(Relato presentado esta semana en la tertulia de la Casa de las Palabras).
No sabía que impulso le había llevado aquel viernes a comprar el cuponazo, ni siquiera se lo planteaba. Simplemente lo había hecho, había pagado una parte de su escaso capital en una ilusión efímera. "La lotería es el impuesto de los tontos". Recordaba las palabras de una antigua novia, aunque en ese momento no sabría decir cual. A veces le costaba distinguir a unas de otras. Pero su vida sentimental es lo que menos le preocupaba ahora, era su economía personal lo que le provocaba noches en blanco buscando una salida. Había sido despedido del trabajo dos meses antes. Ahora sobrevivía con la prestación por desempleo y con lo poco que tenía ahorrado, pero a pesar de que intentaba rebajar progresivamente su nivel de vida, el dinero se acababa y la perspectiva de volver a casa de sus padres con el rabo entre las piernas se abría paso en sus pensamientos a pasos agigantados. Su vida de donjuan solitario parecía tocar a su fín.
Martín comparaba su situación actual con la de un año antes, cuando había sido nombrado empleado del mes con todos los honores en la inmobiliaria donde trabajaba. ¿Quién podía imaginarse en ese momento de gloria el hundimiento que vendría después? Había señales que parecían predecirlo, pero todos lo negaban: "no será para tanto, solo un ajuste". Y tal ajuste le había llevado a la cola del paro, con una escasa prestación (la mayor parte de su salario se componía de comisiones) y pocas perspectivas de volver a trabajar. Más bien le parecía que nadie más iba a querer emplearle. Padecía en toda su intensidad el mal de los nuevos desempleados: una intensa falta de autoestima y una visión del futuro muy negra. Por lo pronto ya veía inevitable dejar el piso de alquiler y volver al nido familiar. Se sentía fracasado.
Volvió a pasar una mala noche, dando vueltas en la cama, sin poder siquiera levantarse para ver la tele o distraerse, de pura fatiga, pero sin encontrar el camino del sueño. El sábado amaneció sin ganas de nada. No sentía nada especial porque fuera sábado. Para él todos los días eran igualmente desasosegantes. La situación que vivía, tan novedosa para él, le bloqueaba la mente, le impedía buscar soluciones, pues antes de ponerse a buscarlas ya estaba convencido de que no las había. Su tormento se prolongaba durante horas y no le apetecía hablar de eso con nadie, pues se avergonzaba de sí mismo. Se miraba al espejo y se veía envejecido a sus treinta y tres años. Las noches de insomnio habían dibujado una bolsa bajo sus ojos enrojecidos, descubría nuevas canas cada día y, en el colmo de su desesperación, pensaba que había perdido todo su antiguo atractivo. Así es como el trabajo y su salario determina la posición social del ser humano, la imagen que tiene de sí mismo y sobre todo, y esto es lo más importante, la imagen que cree transmitir a los demás. Cuanto más gana, más seguridad en sí mismo siente. Consumir y ostentar, he aquí los dos objetivos a los que dedica horas de trabajo y sinsabores. Pero cuando se queda sin empleo, el ocio forzoso hace bajar los humos de una manera demasiado drástica y la víctima se siente repentinamente perdida, como si el suelo se hundiera bajo sus pies. Así era exactamente como se sentía Martín.
Se sentó frente al ordenador como cada mañana, con la vaga idea de navegar por los portales de búsqueda de empleo. Echó una ojeada rápida al periódico. Distraídamente, vio algo que le pareció familiar. El número premiado de la ONCE le recordaba un poco al que había comprado el día anterior. "Tonterías de una mente enferma", se dijo. No obstante, sacó el cupón de la cartera para estar totalmente seguro. Su mente peleaba entre la esperanza y el crudo realismo pero, paradojas de la vida, esta vez venció la esperanza.
No podía concebir lo que su mirada captaba en la pantalla del ordenador. Cerró la página y volvió a abrirla, consultó otros periódicos y la página oficial de la Organización Nacional de Ciegos. No cabía duda. En sus manos ya no tenía el papelito inservible que creía haber comprado el día precedente. En sus manos tenía nueve millones de euros. "Menudo impuesto de los tontos", fue lo primero que se le vino a la cabeza.
No sabía como reaccionar. Quería saltar, quería gritar. Sintió una alegría inmensa, una euforia que llegaba en oleadas a su cerebro y se distribuía rápidamente al resto del organismo. Sintió miedo, sintió que unos ladrones podían asaltar de pronto su casa y robarle su tesoro. No sabía si dejarlo de nuevo en la cartera, guardarlo en el bolsillo, esconderlo... ¿Qué hacer? No podía quedarse en casa, desde luego. De inmediato sintió el deseo de abrazar a sus padres, de ofrecerles su triunfo, de compartir su alegría.
Se duchó, sintiendo el placer del agua caliente sobre su piel, asimilando que comenzaba una nueva vida, disfrutando de cada gota como si estuviera limpiando su pasado y preparándole para un esplendoroso futuro. Cuando se miró en el espejo se vio rejuvenecido. Subió al coche muy excitado. Se aseguró de que llevaba el cupón en la cartera y arrancó. Cuando llevaba unos minutos en la autovía advirtió que corría a ciento cuarenta por hora adelantando por el carril izquierdo. "Bueno, creo que podría pagar la multa", pensó mientras soltaba una carcajada para sí mismo, pero de cualquier modo pisó un poco el freno e inició la maniobra para volver al carril derecho. Mientras lo hacía no se apercibió de que un camión se incorporaba desde la vía de aceleración e intentaba ocupar su mismo espacio. El bocinazo, tan cercano e inesperado, despertó a nuestro héroe de sus sueños y le hizo reaccionar con un volantazo. El coche derrapó y a punto estuvo de salirse en la siguiente curva, pero Martín consiguió dominarlo y continuar su camino. El corazón parecía querer salírsele del pecho. "Mira que si ahora la palmo...". Consiguió dominarse y el resto del recorrido lo hizo muy sosegadamente. De pronto ya no tenía tanta prisa. Le bastaba con llegar entero.
El resto del viaje se le hizo interminable. Normalmente no tardaba más de media hora, pero a él le parecía haber estado varios días sin salir del coche. Al fin se encontraba en la calle donde vivían sus padres. Ya había llegado, solo le restaba aparcar y soltarles la noticia. ¿Cómo lo haría? ¿Esperaría un ratito, lo diría nada más entrar? ¿Cómo reaccionarían sus padres y sus hermanos? ¿Habría lágrimas? Seguramente saldrían a comer fuera para celebrarlo. El invitaba. La calle de sus padres no solía ofrecer muchas oportunidades a la hora de estacionar el coche, pero aquel era su día de suerte. Había un hueco justo al lado del portal. Sin pensarlo, se dirigió a él, no fuera a ser que alguien más listo se lo quitara, que no sería la primera vez. Vio a su padre, que volvía de sacar al perro. Le pitó desde el coche. Su padre le miró y sus ojos expresaron terror. Fue la última imagen que pudo ver antes de que le arrollara el autobús.
Mientras estuvo en coma, Martín no paró de soñar. Todos sus sueños tenían que ver con lo mismo, con la riqueza de la que se sabía dueño. Unas veces se veía en una casa enorme con jardín. O en el campo, desnudo y libre, sintiendo la brisa en su rostro. En otras ocasiones se dedicaba a ayudar a los más desfavorecidos. Otras veces su familia reñía por el reparto del botín. Se veía conduciendo un deportivo (y en esos casos siempre terminaba arrollado por un autobús) o tomando el Sol en un yate. En algunos sueños el dinero le convertía en peor persona de lo que era. En una ocasión tuvo una extraña pesadilla. Se encontraba en Ciudad de México, un lugar al que siempre había querido viajar. Tomaba un taxi, un Volkswagen escarabajo, pero el taxista se desviaba de su ruta, le llevaba a un barrio periférico y marginal y le atracaba, le quitaba su cupón. Se quedaba desnudo en medio de la nada.
Martín comprendía cual era su situación y hacía lo posible por despertar, pero no podía. Estaba bloqueado. Siempre volvía a caer en los abismos de la inconsciencia.
A pesar de todo, pasado algún tiempo, consiguió despertar, ser consciente de lo que le rodeaba. Se vio en una habitación de hospital, rodeado de familiares. La luz era intensa, le dañaba la vista. Se encontraba agotado, como si acabara de volver del reino de los muertos. Descubrió con terror que no podía moverse, que no podía hablar, solo agitarse en la cama con leves oscilaciones. Su madre y las enfermeras le decían: "tranquilízate, no te agites, pronto te pondrás bien". El miraba a los ojos a su madre, suplicante. Veía de reojo su mochila encima de la mesita. Dentro de la mochila estaba su cartera. Dentro su cartera estaba el cupón. Y el cupón valía nueve millones de euros, representaba el fín de sus dificultades, pero no se le ocurría medio alguno de decirlo. "Si al menos supiera morse, quizá con el movimiento de los ojos..." No era momento para el humor negro. ¿Por qué no había llamado por teléfono para dar la noticia antes de salir? Martín sufría. La felicidad tan al alcance de la mano y aplazada de esa manera. Era como estar de nuevo dentro de una horrible pesadilla. ¿Tendría medios de transmitir tan importante información? Decidió que lo único que podía hacer era concentrarse en su recuperación. Debía confiar en los médicos y tratar de relajarse.
Pocos días después se descubrió a sí mismo realizando algunos movimientos, primero levemente y luego casi con total normalidad. Pidió a su madre la cartera. "¿Qué día es hoy, mamá?", consiguió articular con voz fatigada. Su madre le miró con ojos amorosos, mientras le acariciaba el pelo. "Es veinte de junio. Ayer hizo un mes que tuviste el accidente".
Martín sacó el cupón de la cartera. Un acto tan sencillo le agotó. Con gran esfuerzo leyó en el reverso: "Caduca a los treinta días naturales contados desde el siguiente al del sorteo". Martín no dijo nada. Volvió a dejar el cupón en su sitio. A partir de ese instante se centró en recuperarse. No veía el momento de salir del hospital y probar suerte de nuevo.
Miguel Ángel, fantástico, y enhorabuena. A ver si seguimos tu senda creativa.
ResponderEliminarUn abrazo.
Pepe
Muchas gracias, Pepe. Lo que más me gustó es que todos lo disfrutaráis como si de una película emocionante se tratara.
ResponderEliminarOrtega y Pacheco tambien tienen relatos y viñetas sobre el cupón.
ResponderEliminarwww.eljueves.es
El jueves siempre ha sido una mis mayores fuentes de inspiración, Robespierre, pero yo me inclino más por Silvio José.
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