsesiones de Bagge, expuesta en esta ocasión de una forma más experimental y menos radical. Si fueron fans en su momento de Odio, merece la pena echarle un vistazo a esta obra.
miércoles, 16 de abril de 2014
LA CONQUISTA SOCIAL DE LA TIERRA (2012), DE EDWARD O. WILSON. ¿DE DÓNDE VENIMOS? ¿QUÉ SOMOS? ¿ADÓNDE VAMOS?
El hombre es el único animal capaz de estudiarse a sí mismo, el más sorprendente fruto de la evolución de seres vivos sobre el planeta Tierra. Es indudable que la especie humana es la que domina de forma absoluta a todas las demás, sobre todo porque ha desarrollado de manera desmesurada una característica adaptativa imprescindible para tomar ventaja: la inteligencia. Todo esto puede valer para sentirnos orgullosos de pertenecer a esta especie. Pero si estudiamos cómo hemos llegado a este punto, nos daremos cuenta de que en gran parte ha sido producto de la casualidad. La evolución no ha estado guiada por ninguna inteligencia superior, simplemente ha sido un proceso adaptado a las circunstancias cambiantes de la vida en el planeta. De hecho, el germen de la especie humana actual estuvo a punto de extinguirse en un par de ocasiones (como ha sucedido con millones de especies desde la aparición de la vida).
Si en algo es especialista Edward O. Wilson es en la teoría de la eusocialidad, es decir, el comportamiento biológico que implica la coopeeración con los semejantes para asegurar el bienestar y la supervivencia de la especie. Esto implica desde la división del trabajo al cuidado colectivo de un nido común. El hombre es un animal eusocial, pero también lo son las hormigas, las termes y otros insectos. No es común la eusocialidad en la naturaleza, la mayoría de las especies suelen llevar una vida independiente o, si se mueven en manadas, carecen de un lugar estable donde vivir (un nido comunitario), una característica imprescindible del comportamiento eusocial. Bien es cierto que, en el caso de los humanos, esta cooperación ha ido ejercitándose progresivamente. Al principio se daba en grupos pequeños, que rivalizaban con tribus vecinas, aunque a veces se llegara a un grado de cooperación entre ellas por intereses mutuos (aún hoy la especie humana dista mucho de haber llegado a un grado de armonía ideal entre todos sus miembros. Los países a veces parecen cumplir las funciones de las antiguas tribus, con esa división territorial y humana excluyente en diversos grados).
"La naturaleza humana son las regularidades heredadas del desarrollo mental común de nuestra especie. Son las "reglas epigenéticas", que evolucionaron por la interacción de la evolución genética y cultural que tuvo lugar a lo largo de un prolongado periodo de la prehistoria profunda. Estas reglas son los sesgos genéticos en la manera en que nuestros sentidos perciben el mundo, la codificación simbólica mediante la cual representamos el mundo, las opciones que automáticamente nos abrimos a nosotros mismos, y las respuestas que encontramos que son las más fáciles y las más gratificantes de hacer. (...) Las reglas epigenéticas (...) hacen que adquiramos diferencialmente miedos o fobias relacionadas con peligros del ambiente como serpientes o alturas; que nos comuniquemos mediante determinadas expresiones faciales y formas de lenguaje corporal; que establezcamos lazos con los niños; que establezcamos lazos conyugales y así sucesivamente a través de una extensa gama de otras categorías del comportamiento y del pensamiento. Es evidente que la mayoría de las reglas epigenéticas son muy antiguas y se remontan a millones de años en nuestro linaje de mamíferos. Otras, como las fases de desarrollo lingüístico, solo tienen cientos de miles de años de antigüedad. Al menos una, la tolerancia del adulto a la lactosa de leche, y en consecuencia, el potencial de una cultura basada en los productos lácteos en algunas poblaciones, se remonta a unos pocos miles de años."
Y es que la naturaleza humana es contradictoria. Por un lado es egoísta, pero por otro, los genes altruístas le obligan a cooperar para su propia supervivencia. También existen individuos con un grado especial de altruismo, capaces de sacrificarse por la comunidad, aunque estos son escasos, a no ser que se les obligue (como los soldados que son reclutados para pelear en una guerra). Y es que en realidad, el hombre dista mucho de estar programado para vivir en la civilización, sobre todo porque nuestros genes todavía responden a la llamada selección de grupo. Raramente nos identificamos con toda la humanidad, sino que necesitamos ser parte de un grupo con una determinada identidad - por cuyos miembros podemos sentir intensos grados de empatía - y eso nos hace rechazar al que consideramos diferente, a aquellos con los que tenemos que competir para controlar los recursos necesarios para una existencia cómoda. El nacionalismo y la religión se basan en estas premisas: hay que reforzar la pertenencia al grupo mediante unas determinadas doctrinas que otorgan a sus miembros un sentimiento de superioridad sobre los demás.
La otra cara de la moneda de estas realidades es el desarrollo de la cultura, del arte, que une a los distintos pueblos y crea lazos de entendimiento y de cooperación, eliminando la desconfianza al diferente y potenciando el altruísmo. Incluso los que, dentro del grupo, son diferentes, como los homosexuales, tienen mucho que aportar al mismo, también desde un punto de vista biológico:
"La homosexualidad puede conferir ventajas al grupo mediante talentos especiales, cualidades de personalidad insólitas y los papeles y profesiones especializados que genera. Existen abundantes pruebas de que tal es el caso, tanto en sociedades prealfabetizadas como en las modernas. Sea como sea, las sociedades se equivocan al censurar la sexualidad porque los gays tienen preferencias sexuales diferentes y se reproducen menos. Por el contrario, su presencia debiera valorarse por aquello que aportan de forma constructiva a la diversidad humana. Una sociedad que condena la homosexualidad se daña a sí misma".
Así pues, la sociedad humana a la que tenemos que tender en el futuro es aquella que refuerce nuestros genes altruístas y cooperativos, en detrimento de los egoístas (algo que está lejos de las doctrinas neoliberales que imperan en el presente) y que acorrale las doctrinas religiosas y nacionalistas como algo excéntrico y excluyente. Dichas doctrinas cumplieron su papel de cohesión social en el pasado pero hoy día, en una sociedad en la que se ha desarrollado la ciencia hasta niveles increíbles, han perdido su sentido. Como dice Wilson: "El poder de las religiones organizadas se basa en su contribución al orden social y a la seguridad personal, no a la búsqueda de la verdad. El objetivo de las religiones es la sumisión a la voluntad y al bien común de la tribu". Cuanto mejor sería que esta tribu acabara abarcando a la humanidad entera, sujeta a las leyes racionales de la igualdad, la libertad y el conocimiento.
Si en algo es especialista Edward O. Wilson es en la teoría de la eusocialidad, es decir, el comportamiento biológico que implica la coopeeración con los semejantes para asegurar el bienestar y la supervivencia de la especie. Esto implica desde la división del trabajo al cuidado colectivo de un nido común. El hombre es un animal eusocial, pero también lo son las hormigas, las termes y otros insectos. No es común la eusocialidad en la naturaleza, la mayoría de las especies suelen llevar una vida independiente o, si se mueven en manadas, carecen de un lugar estable donde vivir (un nido comunitario), una característica imprescindible del comportamiento eusocial. Bien es cierto que, en el caso de los humanos, esta cooperación ha ido ejercitándose progresivamente. Al principio se daba en grupos pequeños, que rivalizaban con tribus vecinas, aunque a veces se llegara a un grado de cooperación entre ellas por intereses mutuos (aún hoy la especie humana dista mucho de haber llegado a un grado de armonía ideal entre todos sus miembros. Los países a veces parecen cumplir las funciones de las antiguas tribus, con esa división territorial y humana excluyente en diversos grados).
"La naturaleza humana son las regularidades heredadas del desarrollo mental común de nuestra especie. Son las "reglas epigenéticas", que evolucionaron por la interacción de la evolución genética y cultural que tuvo lugar a lo largo de un prolongado periodo de la prehistoria profunda. Estas reglas son los sesgos genéticos en la manera en que nuestros sentidos perciben el mundo, la codificación simbólica mediante la cual representamos el mundo, las opciones que automáticamente nos abrimos a nosotros mismos, y las respuestas que encontramos que son las más fáciles y las más gratificantes de hacer. (...) Las reglas epigenéticas (...) hacen que adquiramos diferencialmente miedos o fobias relacionadas con peligros del ambiente como serpientes o alturas; que nos comuniquemos mediante determinadas expresiones faciales y formas de lenguaje corporal; que establezcamos lazos con los niños; que establezcamos lazos conyugales y así sucesivamente a través de una extensa gama de otras categorías del comportamiento y del pensamiento. Es evidente que la mayoría de las reglas epigenéticas son muy antiguas y se remontan a millones de años en nuestro linaje de mamíferos. Otras, como las fases de desarrollo lingüístico, solo tienen cientos de miles de años de antigüedad. Al menos una, la tolerancia del adulto a la lactosa de leche, y en consecuencia, el potencial de una cultura basada en los productos lácteos en algunas poblaciones, se remonta a unos pocos miles de años."
Y es que la naturaleza humana es contradictoria. Por un lado es egoísta, pero por otro, los genes altruístas le obligan a cooperar para su propia supervivencia. También existen individuos con un grado especial de altruismo, capaces de sacrificarse por la comunidad, aunque estos son escasos, a no ser que se les obligue (como los soldados que son reclutados para pelear en una guerra). Y es que en realidad, el hombre dista mucho de estar programado para vivir en la civilización, sobre todo porque nuestros genes todavía responden a la llamada selección de grupo. Raramente nos identificamos con toda la humanidad, sino que necesitamos ser parte de un grupo con una determinada identidad - por cuyos miembros podemos sentir intensos grados de empatía - y eso nos hace rechazar al que consideramos diferente, a aquellos con los que tenemos que competir para controlar los recursos necesarios para una existencia cómoda. El nacionalismo y la religión se basan en estas premisas: hay que reforzar la pertenencia al grupo mediante unas determinadas doctrinas que otorgan a sus miembros un sentimiento de superioridad sobre los demás.
La otra cara de la moneda de estas realidades es el desarrollo de la cultura, del arte, que une a los distintos pueblos y crea lazos de entendimiento y de cooperación, eliminando la desconfianza al diferente y potenciando el altruísmo. Incluso los que, dentro del grupo, son diferentes, como los homosexuales, tienen mucho que aportar al mismo, también desde un punto de vista biológico:
"La homosexualidad puede conferir ventajas al grupo mediante talentos especiales, cualidades de personalidad insólitas y los papeles y profesiones especializados que genera. Existen abundantes pruebas de que tal es el caso, tanto en sociedades prealfabetizadas como en las modernas. Sea como sea, las sociedades se equivocan al censurar la sexualidad porque los gays tienen preferencias sexuales diferentes y se reproducen menos. Por el contrario, su presencia debiera valorarse por aquello que aportan de forma constructiva a la diversidad humana. Una sociedad que condena la homosexualidad se daña a sí misma".
Así pues, la sociedad humana a la que tenemos que tender en el futuro es aquella que refuerce nuestros genes altruístas y cooperativos, en detrimento de los egoístas (algo que está lejos de las doctrinas neoliberales que imperan en el presente) y que acorrale las doctrinas religiosas y nacionalistas como algo excéntrico y excluyente. Dichas doctrinas cumplieron su papel de cohesión social en el pasado pero hoy día, en una sociedad en la que se ha desarrollado la ciencia hasta niveles increíbles, han perdido su sentido. Como dice Wilson: "El poder de las religiones organizadas se basa en su contribución al orden social y a la seguridad personal, no a la búsqueda de la verdad. El objetivo de las religiones es la sumisión a la voluntad y al bien común de la tribu". Cuanto mejor sería que esta tribu acabara abarcando a la humanidad entera, sujeta a las leyes racionales de la igualdad, la libertad y el conocimiento.
lunes, 14 de abril de 2014
SOBRE LA FELICIDAD (h 58 D.C.) DE LUCIO ANNEO SÉNECA.EL PLACER DE LA VIRTUD.
Hace un par de meses, paseando por Córdoba, pasé junto a la estatua de Séneca que está al lado de la muralla del Alcázar. Y advertí que hasta ahora no había leído más que algunos fragmentos de la obra de este autor, testimonio de la importancia que tuvieron estas tierras en la época de esplendor del Imperio romano. En Andalucía, como es sabido, se dice que alguien es un Séneca cuando da muestras de sabiduría, aunque a veces ésta tenga más que ver con la sapiencia popular que con la ciencia de los libros.
En una época en la que el cristianismo todavía era una doctrina marginal, los filósofos romanos compartían en buena parte el pensamiento estoico, una doctrina de la Grecia clásica que en buena parte se recoge en los pensamientos de Sobre la felicidad. Para Séneca la auténtica felicidad consiste en aceptar lo que se tiene en cada momento y no temer al futuro, pues debemos aprender a adaptarnos a circunstancias cambiantes. La libertad es la indiferencia por la fortuna, lo cual deriva en un espíritu sereno, que sabe gestionar los bienes que esta fortuna ha dispuesto en cada ocasión. La búsqueda ciega de placer es la gran enemiga del hombre. El placer no es malo en sí mismo, pero solo se producirá un verdadero disfrute del mismo si va unido a la virtud. Y esto implica apartarse del juicio de la mayoría para adoptar uno propio que estimemos éticamente irreprochable:
"Es feliz, por tanto, el que tiene un juicio recto; es feliz el que está contento con las circunstancias presentes, sean las que quieran, y es amigo de lo que tiene; es feliz aquel para quien la razón es quien da valor a todas las cosas de su vida."
Es curioso que Séneca emplee tanto esfuerzo en explicar por qué su propia abundancia de bienes materiales contradice su doctrina filosófica. El pensador aduce que, como humano, él prefiere una vida cómoda a una dominada por la indigencia. Pero aporta dos matices. El primero es que si la fortuna se mostrara un día adversa, su espíritu no se vería alterado por ello y aceptaría con serenidad las nuevas circunstancias. Y el otro es que su patrimonio ha sido ganado por medios lícitos. Jamás aceptaría un solo denario procedente del crimen o la corrupción. Es seguro que estas circunstancias, aparentemente contradictorias, le harían objeto de numerosas críticas, puesto que estos capítulos tienen un tono defensivo. Qué sensaciones tan extrañas se obtienen de la lectura de un pensador de hace dos mil años, que trata de asuntos humanos que siguen de plena actualidad.
En una época en la que el cristianismo todavía era una doctrina marginal, los filósofos romanos compartían en buena parte el pensamiento estoico, una doctrina de la Grecia clásica que en buena parte se recoge en los pensamientos de Sobre la felicidad. Para Séneca la auténtica felicidad consiste en aceptar lo que se tiene en cada momento y no temer al futuro, pues debemos aprender a adaptarnos a circunstancias cambiantes. La libertad es la indiferencia por la fortuna, lo cual deriva en un espíritu sereno, que sabe gestionar los bienes que esta fortuna ha dispuesto en cada ocasión. La búsqueda ciega de placer es la gran enemiga del hombre. El placer no es malo en sí mismo, pero solo se producirá un verdadero disfrute del mismo si va unido a la virtud. Y esto implica apartarse del juicio de la mayoría para adoptar uno propio que estimemos éticamente irreprochable:
"Es feliz, por tanto, el que tiene un juicio recto; es feliz el que está contento con las circunstancias presentes, sean las que quieran, y es amigo de lo que tiene; es feliz aquel para quien la razón es quien da valor a todas las cosas de su vida."
Es curioso que Séneca emplee tanto esfuerzo en explicar por qué su propia abundancia de bienes materiales contradice su doctrina filosófica. El pensador aduce que, como humano, él prefiere una vida cómoda a una dominada por la indigencia. Pero aporta dos matices. El primero es que si la fortuna se mostrara un día adversa, su espíritu no se vería alterado por ello y aceptaría con serenidad las nuevas circunstancias. Y el otro es que su patrimonio ha sido ganado por medios lícitos. Jamás aceptaría un solo denario procedente del crimen o la corrupción. Es seguro que estas circunstancias, aparentemente contradictorias, le harían objeto de numerosas críticas, puesto que estos capítulos tienen un tono defensivo. Qué sensaciones tan extrañas se obtienen de la lectura de un pensador de hace dos mil años, que trata de asuntos humanos que siguen de plena actualidad.
domingo, 13 de abril de 2014
NO SÉ QUIÉN ERES (2013), DE MIGUEL TORRES LÓPEZ DE URALDE. EL SUEÑO Y LA REALIDAD.
Memorable la tarde del viernes en la Biblioteca Cristóbal Cuevas. A una amplia asistencia de público, se unió la presencia de dos grandes artistas: el escritor Miguel Torres López de Uralde y el dibujante Marcos Reina. Una sesión muy especial de nuestro club de lectura:
http://asociacioncristobalcuevas.blogspot.com.es/2014/04/no-se-quien-eres-miguel-torres-lopez-de.html
http://asociacioncristobalcuevas.blogspot.com.es/2014/04/no-se-quien-eres-miguel-torres-lopez-de.html
viernes, 11 de abril de 2014
NOÉ (2014), DE DARREN ARONOFSKY. UN DIOS SALVAJE.
"Viendo Yahveh que la maldad del hombre cundía en la tierra, y que todos los pensamientos que ideaba su corazón eran puro mal de contínuo, le pesó a Yahveh de haber hecho el hombre en la tierra y se indignó en su corazón. Y dijo Yahveh: "Voy a exterminar de sobre el haz del suelo al hombre que he creado (...) porque me pesa haberlos hecho". Pero Noé halló gracia a los ojos de Yahveh."
Así se inicia el relato bíblico del diluvio universal, una tradición que al parecer tiene sus orígenes remotos en Babilonia, en recuerdo, seguramente, de varias inundaciones desastrosas en el valle del Tigris y del Eúfrates, que fueron exageradas hasta el punto de darle rasgos de cataclismo universal. Curiosamente esta historia también aparece en textos de culturas tan diferentes como la hindú, la griega o la maya. En la tradición judeo-cristiana nos encontramos con el típico Dios del Antiguo Testamento, un Todopoderoso eterno fiscalizador de la conducta del hombre, al que exige contínuos homenajes y que elige a un pueblo como favorito, al que otorga carta blanca para exterminar a sus enemigos.
En la extraña visión de Darren Aronofsky de esta historia, se nos presenta a Noé viviendo con su mujer e hijos en una tierra desértica y aparentemente devastada, parecida a la que se nos presenta en películas postapocalípticas del estilo de Mad Max (George Miller, 1979). Noé evita el contacto con el resto de los hombres y no duda en matarlos cuando tiene un encontronazo con ellos. Al parecer la humanidad está corrupta, imbuida de puro mal, tal y como dice la Biblia y Noé es el único ser puro que queda en la Tierra. Pero, oh sorpresa. El hombre no está solo. Coexiste con una extraña raza de ángeles caídos, que a ojos del espectador son un híbrido entre criaturas del universo de El señor de los anillos y los Transformers. Estos seres son un testimonio vivo de la crueldad divina. Al parecer, bajaron a la Tierra a ayudar al hombre cuando se produjo su expulsión del paraíso y por ello fueron castigados. La caída del hombre en el jardín del Edén es una obsesión en esta película: representada en los sueños de Noé (la manzana, la serpiente), es un eficaz recuerdo del anhelo inconsciente del ser humano de alcanzar un día un paraíso eterno.
Por lo demás Noé es un film que se puede calificar de fallido. Precedido por la ya tradicional polémica religiosa que acompaña a este tipo de producciones, resulta que la visión de Aronofsky no satisface a los líderes de las principales creencias que mantienen que este episodio es un dogma de fe. Y si nos atenemos a la antipatía que despierta el personaje de Dios, es muy lógico que así sea. Yahveh es un sin escrúpulos, capaz de programar el exterminio de millones de seres humanos y animales con el argumento de su corrupción moral. Claro que, como se observa desde las primeras imágenes, la tierra que han heredado estos pobres humanos no mana precisamente leche y miel. Es un lugar con poquísimos recursos, por lo que es natural que estos se hallen en permanente disputa y que estas disputas engendren guerras, esclavitud y muerte. La solución divina es la misma que en muchas averías informáticas: formatear y reiniciar el sistema.
Noé, presentado como modelo de virtud, no es más que, a los ojos del espectador, que el instrumento de un ser infinitamente poderoso y tiránico. El patriarca no se cuestiona sus decisiones, sino que las aprueba de inmediato con una mezcla de miedo y adoración, con la misma lógica con la que los hombres de hoy son capaces de obedecer las órdenes de los peores dictadores, justificándolas en la infalibilidad de su juicio. Todos estos aspectos éticos y de filosofía de la religión son reflexiones interesantes una vez que se ha visto la película, pero mientras esta se está proyectando, lo que prima es el aburrimiento, la sensación de que Aronofsky naufraga por una historia demasiado bien conocida y que quizá se toma demasiado en serio, con el resultado de hastiar a los no creyentes y enfurecer a los que sí lo son. Claro que, como estamos hablando de un buen director, hay escenas que pueden salvarse del sinsentido general, a las que logra dotar de un sutil misterio, como aquella en la que Noé narra la Creación, que nos remite directamente a las más hermosas palabras de la Biblia, aquellas con las que comienza el Génesis, cuando todo eran promesas de felicidad y armonía eternas. Es una lástima que el resto del metraje sea pura espectacularidad para extender un relato que apenas ocupa un par de páginas en la Biblia.
Así se inicia el relato bíblico del diluvio universal, una tradición que al parecer tiene sus orígenes remotos en Babilonia, en recuerdo, seguramente, de varias inundaciones desastrosas en el valle del Tigris y del Eúfrates, que fueron exageradas hasta el punto de darle rasgos de cataclismo universal. Curiosamente esta historia también aparece en textos de culturas tan diferentes como la hindú, la griega o la maya. En la tradición judeo-cristiana nos encontramos con el típico Dios del Antiguo Testamento, un Todopoderoso eterno fiscalizador de la conducta del hombre, al que exige contínuos homenajes y que elige a un pueblo como favorito, al que otorga carta blanca para exterminar a sus enemigos.
En la extraña visión de Darren Aronofsky de esta historia, se nos presenta a Noé viviendo con su mujer e hijos en una tierra desértica y aparentemente devastada, parecida a la que se nos presenta en películas postapocalípticas del estilo de Mad Max (George Miller, 1979). Noé evita el contacto con el resto de los hombres y no duda en matarlos cuando tiene un encontronazo con ellos. Al parecer la humanidad está corrupta, imbuida de puro mal, tal y como dice la Biblia y Noé es el único ser puro que queda en la Tierra. Pero, oh sorpresa. El hombre no está solo. Coexiste con una extraña raza de ángeles caídos, que a ojos del espectador son un híbrido entre criaturas del universo de El señor de los anillos y los Transformers. Estos seres son un testimonio vivo de la crueldad divina. Al parecer, bajaron a la Tierra a ayudar al hombre cuando se produjo su expulsión del paraíso y por ello fueron castigados. La caída del hombre en el jardín del Edén es una obsesión en esta película: representada en los sueños de Noé (la manzana, la serpiente), es un eficaz recuerdo del anhelo inconsciente del ser humano de alcanzar un día un paraíso eterno.
Por lo demás Noé es un film que se puede calificar de fallido. Precedido por la ya tradicional polémica religiosa que acompaña a este tipo de producciones, resulta que la visión de Aronofsky no satisface a los líderes de las principales creencias que mantienen que este episodio es un dogma de fe. Y si nos atenemos a la antipatía que despierta el personaje de Dios, es muy lógico que así sea. Yahveh es un sin escrúpulos, capaz de programar el exterminio de millones de seres humanos y animales con el argumento de su corrupción moral. Claro que, como se observa desde las primeras imágenes, la tierra que han heredado estos pobres humanos no mana precisamente leche y miel. Es un lugar con poquísimos recursos, por lo que es natural que estos se hallen en permanente disputa y que estas disputas engendren guerras, esclavitud y muerte. La solución divina es la misma que en muchas averías informáticas: formatear y reiniciar el sistema.
Noé, presentado como modelo de virtud, no es más que, a los ojos del espectador, que el instrumento de un ser infinitamente poderoso y tiránico. El patriarca no se cuestiona sus decisiones, sino que las aprueba de inmediato con una mezcla de miedo y adoración, con la misma lógica con la que los hombres de hoy son capaces de obedecer las órdenes de los peores dictadores, justificándolas en la infalibilidad de su juicio. Todos estos aspectos éticos y de filosofía de la religión son reflexiones interesantes una vez que se ha visto la película, pero mientras esta se está proyectando, lo que prima es el aburrimiento, la sensación de que Aronofsky naufraga por una historia demasiado bien conocida y que quizá se toma demasiado en serio, con el resultado de hastiar a los no creyentes y enfurecer a los que sí lo son. Claro que, como estamos hablando de un buen director, hay escenas que pueden salvarse del sinsentido general, a las que logra dotar de un sutil misterio, como aquella en la que Noé narra la Creación, que nos remite directamente a las más hermosas palabras de la Biblia, aquellas con las que comienza el Génesis, cuando todo eran promesas de felicidad y armonía eternas. Es una lástima que el resto del metraje sea pura espectacularidad para extender un relato que apenas ocupa un par de páginas en la Biblia.
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miércoles, 9 de abril de 2014
LA INVENCIÓN DE MOREL (1940), DE ADOLFO BIOY CASARES Y EL AÑO PASADO EN MARIENBAD (1961), DE ALAIN RESNAIS. BREVE HISTORIA DE UN AMOR ETERNO.
Un hombre llega a una isla aparentemente desierta. En realidad es un fugitivo y no le importa que le hayan contado que una misteriosa enfermedad gobierna ese pequeño territorio. De pronto, una aparición inexplicable: grupos de personas que habitan un edificio. Otro día el edificio parece abandonado. Y otro, una visión aún más perturbadora: una hermosa mujer tomando el Sol. Cuando por fin se decide a tomar contacto, las apariciones no le hacen caso, siguen a lo suyo como si él no existiera. Pero no parecen fantasmas, son reales y conversan sobre temas terrenales. Poco a poco el protagonista se va enamorando de la figura de la mujer, que aparece en días alternos en el mismo punto y con las mismas actitudes. ¿Cuál es el misterio de esa mujer y de la isla entera? Bioy Casares nos va llevando poco a poco por un in crescendo sorpresivo hasta que descubrimos las causas de lo que allí sucede. Y lo hace de manera magistral, haciendo que el lector vaya estableciendo hipótesis, aún sin quererlo, ayudado por la perplejidad del narrador-protagonista. Aunque universalmente reconocida como una de las joyas de la literatura fantástica, Borges, en su prólogo, se decanta por añadir el género policial al fantástico, quizá por la estupenda sensación de intriga que produce su lectura:
"Las ficciones de índole policial (...) refieren hechos misteriosos que luego justifica e ilustra un hecho razonable; Adolfo Bioy Casares, en estas páginas, resuelve con felicidad un problema acaso más difícil. Despliega una Odisea de prodigios que no parecen admitir otra clave que la alucinación o que el símbolo, y plenamente los descifra mediante un solo postulado fantástico pero no sobrenatural."
Hay mucho de Borges en La invención de Morel. Pero también de Robert Louis Stevenson o de Herbert George Wells. A pesar de ello la voz narrativa de Bioy Casares es lo suficientemente poderosa y original como para que estos autores sean, más que influencias directas de su prosa, objeto de homenaje en la trama de la novela. Al final lo que queda es una sensación de extrañeza. Aunque se nos ha dado la solución al enigma, esta solución parece entrañar un enigma aún mayor. ¿Es el amor absoluto lo que da fuerzas a su protagonista para tomar su decisión final? La conclusión moral de este acto, que también la hay, es que anhelamos ser felices, pero preferimos que los demás crean que lo somos.
La atmósfera de misterio de La invención de Morel se mantiene en El año pasado en Marienbad, que más que una adaptación de la novela, es una película inspirada por esta, pero con la suficiente entidad propia como para ser una obra casi independiente a su fuente de inspiración. En la obra de Resnais la isla se convierte en un elegante palacio, lo que parece ser un hotel de lujo. Por él deambulan una serie de personajes que parecen salidos de un sueño buñuelesco, como atrapados en un extraño bucle temporal. En el edificio y los jardines de El año pasado en Marienbad parece hacerse realidad aquel mito del eterno retorno del que habló Nietzsche, basándose en antiquísimas tradiciones provenientes de Oriente y que también fascinaron a Borges. Las imágenes de la película destilan un aire enfermizo, dominadas claramente por el concepto de anacronía, es decir, de la alteración cronológica de las partes de una historia. Pero es, al igual que en la historia de Bioy, el amor lo que lo domina todo, un amor al que no le importa que el marco temporal y los recuerdos sean confusos. Un amor que está condenado a repetirse por toda la eternidad.
"Las ficciones de índole policial (...) refieren hechos misteriosos que luego justifica e ilustra un hecho razonable; Adolfo Bioy Casares, en estas páginas, resuelve con felicidad un problema acaso más difícil. Despliega una Odisea de prodigios que no parecen admitir otra clave que la alucinación o que el símbolo, y plenamente los descifra mediante un solo postulado fantástico pero no sobrenatural."
Hay mucho de Borges en La invención de Morel. Pero también de Robert Louis Stevenson o de Herbert George Wells. A pesar de ello la voz narrativa de Bioy Casares es lo suficientemente poderosa y original como para que estos autores sean, más que influencias directas de su prosa, objeto de homenaje en la trama de la novela. Al final lo que queda es una sensación de extrañeza. Aunque se nos ha dado la solución al enigma, esta solución parece entrañar un enigma aún mayor. ¿Es el amor absoluto lo que da fuerzas a su protagonista para tomar su decisión final? La conclusión moral de este acto, que también la hay, es que anhelamos ser felices, pero preferimos que los demás crean que lo somos.
La atmósfera de misterio de La invención de Morel se mantiene en El año pasado en Marienbad, que más que una adaptación de la novela, es una película inspirada por esta, pero con la suficiente entidad propia como para ser una obra casi independiente a su fuente de inspiración. En la obra de Resnais la isla se convierte en un elegante palacio, lo que parece ser un hotel de lujo. Por él deambulan una serie de personajes que parecen salidos de un sueño buñuelesco, como atrapados en un extraño bucle temporal. En el edificio y los jardines de El año pasado en Marienbad parece hacerse realidad aquel mito del eterno retorno del que habló Nietzsche, basándose en antiquísimas tradiciones provenientes de Oriente y que también fascinaron a Borges. Las imágenes de la película destilan un aire enfermizo, dominadas claramente por el concepto de anacronía, es decir, de la alteración cronológica de las partes de una historia. Pero es, al igual que en la historia de Bioy, el amor lo que lo domina todo, un amor al que no le importa que el marco temporal y los recuerdos sean confusos. Un amor que está condenado a repetirse por toda la eternidad.
martes, 8 de abril de 2014
ADOLFO SUÁREZ, AMBICIÓN Y DESTINO (2009), DE GREGORIO MORÁN. LA VOLUNTAD DE PODER.
La reciente muerte de Adolfo Suárez ha desatado, desde que fuera anunciada por su hijo dos días antes de producirse, un auténtico vendaval de elogios, a veces sonrojantes. Voces de todos los ámbitos políticos, periodísticos y cortesanos se han ido sumando a este festival hagiográfico de un hombre que, en su momento, fue insultado y despreciado con esa misma unanimidad. Leyendo cualquier periódico de hace un par de semanas era muy difícil hacerse una idea objetiva de la auténtica medida del personaje. Lo mismo sucedía si uno visitaba una librería o una biblioteca, donde se habían colocado precipitadamente pequeños altarcitos en forma de volúmenes dedicados a la memoria de Adolfo Suárez. Evaluando los que aparentaban tener mayor calidad, me decanté por el que me parecía el estudio más riguroso de todos, el firmado por Gregorio Morán, que ya había trazado un retrato de Suárez, muy vendido en su tiempo, cuando éste llevaba apenas un par de años en el poder.
Lo primero que hay que recordar, cuando se aborda la vida del primer presidente de nuestra democracia, son sus orígenes. Y estos no pueden ser otros que su estrechísima relación con grupos tan afines al Franquismo como Acción Católica, el Opus Dei o la Falange. De hecho, su auténtico padrino político fue Fernando Herrero Tejedor, que le introdujo en la sede central de calle Alcalá, donde llegó a convertirse en Ministro Secretario General del Movimiento en el gobierno de Arias Navarro, tras la muerte de Franco. Bien es verdad que hay que decir a su favor que después, cuando ya era él mismo el presidente, tuvo la osadía de dinamitar el Movimiento desde dentro.
Cuando Adolfo Suárez fue nombrado presidente por sorpresa, el panorama que se encontraba ante sus ojos no era nada alentador. Por un lado estaban los continuistas del bunker, que querían seguir adelante con el régimen a toda costa. Por otro, los reformistas, que pretendían una puesta al día de las instituciones y una apertura democrática y de derechos más o menos controlada. Y por otro, los partidos clandestinos, que luchaban por una ruptura total con el régimen y el advenimiento de un nuevo Estado democrático. La muerte de Franco, el auténtico sostén de todo el tinglado de su régimen, había dejado perlas periodísticas como ésta (con Suárez en la actualidad nadie se ha atrevido a tanto), firmada por Cristóbal Páez, director del diario Arriba:
"Francisco Franco está ya subiendo las impresionantes gradas que conducen ante Dios y ante la Historia. Sin escolta, sin oropeles, sin fanfarria, sin siquiera la mínima sombra de un corneta de órdenes. Va despacioso, humilde y un poco encorvado porque no lleva las manos vacías. Guarda - sospecho - cinco palabras en su boca. Pueden ser éstas: "Sin novedad, Señor, en España".
Hay que recordar que lo de colocar a Suárez en la presidencia del gobierno fue una operación auspiciada por el rey y por Torcuato Fernández-Miranda. Y fue todo un acierto, vistos los resultados. Se necesitaba ser audaz para conseguir que las Cortes franquistas se suicidaran, legalizar el Partido Comunista un sábado santo y convocar elecciones solo un año después de haber sido elegido, todo ello con una creciente presión en todos los ámbitos, incluyendo el terrorista. Y es aquí cuando llega el momento decisivo del personaje porque, si bien había sido nombrado por sus promotores para culminar la transición, en este punto se rebela e intenta ampliar su papel fundando su propio partido polítco y presentándose él mismo a las elecciones. Este movimiento le va a suponer ganarse a muchos y poderosos enemigos. Además, la organización política que crea, la UCD, jamás será un partido cohesionado, sino más bien una amalgama de diferentes familias que van desde la socialdemocracia a la derecha más rancia y que acabarán peleándose entre ellos y echando a su propio secretario general. A pesar de todo, lograría ganar dos elecciones, en 1977 y 1979, consolidando así el proceso democrático y concitando cada vez más odios sobre su persona. La Transición fue la que fue (y ahora estamos viendo que tuvo muchas carencias, sobre todo porque los poderes económicos y sociales herederos del franquismo siguieron donde estaban y siguen ahí hoy día) gracias al pilotaje de Suárez. Un periodo tan contradictorio como él mismo. La intentona golpista del 23 de febrero fue la culminación de su carrera. Se mantuvo en pie frente a los Guardias Civiles, salvando, junto a Gutiérrez Mellado y Carrillo, la dignidad del Parlamento en aquella infausta jornada. Después de esto intentó que su dimisión (cuyos motivos auténticos nunca han sido aclarados del todo), no tuviera efecto, pero ya era demasiado tarde.
Los años ochenta serán los de su travesía en el desierto con su nuevo partido, el CDS, intentando volver a tocar el anhelado poder. A pesar de que su prestigio y el verdadero valor de su trabajo en la Transición iban siendo reconocidos paulatinamente, esto no se traducía en votos. Esta fue también una época de amistades peligrosas para Suárez: Ruiz Mateos, Mario Conde... Porque existe otra versión de Adolfo Suárez que ahora se intenta olvidar, la del Suárez poco escrupuloso con sus negocios, con sus tratos en la sombra... Ya en los años setenta estuvo involucrado en algún escándalo feo, que se tapó como se tapaban esas cosas en la dictadura, como el asunto de ENTURSA o algún otro. En los periodos en los que no ejercía cargos políticos de importancia, nuestro protagonista se entregaba a todo tipo de negocios que le hicieran ganar dinero fácil y rápido. Así lo expresa Gregorio Morán:
"(Sus negocios) para un experto económico tenían las características de singularidad de los negocios rápidos, lucrativos y arriesgados, sin olvidar que siempre que se acumulan tales virtudes aparecen también como primos hermanos, la oscuridad, el amiguismo y el privilegio como forma de lograr fortuna."
Necesitaba el dinero para desarrollar su estilo y tácticas para llegar al poder, que no eran otros que el acercamiento a ciertos personajes (llegó, en los sesenta, a comprar una casa junto a la que veraneaba el almirante Carrero Blanco) como Fernández Miranda o el propio príncipe Juan Carlos, los que, según su intuición, iban a ser influyentes en un futuro próximo. Los seducía con una combinación de simpatía, cercanía y peloteo que casi siempre le funcionó. Porque en realidad Adolfo Suárez no era un hombre, en lo intelectual, excesivamente preparado. Había sacado su carrera de derecho sin brillantez y no se lo conocía afición alguna a la lectura. Por contra, era un animal político, con un gran valor personal y una gran capacidad para aceptar el riesgo calculado. Un hombre repleto de contradicciones al que Gregorio Morán ha sabido retratar muy acertadamente, lejos de los escritos adulatorios que hemos tenido que padecer en los últimos días. Merece la pena su lectura, para tener una imagen más ecuánime de un hombre al que tenemos que estar agradecidos por muchas cosas, pero al que también se le podrían haber reprochado otras.
Lo primero que hay que recordar, cuando se aborda la vida del primer presidente de nuestra democracia, son sus orígenes. Y estos no pueden ser otros que su estrechísima relación con grupos tan afines al Franquismo como Acción Católica, el Opus Dei o la Falange. De hecho, su auténtico padrino político fue Fernando Herrero Tejedor, que le introdujo en la sede central de calle Alcalá, donde llegó a convertirse en Ministro Secretario General del Movimiento en el gobierno de Arias Navarro, tras la muerte de Franco. Bien es verdad que hay que decir a su favor que después, cuando ya era él mismo el presidente, tuvo la osadía de dinamitar el Movimiento desde dentro.
Cuando Adolfo Suárez fue nombrado presidente por sorpresa, el panorama que se encontraba ante sus ojos no era nada alentador. Por un lado estaban los continuistas del bunker, que querían seguir adelante con el régimen a toda costa. Por otro, los reformistas, que pretendían una puesta al día de las instituciones y una apertura democrática y de derechos más o menos controlada. Y por otro, los partidos clandestinos, que luchaban por una ruptura total con el régimen y el advenimiento de un nuevo Estado democrático. La muerte de Franco, el auténtico sostén de todo el tinglado de su régimen, había dejado perlas periodísticas como ésta (con Suárez en la actualidad nadie se ha atrevido a tanto), firmada por Cristóbal Páez, director del diario Arriba:
"Francisco Franco está ya subiendo las impresionantes gradas que conducen ante Dios y ante la Historia. Sin escolta, sin oropeles, sin fanfarria, sin siquiera la mínima sombra de un corneta de órdenes. Va despacioso, humilde y un poco encorvado porque no lleva las manos vacías. Guarda - sospecho - cinco palabras en su boca. Pueden ser éstas: "Sin novedad, Señor, en España".
Hay que recordar que lo de colocar a Suárez en la presidencia del gobierno fue una operación auspiciada por el rey y por Torcuato Fernández-Miranda. Y fue todo un acierto, vistos los resultados. Se necesitaba ser audaz para conseguir que las Cortes franquistas se suicidaran, legalizar el Partido Comunista un sábado santo y convocar elecciones solo un año después de haber sido elegido, todo ello con una creciente presión en todos los ámbitos, incluyendo el terrorista. Y es aquí cuando llega el momento decisivo del personaje porque, si bien había sido nombrado por sus promotores para culminar la transición, en este punto se rebela e intenta ampliar su papel fundando su propio partido polítco y presentándose él mismo a las elecciones. Este movimiento le va a suponer ganarse a muchos y poderosos enemigos. Además, la organización política que crea, la UCD, jamás será un partido cohesionado, sino más bien una amalgama de diferentes familias que van desde la socialdemocracia a la derecha más rancia y que acabarán peleándose entre ellos y echando a su propio secretario general. A pesar de todo, lograría ganar dos elecciones, en 1977 y 1979, consolidando así el proceso democrático y concitando cada vez más odios sobre su persona. La Transición fue la que fue (y ahora estamos viendo que tuvo muchas carencias, sobre todo porque los poderes económicos y sociales herederos del franquismo siguieron donde estaban y siguen ahí hoy día) gracias al pilotaje de Suárez. Un periodo tan contradictorio como él mismo. La intentona golpista del 23 de febrero fue la culminación de su carrera. Se mantuvo en pie frente a los Guardias Civiles, salvando, junto a Gutiérrez Mellado y Carrillo, la dignidad del Parlamento en aquella infausta jornada. Después de esto intentó que su dimisión (cuyos motivos auténticos nunca han sido aclarados del todo), no tuviera efecto, pero ya era demasiado tarde.
Los años ochenta serán los de su travesía en el desierto con su nuevo partido, el CDS, intentando volver a tocar el anhelado poder. A pesar de que su prestigio y el verdadero valor de su trabajo en la Transición iban siendo reconocidos paulatinamente, esto no se traducía en votos. Esta fue también una época de amistades peligrosas para Suárez: Ruiz Mateos, Mario Conde... Porque existe otra versión de Adolfo Suárez que ahora se intenta olvidar, la del Suárez poco escrupuloso con sus negocios, con sus tratos en la sombra... Ya en los años setenta estuvo involucrado en algún escándalo feo, que se tapó como se tapaban esas cosas en la dictadura, como el asunto de ENTURSA o algún otro. En los periodos en los que no ejercía cargos políticos de importancia, nuestro protagonista se entregaba a todo tipo de negocios que le hicieran ganar dinero fácil y rápido. Así lo expresa Gregorio Morán:
"(Sus negocios) para un experto económico tenían las características de singularidad de los negocios rápidos, lucrativos y arriesgados, sin olvidar que siempre que se acumulan tales virtudes aparecen también como primos hermanos, la oscuridad, el amiguismo y el privilegio como forma de lograr fortuna."
Necesitaba el dinero para desarrollar su estilo y tácticas para llegar al poder, que no eran otros que el acercamiento a ciertos personajes (llegó, en los sesenta, a comprar una casa junto a la que veraneaba el almirante Carrero Blanco) como Fernández Miranda o el propio príncipe Juan Carlos, los que, según su intuición, iban a ser influyentes en un futuro próximo. Los seducía con una combinación de simpatía, cercanía y peloteo que casi siempre le funcionó. Porque en realidad Adolfo Suárez no era un hombre, en lo intelectual, excesivamente preparado. Había sacado su carrera de derecho sin brillantez y no se lo conocía afición alguna a la lectura. Por contra, era un animal político, con un gran valor personal y una gran capacidad para aceptar el riesgo calculado. Un hombre repleto de contradicciones al que Gregorio Morán ha sabido retratar muy acertadamente, lejos de los escritos adulatorios que hemos tenido que padecer en los últimos días. Merece la pena su lectura, para tener una imagen más ecuánime de un hombre al que tenemos que estar agradecidos por muchas cosas, pero al que también se le podrían haber reprochado otras.
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lunes, 7 de abril de 2014
DALLAS BUYERS CLUB (2013), DE JEAN-MARC VALLÉE. SIDA Y EMPRENDIMIENTO SOCIAL.
Ron Woodroof es un tipo del montón, más bien desagradable. Machista y homófobo en grado sumo, dedica su tiempo libre a apostar en rodeos, al sexo con prostitutas (sin protección), y al consumo desmesurado de drogas y alcohol. En suma, es una de estas personas cuya sociabilidad se reduce a tomar cervezas con individuos como él y no espera más de la vida que la experiencia de placeres inmediatos y básicos. Por eso, cuando en un examen médico efectuado después de un accidente laboral, a Ron le comunican que es portador del virus del Sida, su reacción no puede ser otra que la rabia y la negación. Estamos a mitad de los años ochenta, en la peor época de esta enfermedad. Por aquel entonces estaba muy extendida la creencia de que este mal afectaba casi en exclusiva a la comunidad homosexual (algunos iluminados llegaron a calificar a la enfermedad como castigo divino), por lo que el protagonista, que se sabe muy macho, está seguro de que se trata de un error. Hasta que investiga un poco y advierte que también forma parte de los grupos de riesgo, por no usar preservativos en su promiscua vida sexual.
Así pues, una vez conocida la irreversibilidad de su enfermedad, Ron va a dar lo mejor de sí mismo para luchar contra ella. Es como si su vida hubiera sido un largo sueño inútil en espera de este momento decisivo, cuando va a tener que concentrarse y dar lo mejor de sí mismo en su afán de supervivencia. Lo primero que advierte es que la medicación que le proporcionan en el hospital no hace más que agravar su estado, así que acude a centros alternativos y comienza a experimentar en sí mismo los efectos de medicamentos que aún no han sido aprobados para su uso público. Con una buena dosis de suerte (es lo que supongo como espectador) da con una combinación de fármacos que parece mejorar su estado. Como no es ningún santo, ni la película pretende reflejarlo como tal, funda el Dallas buyers club, una especie de asociación de carácter alegal que proporciona medicamentos alternativos a sus miembros a cambio de una cuota mensual. Como vemos, la iniciativa de Woodroof, aunque muy bien acogida por quienes viven desesperados por el enfermedad, contiene un importante componente de ánimo de lucro. No en vano está luchando contra el poder de las empresas de medicamentos, que copan el mercado para colocar sus productos, aunque no sean los más eficientes. Y para tener posibilidad de éxito en la tarea, hay que usar algunas de sus armas en la medida de lo posible. Ron es un héroe improbable, un tipo desagradable al que le ha costado tolerar a su compañero de aventuras, un homosexual travesti al que solo unos meses antes no le hubiera importado pegar una paliza. Pero su experiencia al límite parece darle nueva vida, un espíritu emprendedor del que no sabía su existencia y que le hace recorrer el mundo en busca de medicamentos que estén prohibidos en Estados Unidos para introducirlos ilegalmente en el país.
Dallas buyers club sería una película convencional, casi de sobremesa televisiva si no fuera por un factor importante, que ha sido recompensado con sendos Oscars: la fabulosa interpretación de sus dos protagonistas. Tanto Matthew McConaughey como Jared Leto afrontan papeles muy difíciles, que requieren una prepación física y mental muy importante. Además, en el caso del protagonista, su personaje sufre una evolución muy importante a lo largo del metraje. McConaughey, uno de los actores que mejor está eligiendo papeles en la actualidad (no hay más que verlo en ese portento llamado True detective), lo hace de manera sutil, gradual, consiguiendo que el espectador se crea esta transformación y a la vez la acepte como verosímil, ya que no la lleva hasta el punto de hacer que Woodroof caiga simpático al espectador. Aparte de eso, de la originalidad a la hora de abordar a sus personajes, Vallée no logra firmar una realización que justifique haber estado entre las mejores del año para la Academia de Hollywood. Porque en realidad el esquema básico está mil veces visto: el ciudadano-Quijote que pelea contra el gigante de la administración americana, denunciando alguna injusticia, con procedimiento judicial incluido. Bien es verdad que en esta ocasión el Quijote no es tan desprendido como el de Cervantes, porque este ha nacido en la tierra de las oportunidades. ¿Por qué no lucrarse a la vez que se defiende una causa justa?
Así pues, una vez conocida la irreversibilidad de su enfermedad, Ron va a dar lo mejor de sí mismo para luchar contra ella. Es como si su vida hubiera sido un largo sueño inútil en espera de este momento decisivo, cuando va a tener que concentrarse y dar lo mejor de sí mismo en su afán de supervivencia. Lo primero que advierte es que la medicación que le proporcionan en el hospital no hace más que agravar su estado, así que acude a centros alternativos y comienza a experimentar en sí mismo los efectos de medicamentos que aún no han sido aprobados para su uso público. Con una buena dosis de suerte (es lo que supongo como espectador) da con una combinación de fármacos que parece mejorar su estado. Como no es ningún santo, ni la película pretende reflejarlo como tal, funda el Dallas buyers club, una especie de asociación de carácter alegal que proporciona medicamentos alternativos a sus miembros a cambio de una cuota mensual. Como vemos, la iniciativa de Woodroof, aunque muy bien acogida por quienes viven desesperados por el enfermedad, contiene un importante componente de ánimo de lucro. No en vano está luchando contra el poder de las empresas de medicamentos, que copan el mercado para colocar sus productos, aunque no sean los más eficientes. Y para tener posibilidad de éxito en la tarea, hay que usar algunas de sus armas en la medida de lo posible. Ron es un héroe improbable, un tipo desagradable al que le ha costado tolerar a su compañero de aventuras, un homosexual travesti al que solo unos meses antes no le hubiera importado pegar una paliza. Pero su experiencia al límite parece darle nueva vida, un espíritu emprendedor del que no sabía su existencia y que le hace recorrer el mundo en busca de medicamentos que estén prohibidos en Estados Unidos para introducirlos ilegalmente en el país.
Dallas buyers club sería una película convencional, casi de sobremesa televisiva si no fuera por un factor importante, que ha sido recompensado con sendos Oscars: la fabulosa interpretación de sus dos protagonistas. Tanto Matthew McConaughey como Jared Leto afrontan papeles muy difíciles, que requieren una prepación física y mental muy importante. Además, en el caso del protagonista, su personaje sufre una evolución muy importante a lo largo del metraje. McConaughey, uno de los actores que mejor está eligiendo papeles en la actualidad (no hay más que verlo en ese portento llamado True detective), lo hace de manera sutil, gradual, consiguiendo que el espectador se crea esta transformación y a la vez la acepte como verosímil, ya que no la lleva hasta el punto de hacer que Woodroof caiga simpático al espectador. Aparte de eso, de la originalidad a la hora de abordar a sus personajes, Vallée no logra firmar una realización que justifique haber estado entre las mejores del año para la Academia de Hollywood. Porque en realidad el esquema básico está mil veces visto: el ciudadano-Quijote que pelea contra el gigante de la administración americana, denunciando alguna injusticia, con procedimiento judicial incluido. Bien es verdad que en esta ocasión el Quijote no es tan desprendido como el de Cervantes, porque este ha nacido en la tierra de las oportunidades. ¿Por qué no lucrarse a la vez que se defiende una causa justa?
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viernes, 4 de abril de 2014
CLUBES DE LECTURA EN MÁLAGA EN ABRIL. LOS LIBROS INESPERADOS.
Es un hecho constatado por cualquier lector con experiencia: uno planifica sus lecturas, incluso confeccionando una lista de autores imprescindibles para los próximos meses, pero luego resulta que al azar echa por tierra todas esas previsiones. Y no solo porque en los clubes de lectura uno tiene un control limitado acerca de los libros que se van a debatir, sino porque hay ciertos acontecimientos que hacen que uno acuda irresistiblemente a un determinado título olvidando todos los demás. El más obvio de estos acontecimientos es el encuentro. Que uno coja por azar un volumen que por algo le ha llamado la atención y - aún ni siquiera teniendo la más mínima referencia del autor - comience a leerlo, agradeciendo a los dioses un encuentro tan inesperado. Otro factor es la actualidad: celebración de aniversarios, muertes, nuevas publicaciones o libros de amigos. En mi caso estoy ahora leyendo una biografía de Suárez. Tanto se ha dicho de él al hilo de su muerte (casi como para elevarlo a los altares) que necesitaba hacerme con un relato lo más objetivo posible de su vida. Y así con muchos otros. Este fenómeno me sucede con frecuencia, ya que visito constantemente librerías, bibliotecas y la Asociación Más Libros Libres. La afición a la lectura es algo que se lleva mal con la planificación.
Al hilo de la muerte de la Suárez, en la Biblioteca Provincial leeremos otro libro relacionado con su ilustre figura: Anatomía de un instante, el magnífico relato-reportaje de Javier Cercas.
En la Biblioteca Cristóbal Cuevas, un autor malagueño que nos deleitará con su presencia: Miguel Torres de Uralde con No sé quien eres, una novela que profundiza en el tema del amor y los sentimientos (y me toca a mí moderar el acto).
En el club de lectura que organizamos en la tetería El Harén, una de esas obras que siempre están en mi lista y nunca había tenido ocasión de leer: La posibilidad de una isla, de Michel Houellebecq.
En el club de lectura de Más Libros Libres, una pequeña obra que tuvo una adaptación cinematográfica que gozó de bastante fortuna: El señor Ibrahim y las flores del Corán, de Eric-Emmanuel Schmitt.
En el club de lectura del Ateneo de Málaga, una lectura de un autor imprescindible si se quiere conocer la literatura europea de las últimas décadas: Milan Kundera con La insoportable levedad del ser.
En los clubes de lectura del Centro Andaluz de las Letras, dos espléndidos ensayos este mes: Todo lo que era sólido, o la España de la corrupción según Antonio Muñoz Molina y Sociofobia, de César Rendueles, dedicado a desentrañar si la explosión de las nuevas tecnologías informáticas y las redes sociales son tan milagrosas como nos cuentan. A raíz de este último, el día anterior se celebrará un encuentro global dedicado a la relación entre internet, las redes sociales y las nuevas formas de lectura.
En el club de lectura de la librería Luces, nos proponen un clásico moderno: Leonardo Sciascia con El día de la lechuza.
En el club de lectura de la Casa del Libro, un clásico incontestable de la literatura humorísitica: El diario de Adán y Eva, de Mark Twain.
En el club de lectura de la Fnac (que siempre contraprograma a la Casa del Libro o viceversa), una obra de uno de los mejores escritores españoles vivos: Una casa para siempre, de Enrique Vila-Matas.
En el club de lectura Encuentro con los clásicos, de la Biblioteca de Arroyo de la Miel, una selección de poemas de Antonio Machado.
Respecto a cine-forums, este mes no se va a celebrar el de literatura y cine que coordino, por no poder encajarlo en ninguna fecha (está la semana santa por medio), pero se hará a principios de mayo. Respecto al del Ateneo de Málaga, una de mis películas favoritas de Luis Buñuel, que he revisado más de una vez: El discreto encanto de la burguesía. En Más Libros Libres vamos a ensayar una modalidad distinta de cine-forum: cada cual debe llevar visionada la película desde casa. La primera elegida es 2001, una odisea del espacio, de Stanley Kubrick. A ver que podemos decir que no se haya dicho ya de esta obra maestra.
Como de costumbre, cuando vayan surgiendo novedades o modificaciones, se pondrán en la columna de la derecha en cuanto se tenga conocimiento de ellas. Y no olviden seguir haciendo listas de próximas lecturas. A pesar de todo son útiles. ¡Felices lecturas!
Al hilo de la muerte de la Suárez, en la Biblioteca Provincial leeremos otro libro relacionado con su ilustre figura: Anatomía de un instante, el magnífico relato-reportaje de Javier Cercas.
En la Biblioteca Cristóbal Cuevas, un autor malagueño que nos deleitará con su presencia: Miguel Torres de Uralde con No sé quien eres, una novela que profundiza en el tema del amor y los sentimientos (y me toca a mí moderar el acto).
En el club de lectura que organizamos en la tetería El Harén, una de esas obras que siempre están en mi lista y nunca había tenido ocasión de leer: La posibilidad de una isla, de Michel Houellebecq.
En el club de lectura de Más Libros Libres, una pequeña obra que tuvo una adaptación cinematográfica que gozó de bastante fortuna: El señor Ibrahim y las flores del Corán, de Eric-Emmanuel Schmitt.
En el club de lectura del Ateneo de Málaga, una lectura de un autor imprescindible si se quiere conocer la literatura europea de las últimas décadas: Milan Kundera con La insoportable levedad del ser.
En los clubes de lectura del Centro Andaluz de las Letras, dos espléndidos ensayos este mes: Todo lo que era sólido, o la España de la corrupción según Antonio Muñoz Molina y Sociofobia, de César Rendueles, dedicado a desentrañar si la explosión de las nuevas tecnologías informáticas y las redes sociales son tan milagrosas como nos cuentan. A raíz de este último, el día anterior se celebrará un encuentro global dedicado a la relación entre internet, las redes sociales y las nuevas formas de lectura.
En el club de lectura de la librería Luces, nos proponen un clásico moderno: Leonardo Sciascia con El día de la lechuza.
En el club de lectura de la Casa del Libro, un clásico incontestable de la literatura humorísitica: El diario de Adán y Eva, de Mark Twain.
En el club de lectura de la Fnac (que siempre contraprograma a la Casa del Libro o viceversa), una obra de uno de los mejores escritores españoles vivos: Una casa para siempre, de Enrique Vila-Matas.
En el club de lectura Encuentro con los clásicos, de la Biblioteca de Arroyo de la Miel, una selección de poemas de Antonio Machado.
Respecto a cine-forums, este mes no se va a celebrar el de literatura y cine que coordino, por no poder encajarlo en ninguna fecha (está la semana santa por medio), pero se hará a principios de mayo. Respecto al del Ateneo de Málaga, una de mis películas favoritas de Luis Buñuel, que he revisado más de una vez: El discreto encanto de la burguesía. En Más Libros Libres vamos a ensayar una modalidad distinta de cine-forum: cada cual debe llevar visionada la película desde casa. La primera elegida es 2001, una odisea del espacio, de Stanley Kubrick. A ver que podemos decir que no se haya dicho ya de esta obra maestra.
Como de costumbre, cuando vayan surgiendo novedades o modificaciones, se pondrán en la columna de la derecha en cuanto se tenga conocimiento de ellas. Y no olviden seguir haciendo listas de próximas lecturas. A pesar de todo son útiles. ¡Felices lecturas!
jueves, 3 de abril de 2014
EL GRAN HOTEL BUDAPEST (2014), DE WES ANDERSON. FRÍA SIMETRÍA.
Tenía mucho interés en ver esta película, porque ya era hora de acercarme a alguna obra de Wes Anderson, aclamado como uno de los genios del cine actual y uno de sus autores más personales. Así que no tengo más remedio que escribir estas líneas como neófito en su cine. La historia que propone Anderson en El gran hotel Budapest se enmarca en un ámbito temporal reconocible (los años treinta), pero a la vez se mueve entre la estética decimonónica y la moderna. En este punto hay que decir que el diseño de producción y la estética (colores predominantes, vestuario, decoración...) son capitales en el estilo del director, hasta el punto de que la historia queda subordinado a estos y no al contrario. Además se observa una obsesión por los encuadres simétricos, por hacer de cada plano una obra de arte, como si los personajes se estuvieran moviendo en los estrictos límites que impone un lienzo. Además, a Anderson no le importa de vez en cuando utilizar decorados (en sus escenas más panorámicas) y que esto se note. Forma parte de su personalidad cinematográfica.
He leído por ahí que uno de los grandes referentes de El gran hotel Budapest es Sopa de ganso, la obra maestra protagonizada por los Hermanos Marx y firmada por Leo McCarey en 1933. Personalmente, más allá de que ambas transcurren en un país imaginario de Centroeuropa más o menos por la misma época, no veo muchas más similitudes entre ambas obras. El humor de los Hermanos Marx es mucho más caústico que los contenidos y elegantes toques de comedia de Anderson. Y precisamente es ahí donde yo le pongo peros a esta película, cuyo guión es un quiero y no puedo excesivamente lastrado por un reparto coral repleto de estrellas que necesitan su momento de gloria. A pesar de su correcta interpretación, el personaje protagonista, encarnado por Ralph Fiennes, es demasiado plano: parece un elemento más del hotel y la historia que sucede a su alrededor es lo de menos, incluido el robo del cuadro. Todo es una excusa para el lucimiento del director Anderson.
Así pues, a la salida del cine tengo una sensación agridulce. Por un lado, he sentido un evidente placer estético en la sala de cine, pero la historia que se cuenta en la película me ha parecido excesivamente banal, más allá de un par de buenas ideas. Que se recurra al nombre de Stefan Zweig, un escritor que se caracteriza por la profundidad de sus relatos, me parece que está fuera de lugar. Para mí las similitudes más evidentes con el cine de Anderson pueden encontrarse en directores como Jean Pierre Jeunet o el español Javier Fesser, que también son autores a contra-corriente, amantes de lo visual por encima de cualquier otra consideración. Todos ellos dotados de un universo propio que exige complicidad con el espectador desde el primer minuto. Yo no soy reticente a este tipo de propuestas, pero con la de esta película no me he sentido cómodo del todo. De todas maneras, todo esto no obsta para que siga dándome curiosidad ver alguna otra película de Anderson.
He leído por ahí que uno de los grandes referentes de El gran hotel Budapest es Sopa de ganso, la obra maestra protagonizada por los Hermanos Marx y firmada por Leo McCarey en 1933. Personalmente, más allá de que ambas transcurren en un país imaginario de Centroeuropa más o menos por la misma época, no veo muchas más similitudes entre ambas obras. El humor de los Hermanos Marx es mucho más caústico que los contenidos y elegantes toques de comedia de Anderson. Y precisamente es ahí donde yo le pongo peros a esta película, cuyo guión es un quiero y no puedo excesivamente lastrado por un reparto coral repleto de estrellas que necesitan su momento de gloria. A pesar de su correcta interpretación, el personaje protagonista, encarnado por Ralph Fiennes, es demasiado plano: parece un elemento más del hotel y la historia que sucede a su alrededor es lo de menos, incluido el robo del cuadro. Todo es una excusa para el lucimiento del director Anderson.
Así pues, a la salida del cine tengo una sensación agridulce. Por un lado, he sentido un evidente placer estético en la sala de cine, pero la historia que se cuenta en la película me ha parecido excesivamente banal, más allá de un par de buenas ideas. Que se recurra al nombre de Stefan Zweig, un escritor que se caracteriza por la profundidad de sus relatos, me parece que está fuera de lugar. Para mí las similitudes más evidentes con el cine de Anderson pueden encontrarse en directores como Jean Pierre Jeunet o el español Javier Fesser, que también son autores a contra-corriente, amantes de lo visual por encima de cualquier otra consideración. Todos ellos dotados de un universo propio que exige complicidad con el espectador desde el primer minuto. Yo no soy reticente a este tipo de propuestas, pero con la de esta película no me he sentido cómodo del todo. De todas maneras, todo esto no obsta para que siga dándome curiosidad ver alguna otra película de Anderson.
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martes, 1 de abril de 2014
CAPITÁN AMÉRICA, EL SOLDADO DE INVIERNO (2014), DE ANTHONY Y JOE RUSSO. LOS TRES DÍAS DE HYDRA.
El Capitán América es, a priori, uno de los superhéroes que más rechazo provocan fuera de su país. Eso de ir vestido con la bandera estadounidense no resulta precisamente simpático, sobre todo a los que han sido víctimas del agresivo imperialismo de esta potencia en los últimos cien años. Quizá para contrarrestar este hecho, las mejores historias del Capitán América son aquellas en las que el llamado centinela de la libertad pone en duda el sistema estadounidense e incluso se niega a colaborar con su propio gobierno. Porque se supone que Steve Rogers es un hombre que realizó el mayor de los sacrificios por su país - servir de conejillo de indias en el experimento que lo transformaría en un supersoldado - y este país respondió explotando publicitariamente su imagen como símbolo de unos valores que no siempre son los más éticos.
Después de una película de presentación no especialmente afortunada, aunque con algunas buenas ideas y de su intervención en Los Vengadores, Capitán América, el Soldado de invierno, sirve por fin para dar la auténtica medida cinematográfica de las posibilidades del personaje. Aunque en este tipo de obras no cabe esperar una profundidad shakesperiana en las motivaciones del protagonista, los hermanos Russo han aprovechado para trazar un retrato mucho más complejo de lo que podría esperarse, dibujando a un hombre que reniega profundamente de la época en la que le ha tocado vivir (o mejor sería decir revivir, en este caso). Porque esta película se sale bastante del guión superheroíco al uso para contarnos una historia de conspiraciones al máximo nivel que recuerda muchísimo a la magnífica Los tres días del Cóndor (1975, de Sydney Pollack), el gran clásico de este subgénero cinematográfico. Desde luego, la presencia de Robert Redford, que fue protagonista de aquella película, no hace sino dar lustre a la propuesta y reforzando la calidad del producto.
Capitán América, el Soldado de invierno se basa en un arco argumental escrito por uno de los mejores guionistas de cómic de la actualidad: Ed Brubaker. La historia es una inteligente puesta al día de un personaje tan vetusto como el Capitán América. Y lo consigue haciendo que el protagonista se cuestione los valores por los que pelea a través de una brillante conexión entre el pasado y el presente (recordemos que el Capi luchó en la Segunda Guerra Mundial), donde se nos muestra el contraste entre la realidad del día a día de la guerra y las edulcorados reportajes publicitarios que se mostraban en los cines estadounidenses durante la contienda. Además tenemos incursiones en el frente ruso y algo sumamente interesado: una versión alternativa de la historia de un Capitán América que sobrevive a la guerra, captura a Hitler y vive las posteriores décadas de Estados Unidos teniendo que declarar ante el Comité de Actividades Antiamericanas del Senador McCarthy en los años cincuenta, para acabar desencantado con la realidad de su país. Evidentemente, dos horas de película no dan para tanto, pero los hermanos Russo han logrado condensar la esencia de la historia de Brubaker ofreciéndonos un espectáculo muy medido, con escenas de acción muy planificadas y dirigidas con solvencia (el asalto al barco del principio o la magnífica persecución y acoso al coche de Nick Fury por las calles de Washington).
Así pues, Chris Evans puede estar agradecido por tener la oportunidad de interpretar a un personaje al que se le han desarrollado buena parte de sus posibilidades, un hombre al constantemente se nombra como garante de unas libertades que en realidad están desapareciendo a pasos agigantados con la excusa de la guerra contra el terrorismo, en la que su papel no es otro que el de peón de lujo. Su otra cara es la de leyenda viva, un personaje que sigue sirviendo a su país (cada vez con más desencanto) pero cuya verdadera condición es la de pieza de museo, representante de unos tiempos más ingenuos, en los que no era tan difícil saber donde había que colocarse para luchar en el bando de los buenos. Donde podía haberse filmado el ridículo más espantoso protagonizado por un tipo disfrazado con barras y estrellas, los hermanos Russo han seguido la estela de los mejores cómics del personaje y se han centrado inteligentemente en sus contradicciones. Claro está que este no es más que un producto palomitero, pero al menos cuenta con un buen guión y trata al espectador con un mínimo de inteligencia, sin olvidar, eso sí, que estamos hablando del género de superhéroes.
Después de una película de presentación no especialmente afortunada, aunque con algunas buenas ideas y de su intervención en Los Vengadores, Capitán América, el Soldado de invierno, sirve por fin para dar la auténtica medida cinematográfica de las posibilidades del personaje. Aunque en este tipo de obras no cabe esperar una profundidad shakesperiana en las motivaciones del protagonista, los hermanos Russo han aprovechado para trazar un retrato mucho más complejo de lo que podría esperarse, dibujando a un hombre que reniega profundamente de la época en la que le ha tocado vivir (o mejor sería decir revivir, en este caso). Porque esta película se sale bastante del guión superheroíco al uso para contarnos una historia de conspiraciones al máximo nivel que recuerda muchísimo a la magnífica Los tres días del Cóndor (1975, de Sydney Pollack), el gran clásico de este subgénero cinematográfico. Desde luego, la presencia de Robert Redford, que fue protagonista de aquella película, no hace sino dar lustre a la propuesta y reforzando la calidad del producto.
Capitán América, el Soldado de invierno se basa en un arco argumental escrito por uno de los mejores guionistas de cómic de la actualidad: Ed Brubaker. La historia es una inteligente puesta al día de un personaje tan vetusto como el Capitán América. Y lo consigue haciendo que el protagonista se cuestione los valores por los que pelea a través de una brillante conexión entre el pasado y el presente (recordemos que el Capi luchó en la Segunda Guerra Mundial), donde se nos muestra el contraste entre la realidad del día a día de la guerra y las edulcorados reportajes publicitarios que se mostraban en los cines estadounidenses durante la contienda. Además tenemos incursiones en el frente ruso y algo sumamente interesado: una versión alternativa de la historia de un Capitán América que sobrevive a la guerra, captura a Hitler y vive las posteriores décadas de Estados Unidos teniendo que declarar ante el Comité de Actividades Antiamericanas del Senador McCarthy en los años cincuenta, para acabar desencantado con la realidad de su país. Evidentemente, dos horas de película no dan para tanto, pero los hermanos Russo han logrado condensar la esencia de la historia de Brubaker ofreciéndonos un espectáculo muy medido, con escenas de acción muy planificadas y dirigidas con solvencia (el asalto al barco del principio o la magnífica persecución y acoso al coche de Nick Fury por las calles de Washington).
Así pues, Chris Evans puede estar agradecido por tener la oportunidad de interpretar a un personaje al que se le han desarrollado buena parte de sus posibilidades, un hombre al constantemente se nombra como garante de unas libertades que en realidad están desapareciendo a pasos agigantados con la excusa de la guerra contra el terrorismo, en la que su papel no es otro que el de peón de lujo. Su otra cara es la de leyenda viva, un personaje que sigue sirviendo a su país (cada vez con más desencanto) pero cuya verdadera condición es la de pieza de museo, representante de unos tiempos más ingenuos, en los que no era tan difícil saber donde había que colocarse para luchar en el bando de los buenos. Donde podía haberse filmado el ridículo más espantoso protagonizado por un tipo disfrazado con barras y estrellas, los hermanos Russo han seguido la estela de los mejores cómics del personaje y se han centrado inteligentemente en sus contradicciones. Claro está que este no es más que un producto palomitero, pero al menos cuenta con un buen guión y trata al espectador con un mínimo de inteligencia, sin olvidar, eso sí, que estamos hablando del género de superhéroes.
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