Cuando llegué a las puertas del zoológico de Budapest aquel día aciago, volví a sentir la zozobra que me venía acompañando durante aquella jornada y las precedentes. Me dio la impresión de que los cuatro elefantes esculpidos que custodiaban el pórtico iban a impedirme la entrada alargando sus trompas y que los osos que adornaban la cúpula por encima de ellos se lanzarían sobre mí sin piedad.
Como ya he dicho, el día no comenzó bien. Había venido a esta ciudad a reponerme, tomando las aguas, de ciertas crisis nerviosas que los doctores no acertaban a tratar en Inglaterra. Al salir del hotel después del desayuno volvieron a inquietarme las dos enormes esculturas que sostenían en sus espaldas el portón de la entrada. Me angustiaba su esfuerzo perpetuo en servicio de unos pocos huéspedes, sin recompensa visible. Tanto tiempo debí estar observándolas que, una de ellas, sin previo aviso, volvió el cuello hacia mí, sonrió con sonrisa de mármol y me guiñó su ojo de piedra, para finalmente volver a su primitiva posición, sin que nada más sucediera. Salí de allí despavorido y traté de calmarme sentándome en un banco a contemplar el Danubio. La corriente plácida de las aguas, la lenta navegación de algunas embarcaciones que en ese momento pasaban frente a mí y la silueta de los bellos edificios de Buda, en la orilla opuesta, contribuyeron a que pudiera recuperar el completo dominio de mí mismo. Ya más calmado, tomé un coche y atravesé la avenida Andrassy, jalonada a lado y lado por los palacios de los nobles y burgueses de la ciudad, hasta llegar al balneario Szechenyi, situado al principio de un gran parque. La relajante mañana de baños terminó de transformar la travesura de las estatuas en una mera anécdota, en un espejismo causado sin duda por mi mente cansada. Se me ocurrió redondear la jornada con una visita al cercano zoológico.
Ahora, frente a los elefantes de piedra, no podía permitir que volviera la crisis, así que, en un arranque de valor, atravesé la puerta entre sus cuatro trompas sin que estas se movieran ni un centímetro para impedírmelo. Todo iba bien. La mayoría de los animales dormían en sus jaulas. El tiempo era inusualmente bueno para aquella época y los huéspedes del zoo respondían a tan excelente clima con la placidez de su sueño, placidez que poco a poco se iba contagiando a mi alma, tan torturada en los últimos tiempos. Cuando ya podía considerarme casi feliz, una voz desagradable resonó a mi espalda: "Sé quién eres, sé quién eres", decía. Miré hacia atrás, pero no había nadie, solo la jaula de los gorilas, ¿sería posible que...? Efectivamente, una segunda mirada me reveló que un enorme gorila, de fieros ojos, movía su prominente mandíbula, pronunciando aquellas palabras en perfecto inglés.
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