jueves, 8 de enero de 2009
EL ÚLTIMO EMPERADOR, DE BERNARDO BERTOLUCCI. DE SEMIDIOS A JARDINERO.
A primera vista todo puede parecer grandioso en esta gran superproducción que ganó sus correspondientes (y esta vez merecidos) nueve oscars. Se rueda en la auténtica Ciudad Prohibida de Pekín con cientos de extras, trajes de época y toda la parafernalia ya sabida. Pero al final, si la vemos con ojos atentos, resulta ser una película intimista donde lo que más nos importa es conocer los sentimientos de Pu Yi como protagonista/víctima de la historia.
Pu Yi es investido como emperador de China siendo niño, en una soberbia ceremonia. A partir de aquí es tratado casi como una divinidad: tiene cientos de servidores para satisfacerle cualquier capricho y hasta su mierda es olida y examinada por expertos, pero no puede salir de la Ciudad Prohibida, es una jaula dorada para él, ni siquiera cuando muere su madre. Su poder no conoce límites dentro de su palacio y, como niño que es, llega a realizar travesuras tales como obligar a beber a uno de sus servidores un frasco de tinta.
Así este niño se hace adolescente, se le asigna un profesor occidental (Peter O´Toole, el mismísimo Lawrence de Arabia) que hace que al menos su mente pueda volar libre. Mientras tanto, en el exterior, la historia sigue su curso. Se proclama la República, el Emperador debe salir precitadamente de su palacio, pero encuentra refugio en manos japonesas, convirtiéndose en emperador títere y patético de Manchuria, una marioneta al servicio de un emperador más poderoso que él, Hirohito. De nuevo una jaula se ha cerrado sobre él, y Pu-Yi, hombre maduro, sabe que le están manipulando, pero es más cómodo someterse y sobrevivir.
Más tarde, con la derrota japonesa y la llegada de los comunistas al poder, otra prisión, esta vez compartida con otros ciudadanos que deben ser reeducados como él (es gracioso que a estas alturas todavía conserve un sirviente fiel que le ata los cordones de los zapatos y le echa la pasta de dientes en el cepillo) y al final, paradójicamente, encuentra su auténtica libertad y el verdadero sentido de su vida en su actividad como jardinero. Una vida auténticamente extraordinaria que Bertolucci sabe narrar a la vez con espectacularidad y sutileza. La lección que yo le saco a esta historia (y de todas las grandes historias hay que sacar lecciones) es que no existe la verdadera libertad, ni siquiera para el que supuestamente está dotado de un poder divino. Pero Galeano, en su libro "Espejos", que tan socorrido me está siendo, resume su vida mucho mejor que yo:
"Pu Yi tenía tres años de edad cuando en 1908 se sentó en el trono reservado a los Hijos del Cielo. El minúsculo emperador era el único chino que podía usar el color amarillo. La gran corona de perlas le escondía los ojos, pero no había mucho que mirar: hundido en túnicas de seda y oro, se aburría en la inmensidad de la Ciudad Prohibida, su palacio, su prisión, siempre rodeado por una multitud de eunucos.
Cuando la monarquía cayó, Pu Yi pasó a llamarse Henry, al servicio de los ingleses. Después, los japoneses lo sentaron en el trono de Manchuria y tuvo trescientos cortesanos que comían las sobras de sus noventa platos.
Las tortugas y las grullas simbolizan, en China, la vida eterna. Pero Pu Yi, que no era tortuga ni grulla, había logrado conservar la cabeza sobre sus hombros, lo que era más bien raro en su peligrosa profesión.
En 1949, cuando Mao tomó el poder, Pu Yi culminó su carrera convirtiéndose al marxismo-leninismo.
A fines de 1963, cuando lo entrevisté en Pekín, vestía como todos los demás, uniforme azul abotonado hasta el cuello, y por las mangas asomaban los puños raidos de la camisa. Se ganaba la vida podando plantas en el Jardín Botánico de Pekín.
Estaba sorprendido de que alguien pudiera tener interés en hablar con él. Me entonó su mea culpa, soy un traidor, soy un traidor, y con voz monocorde me recitó consignas durante un par de horas.
De vez en cuando, pude interrumpirlo. De su tía, la emperatriz, el Ave Fénix, sólo recordaba que tenía cara de muerta. Cuando la vio, se asustó y lloró. Ella le dio un caramelo y él lo tiró al suelo. De sus mujeres, me dijo que siempre las había conocido por fotos que le daban a elegir los mandarines o los ingleses o los japoneses. Hasta que por fín, gracias al presidente Mao, había podido casarse con un amor de verdad.
- ¿Con quién, si no es indiscreción?
- Una trabajadora, una enfermera del hospital. Nos casamos un primero de mayo.
Le pregunté si era miembro del Partido Comunista. No, no era.
Le pregunté si quería ser.
El intérprete se llamaba Wang, no Freud. Pero se ve que estaba cansado, porque tradujo:
- Sería para mí un grande horno."
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Pues a mi me pareció una película corta.
ResponderEliminarFijate que yo me creía que me la iba a poner a la noche y quedarme dormido, y levantarme al dia siguiente y estar acabando.
Pero no, por lo visto, media hora antes de sonar el despertador, ya estaban las letras.
Jejeje. A lo mejor te hubiera venido bien continuar con La hija de Ryan y Bailando con lobos. Muchas gracias por tu comentario, Viagra.
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