jueves, 28 de abril de 2016

LA VIDA ETERNA (2007), DE FERNANDO SAVATER. EL PRESENTE DE UNA ILUSIÓN.

Que no hubiera aparecido todavía ninguna lectura de Fernando Savater por este blog, era toda una anomalía, teniendo en cuenta que siempre fue uno de mis ensayistas favoritos, aunque llevara años sin acercarme a él. Se puede estar más o menos de acuerdo con lo que escribe, pero es indudable que se trata de uno de los grandes polemistas que tenemos en España, siempre lúcido, siempre ameno, con un bagaje de lecturas tan inmenso que le permite tener siempre preparada la mejor cita en el momento más oportuno. Savater siempre ha sido un militante contra cualquier clase de pensamiento único, sobre todo cuando estas doctrinas pretenden imponer su particular visión del mundo al resto de la sociedad: tal es el caso de muchas religiones y la mayoría de los nacionalismos. Él mismo se jugó la vida manteniéndose firme frente a las amenazas de ETA, una posición que no está al alcance de cualquiera, por lo que su voz cuenta con un plus de legitimidad en ciertas cuestiones.

La posición de Savater frente a la práctica de la religión siempre ha estado clara: el Estado debe garantizar que puedan celebrarse los distintos cultos a que se acogen los creyentes, pero su papel debe terminarse ahí. Ni al Estado le interesa identificarse con fe alguna, ni a ninguna doctrina que se la identifique con el Estado. Ambos entes deberían ser perfectamente independientes. Las creencias jamás deberían salir del ámbito privado. Que un católico o un musulmán pretendan que se legisle respetando su doctrina es una intromisión intolerable en la autonomía de los gobernantes. Por supuesto que las opiniones de los fieles son dignas de respeto, pero no deben gozar de privilegio alguno por estar presuntamente inspiradas por un ente divino. La religión tiene todo el derecho a crear foros de opinión en la sociedad, pero también debe aceptar deportivamente que sus postulados pueden estar sujetos a críticas, incluso ridiculizados. Es el precio y la grandeza de vivir en democracia.

Al filósofo vasco le interesa indagar en la historia de las religiones monoteístas, cómo consiguieron imponerse al politeísmo (que en el caso romano, estimulaba la tolerancia de cualquier religión que no pretendiera imponerse a las demás) como una fuerza revolucionaria que acabaría convirtiéndose en totalitaria. Durante demasiados siglos Europa conoció constantes guerras de religión y una represión absoluta contra la libertad de pensamiento a través de instrumentos tan siniestros como la Inquisición. Hoy contemplamos con horror como en el mundo musulmán se reproducen unos comportamientos que creíamos desterrados para siempre:

"Algunos se niegan a aceptar que las grandes religiones, reputadas fuentes de concordia y humanitarismo desinteresado, puedan propiciar enfrentamientos implacablemente sanguinarios. Pero no deben olvidarse dos cosas. En primer lugar, las religiones funcionan como elementos de cohesión hacia dentro de las sociedades en que son hegemónicas pero en cambio, a lo largo de la historia, han provocado hostilidad y enfrentamiento hacia fuera, contra comunidades con creencias diferentes. Esto resulta especialmente cierto de los monoteísmos, que introducen una exigencia excluyente de verdad que los paganismos politeístas no conocieron."

Si hemos avanzado en derechos y libertades durante los últimos siglos no ha sido gracias a los esfuerzos del Vaticano en este sentido, sino precisamente luchando contra su oposición, a través del germen de la Ilustración. Todavía en la primera mitad del siglo XX, los papas clamaban contra la idea de libertad religiosa, por lo que un Estado como el franquista, autoritario, confesional y asfixiante era del agrado del Vaticano, la reserva espiritual de occidente. Todavía padecemos las consecuencias de cuarenta años de esa fórmula. España no ha sido capaz de romper el lazo con la iglesia católica y mantiene unos Acuerdos con el Vaticano manifiestamente inconstitucionales, por cuanto financia directamente a la iglesia y le permite adoctrinar a los alumnos de las escuelas públicas, entre otras muchas prebendas. Cualquier tímido avance en la dirección de un auténtico laicismo provoca la vociferación de los obispos, que no quieren ceder ni un ápice de su privilegiada posición.

Y es que después de todo la religión es un consuelo inventado por los hombres, incapaces de enfrentarse a la tragedia de ser mortales. Todo es fruto de un deseo de trascendencia, de negarse a considerar nuestra realidad como la única posible. La inmortalidad y un posible paraíso son caramelos demasiado dulces como para ser rechazados. La racionalidad no ofrece más que ciencia y conocimiento, que son finitos. Frente a la idea de un Dios perfecto, eso no vale nada y lo peor de todo es que hay gente dispuesta a inmolarse para probarlo.

Al final resulta que los dioses que hemos creado no son más que reflejos de nosotros mismos, de nuestros miedos, de nuestros anhelos y de una distorsionada idea de justicia:

"Como observó Voltaire, si Dios nos hizo a su imagen y semejanza no hay duda de que le hemos devuelto cumplidamente el favor... "

Es ilusionante pensar que después de la muerte seremos recompensados por nuestra fe, nuestra obediencia y nuestras buenas acciones (se definan éstas como se definan en un determinado credo), pero la misión de una sociedad laica debe ser siempre estimular el debate libre, sin ideas preconcebidas, para desenmascar las imposturas en las que se basa el poder religioso, un servicio que debe prestarse a una ciudadanía que, después de todo, cada día es más indiferente a los preceptos oficiales de la fe, aunque siga manteniendo numerosas supersticiones, fomentadas directa o indirectamente por el Estado. Nuestro futuro en este ámbito, como en casi todos, depende de que sepamos inculcar pensamiento crítico a las futuras generaciones. Como bien dice Richard Dawkins, el objetivo es que algún día hablar de niños cristianos judíos o musulmanes sea tan absurdo como referirse a niños marxistas, neoliberales o keynesianos.

martes, 26 de abril de 2016

SOBRE LA HISTORIA NATURAL DE LA DESTRUCCIÓN (1999), DE WINFRIED GEORG SEBALD. UNA NACIÓN BAJO TIERRA.

El gran historiador Eric Hobsbawn definió el siglo XX como una centuria muy corta, que abarcaba el periodo 1914-1991, comenzando con la Primera Guerra Mundial y terminando con la caída del Muro de Berlín y el colapso de la Unión Soviética. Y en el ojo del huracán de todos esos decisivos acontecimentos, Alemania, siempre Alemania. Fue el belicismo germano - secundado por el entusiasmo de otros muchos países europeos - el que hizo posible esa matanza inútil a la que se llamó Primera Guerra Mundial. Y fue de nuevo Alemania, resurgida de las cenizas de la derrota, la que provocó un conflicto más sanguinario que el anterior, una guerra que estuvo a punto de ganar, pero que acabó provocando una destrucción inaudita en su territorio: según nos informa Sebald, entre los años 1942 y 1945 fueron ciento treinta las ciudades alemanas bombardeadas desde el aire por los aliados. Muchas de ellas quedaron arrasadas y trescientos mil cadáveres yacieron entre sus ruinas.

Cuando Hitler se sucidió y Alemania firmó su rendición incondicional, llegó el momento del ajuste de cuentas. Los crímenes cometidos por el nazismo eran tan inmensos, tan radicalmente inclasificables, que parecía fuera de lugar hablar de los sufrimientos de la población civil alemana. En aquellos momentos hizo fortuna el libro de Karl Jaspers, El problema de la culpa, en el que el filósofo abogaba por una expiación colectiva. Los bombardeos sufridos y la ocupación del país no eran más que un justo castigo por la agresión a otros países y por haber organizado el Holocausto, cuestión de la que empezaban a conocerse sus detalles más macabros. El alemán de a pie no tenía más remedio que agachar la cabeza, apretar los dientes y afanarse en desescombrar las calles, pensando en una futura recuperación nacional que se veía muy incierta.

En este contexto, la población llegó a una especie de pacto de silencio tácito por el cual no debía hablarse del pasado inmediato, en cuanto al sufrimiento de la población civil alemana. Esto se constata en la literatura de la época y en la de décadas posteriores, que apenas hacen referencia a unos hechos que debieron quedar como un sello indeleble en la memoria de todo aquel que los hubiera vivido. No fue hasta principios de este siglo que, con la publicación de un libro como El incendio, del historiador alemán Jorg Friedrich, se reavivó el debate que hasta aquel momento había sido prácticamente un tabú. Unos pocos años antes, ya lo había hecho Sebald a través de las conferencias que se recogen en este libro. Por fin los alemanes podían verse a sí mismos, con todas las prevenciones, con el estatus de víctimas.

Porque, en muchos aspectos, la campaña de bombardeos contra la población civil fue un acto criminal. Bien es verdad que fue la propia Alemania la que empezó a alimentar este fuego con los ataques a Varsovia, Rotterdam, Londres o Coventry, pero la respuesta de los Aliados fue desmesurada, puesto que podrían haber elegido centrar sus ofensivas aéreas contra objetivos tácticos más definidos, tratando de evitar en lo posible las víctimas civiles. Pero la decisión fue la contraria. La lógica del conflicto fue adueñándose poco a poco de las mentes de dirigentes y altos mandos. Arrasar ciudades repletas de hombres, mujeres y niños no era tanto un imperativo militar como una represalia, un castigo. En cualquier caso, se trataba de imponer a cientos de miles de seres humanos, por el mero hecho de haber nacido en un determinado lugar, la más espantosa de las muertes. Así describe Sebald la tormenta de fuego que se abatió sobre Hamburgo en 1943:

"Y al cabo de otros cinco minutos, a la una y veinte, se levantó una tormenta de fuego de una intensidad como nadie hubiera creído posible hasta entonces. El fuego, que ahora se alzaba dos mil metros hacia el cielo, atrajo con tanta violencia el oxígeno que las corrientes de aire alcanzaron una fuerza de huracán y retumbaron como poderosos órganos en los que se hubieran accionado todos los registros a la vez. Ese fuego duró tres horas. En su punto culminante, la tormenta se llevó frontones y tejados, hizo girar vigas y vallas publicitarias por el aire, arrancó árboles de cuajo y arrastró a personas convertidas en antorchas vivientes. Tras las fachadas que se derrumbaban, las llamas se levantaban a la altura de las casas, recorrían las calles como una inundación, a una velocidad de más de 150 kilómetros por hora, y daban vueltas como apisonadoras de fuego, con extraños ritmos, en los lugares abiertos. En algunos canales el agua ardía. En los vagones del tranvía se fundieron los cristales de las ventanas, y las existencias de azúcar hirvieron en los sótanos de las panaderías. Los que huían de sus refugios subterráneos se hundían con grotescas contorsiones en el asfalto fundido, del que brotaban gruesas burbujas. Nadie sabe realmente cuántos perdieron la vida aquella noche ni cuántos se volvieron locos antes de que la muerte los alcanzara. Cuando despuntó el día, la luz de verano no pudo atravesar la oscuridad plomiza que reinaba sobre la ciudad. Hasta una altura de ocho mil metros había ascendido el humo, extendiéndose allí como un cumulonimbo en forma de yunque. Un calor centelleante, que según informaron los pilotos de los bombarderos ellos habían sentido a través de las paredes de sus aparatos, siguió ascendiendo durante mucho tiempo de los rescoldos humeantes de las montañas de cascotes."

Sobre la historia natural de la destrucción, no es un ensayo al uso. Es una indagación de carácter literario acerca del olvido deliverado de unos determinados hechos que deberían haber provocado muchas más reflexiones en su época. Bien es cierto que fueron muchos los alemanes que, ante el advenimiento de Hitler, miraron para otro lado y siguieron con sus vidas como si nada hubiera sucedido. Pero eso no les convierte automáticamente en culpables ni en merecedores de un castigo de proporciones bíblicas. Cuando uno contempla las fotos de urbes históricas como Colonia o Dresde, aplastadas, no puede sino estremecerse al pensar lo que debía ser vivir aquello, el terror absoluto que desencadenaría la posibilidad cierta de morir aplastado por los cascotes de los edificios o abrasado por las bombas incendiarias. 

A pesar de todo, aunque sea en ruinas humeantes, la vida debe seguir y los supervivientes tenían que superar pronto la conmoción sufrida si pretendían construir un futuro. Mientras gobernaron los nazis, lamentarse por los bombardeos era derrotismo. Después, simplemente, se consideró algo casi de mal gusto. Es bueno que en esta época se haya llegado por fin a una especie de normalización al respecto y puedan conocerse los testimonios de quienes se vieron obligados a soportar lo insoportable.

sábado, 23 de abril de 2016

WALDEN (1854), DE HENRY DAVID THOREAU. LA INVENCIÓN DE LA SOLEDAD.

Aunque en la sociedad actual, tan tecnificada, tan dependiente de la conexión permanente a las redes sociales y a novedades que se quedan obsoletas enseguida, cueste entenderlo, existen almas que prefieren la soledad, el sosiego de reflexionar en los magníficos entornos que ofrece la naturaleza, a la vida apremiante y constamente regulada de las ciudades. Para muchos de ellos, Thoreau constituye una especie de apóstol, cuyos escritos, en los que refleja su experiencia personal, son una auténtica inspiración a la hora de abordar lo que se quiere hacer con la propia existencia. Porque pocas vidas, como la de Thoreau, son un ejemplo en sí mismas de una determinada doctrina de carácter filósofico, en este caso el trascendentalismo, cuyo principal impulsor fue Ralph Waldo Emerson, el maestro del autor de Walden:

"Fui a los bosques porque quería vivir deliberadamente, enfrentarme sólo a los hechos esenciales de la vida y ver si podía aprender lo que la vida tenía que enseñar, y para no descubrir, cuando tuviera que morir, que no había vivido. No quería vivir lo que no fuera la vida, pues vivir es caro, ni quería practicar la resignación a menos que fuera completamente necesario. Quería vivir con profundidad y absorber toda la médula de la vida, vivir de manera tan severa y espartana como para eliminar cuanto no fuera la vida, abrir un amplio surco y arrasarlo, arrinconar a la vida y reducirla a sus términos inferiores y, si resultaba mezquina, coger toda su genuina mezquindad y hacerla pública al mundo; o, si era sublime, saberlo por experiencia y ser capaz de dar cuenta de ello en mi próxima excursión. La mayoría de los hombres, a mi juicio, se halla en una extraña incertidumbre respecto a si la vida es cosa de Dios o del diablo, y ha concluido algo precipitadamente que el principal fin del hombre es «glorificar a Dios y gozar de él por siempre»."

Lo más importante para Thoreau, cuando decide irse a vivir en comunión con la naturaleza es seguir los propios impulsos, obviando las exigencias sociales. Para él las ciudades - y los pueblos, donde ya han llegado las leyes del comercio - están repletos de seres desesperados que apenas pueden disimular estos sentimientos bajo una máscara de aceptación de unas normas que suelen imponer para quien desea prosperar el endeudamiento y la angustia. Ya en una época tan temprana Thoreau denuncia el deseo de bienes superfluos, esos objetos inútiles cuya única finalidad es distinguir a unos seres humanos de otros y establecer categorías sociales. Bien es cierto que cuando empieza a construir su cabaña junto a la laguna Walden, el autor no pretende aislarse por completo de la sociedad, solo poder estar solo y dedicar tiempo a observar la naturaleza con todo detalle. De hecho su vivienda no está lejos de las vías de ferrocarril (de vez en cuando puede escuchar la locomotora en la distancia) y volver a la civilización solo le cuesta un paseo a pie. En la cabaña también hay tiempo para recibir a amigos e improvisar tertulias en el más delicioso de los entornos. Hay tres constantes que transmite todo el tiempo la escritura de Thoreau: felicidad, serenidad y seguridad en sí mismo.

Como la mayor parte de los dos años que el autor de Desobediencia civil pasó en este estado seminatural no tuvo compañía, está claro que su interlocutor, el constante receptor de sus impresiones debía ser el futuro lector. En este sentido Walden no es un libro fácil. Está repleto de prolijas descripciones del entorno de la laguna, realizadas por alguien que está convencido de que los magníficos paisajes en los que habita son un reflejo de sus elevados sentimientos. También está implícita en el texto una especie de idea de alcanzar la pureza, simbolizada en las aguas cristalinas de la laguna:

"En un día como ese de septiembre u octubre, Walden es un perfecto espejo del bosque, rodeado de piedras tan preciosas para mis ojos como si fueran escasas o raras. No hay nada tan hermoso, tan puro y, al mismo tiempo, tan grande como un lago en la superficie de la tierra. Agua del cielo. No necesita cercado. Las naciones van y vienen sin ensuciarla. Es un espejo que ninguna piedra podrá romper, cuyo azogue no se gasta nunca y cuyo dorado repara continuamente la naturaleza; ni las tormentas ni el polvo oscurecerán su superficie siempre fresca; un espejo en el que se hunden todas las impurezas que se le presentan, barridas y despejadas por el brumoso cepillo solar, un ligero paño que no retiene hálito alguno, sino que exhala el suyo propio para que flote como las nubes en lo alto sobre su superficie y se refleje de nuevo en el fondo."

Walden es un libro fundamental para explicar los orígenes de una cierta manera de entender la idea de libertad que configuró a los Estados Unidos. De hecho, se trata de un ensayo de lectura obligatoria en múltiples centros educativos de aquel país. Alivia pensar que los alumnos tienen al menos la posibilidad de asomarse a un punto de vista alternativo a la jungla de competencia económica, a la ansiedad por lograr un determinado estatus, que muchos de ellos tendrán como horizonte al llegar a su vida adulta. Como él mismo dejó escrito, el libro "es la obra de arte más próxima a la vida".

Aunque en los capítulos de Walden apenas encontremos un tono moralista, resulta curioso que, casi al final del texto, Thoreau no quiera despedirse sin ofrecer unos consejos al lector, abundando en las equivocadas ideas de pobreza y riqueza que detenta la mayoría de la gente:

"Por mediocre que sea vuestra vida, aceptadla y vividla; no la esquivéis ni la denostéis. No es tan mala como vosotros. Parece más pobre cuando más ricos sois. Quien a todo le saca punta encontrará faltas incluso en el paraíso. Amad vuestra vida por pobre que sea. Tal vez tengáis una hora grata, conmovedora, gloriosa, incluso en un asilo. El sol poniente se refleja en las ventanas de la casa de la caridad con el mismo resplandor que en la morada del rico; la nieve se funde en su puerta igual de pronto en primavera. No veo sino que un hombre tranquilo pueda vivir tan contento aquí, y albergar pensamientos tan joviales, como en un palacio. Creo que el pobre de la ciudad suele vivir la vida más independiente de todas. Tal vez sea suficientemente magnánimo para recibir sin recelo. La mayoría piensa que está por encima de tener que ser mantenida por la ciudad, pero a menudo ocurre que no está por encima de ser mantenida por medios deshonrosos, lo que debería ser más indecoroso. Cultivad la pobreza como un jardín de hierbas aromáticas, como la salvia. No debe preocuparos lograr más cosas, sean vestidos o amigos. Dad la vuelta a los viejos; volved a ellos. Las cosas no cambian; cambiamos nosotros. Vended vuestras ropas y conservad vuestros pensamientos. Dios proveerá para que no os falte compañía. Si estuviera confinado en el rincón de una buhardilla el resto de mi vida, como una araña, el mundo seguiría siendo tan grande mientras tuviera mis pensamientos conmigo. Un filósofo decía: «A un ejército de tres divisiones podríamos quitarle al general y ponerlo en desbandada, pero ni siquiera al más abyecto y vulgar de los hombres le podríamos quitar su pensamiento». No busquéis con tanta ansia vuestro desarrollo ni someteros a demasiadas influencias que puedan obrar sobre vosotros; todo es disipación. La humildad, como la oscuridad, revela las luces celestiales. Las sombras de la pobreza y la mediocridad nos rodean «y, mirad, la creación se ensancha con nuestra mirada». A menudo nos recuerdan que, si nos dieran la riqueza de Creso, nuestros fines deberían seguir siendo los mismos y nuestros medios esencialmente los mismos. Aunque la pobreza restrinja vuestra esfera de acción y no podáis comprar libros ni periódicos, por ejemplo, quedaréis limitados a las experiencias más significativas y vitales; os veréis obligados a tratar con la materia prima que proporciona más azúcar y vigor. Cuando la vida está en los huesos es más dulce. Entonces ya no podéis ser frívolos. Nadie pierde en un nivel inferior por la magnanimidad en uno superior. La riqueza superflua sólo puede comprar cosas superfluas. No hace falta dinero para comprar lo que el alma necesita."

jueves, 21 de abril de 2016

EL JUEZ (2015), DE CHRISTIAN VINCENT. EL PESO DEL CORAZÓN.

El ejercicio de la profesión de juez implica sostener sobre los hombros unas responsabilidades considerables. Al volumen y complejidad del trabajo cotidiano se suman de vez en cuando los focos de la prensa, cuando el magistrado debe resolver acerca de algún asunto que interesa a la opinión pública. El caso del juez Michel Racine, que nos presenta la nueva película de Christian Vincent, es un tanto peculiar. Se trata de uno de esos seres que no pueden sacudirse de encima, ni por un instante, el halo de autoridad que les acompaña en todos los aspectos de su vida, incluso en los más nimios. Racine es un hombre serio y solemne, que cuenta con pocos amigos y que es objeto de las burlas del resto del personal del juzgado. Para los acusados es un tipo temible, que no pestañea cuando debe hacer recaer sobre ellos todo el peso de la ley.

Pero el juez también es un ser humano con su corazoncito, como iremos comprobando más adelante. En el curso de un importante proceso por infanticidio, advierte que entre los miembros del jurado se encuentra una mujer que conoció hace unos años y a la que amó en secreto. Algo se despierta en él, un deseo oculto que no está acostumbrado a manifestar al exterior y, a partir de ese momento deberá cambiar sus pautas de comportamiento para acercarse a esa mujer (aunque no se trate de una maniobra muy legal que un juez intime con un miembro del jurado de un proceso que preside).

El juez es una película con pretensiones: pretende mezclar la intriga judicial, en un tono realista, acercándose al funcionamiento de las leyes procesales francesas con una forma de entender la comedia romántica muy descafeinada. Al final esta mezcla de géneros tiene como resultado una obra francamente poco interesante y aburrida, protagonizada por unos personajes poco empáticos. Las interpretaciones de Luchini y Sidse Babett Knudsen no están mal, pero están lastradas por un guión que debería haber optado por desarrollar alguna de las múltiples direcciones por las que se desliza el filme.  

martes, 19 de abril de 2016

RINCONETE Y CORTADILLO (1613), DE MIGUEL DE CERVANTES. LA COFRADÍA DE MONIPODIO.


Sevilla, a finales del siglo XVI, cuando fue escrita la primera versión de esta narración, era una ciudad soprendente, plena de actividad económica como puerto de las mercancías que llegaban de las Indias. Como reflejo de ello nos ha quedado uno de los centros históricos más extensos del mundo, repleto de iglesias, conventos y palacios. Pero esta opulencia no podía esconder el brutal contraste con la masa de los desfavorecidos, aquellos que tenían que dedicarse a los trabajos más sacrificados, cuando no directamente a la mendicidad o al robo. Con tanta actividad y tanto dinero circulando por sus calles, la ciudad era un polo de atracción para toda clase de buscavidas y pícaros. Esto se refleja muy bien al comienzo de Rinconete y Cortadillo. Cuando los protagonistas, que acaban de conocerse, se enteran de que unos comerciantes aceptan que les acompañen a Sevilla, se sienten gozosos, puesto que allí podrán desarrollar a su gusto las industrias del engaño en los naipes y del hurto, de las que son consumados especialistas.

Pero la gran sorpresa será descubrir que el oficio de ladrón no puede ejercerse libremente en la ciudad. Un muchacho, que es testigo del primero de sus hurtos, les advertirá de esta circunstancia y les invitará a visitar el patio de Monipodio, el auténtico padrino del hampa de la ciudad. Parece ser que esta cofradía que Cervantes describe, cuenta con alguna base histórica. Además, el autor de El coloquio de los perros, había pasado suficiente tiempo en la capital hispalense - también llegó a conocer el interior de su cárcel - como para basar su relato en lo que había visto o lo que le habían contado. En su obra La Miscelánea, escrita a finales del siglo XVI, Luis Zapata cuenta lo siguiente:

"En Sevilla dicen que hay cofradía de ladrones con su prior y cónsules como mercaderes; hay depositario entre ellos, en cuya casa se recogen los hurtos, y arca de tres llaves, donde se echa lo que se hurta y lo que se vende, y sacan de allí para el gasto y para cohechar los que pueden para su remedio. Cuando se ven en aprieto son muy recatados en recibir que sean hombres esforzados y ligeros, cristianos viejos. No acogen sino a criados de hombres poderosos y favorecidos en la ciudad, ministros de justicia; y lo primero que juran es esto, que aunque los hagan cuartos, pasarán su trabajo, mas no descubrirán los compañeros; y ansí, cuando entre la gente honrada de una casa falta algo, que dicen que el diablo lo llevó, levántaselo al diablo que no lo llevó, sino alguno de estos. Y de haber la cofradía es cierto, y durará mucho más que la Señoría de Venecia, porque aunque la justicia entresaca algunos desdichados, nunca ha llegado al cabo de la hebra."

En realidad lo que le interesa a Cervantes es llegar al momento en el que los dos mozos entran en la vivienda de Monipodio, para poder describir a su gusto la realidad cotidiana de esta especie de mafia sevillana. Pero el escritor no quiere ser sórdido, sino más bien amable con el lector, usando con maestría de una de sus armas literarias predilectas, la ironía, para que nos adentremos en un mundo realmente insólito. Y lo hacemos a través de los ojos de Rincón y Cortado, bautizados en el acto con sus nuevos nombres, Rinconete y Cortadillo, cuando son aceptados como miembros de la cofradía. El patio de Monipodio, utilizado una y mil veces como metáfora de la corrupción imperante en nuestro país, es como un escenario teatral en el que suceden mil cosas a la vez, donde Cervantes puede hacer gala de su fino sentido del humor: 

"Estando en esto, entraron en la casa dos mozos de hasta veinte años cada uno, vestidos de estudiantes; y de allí a poco, dos de la esportilla y un ciego; y, sin hablar palabra ninguno, se comenzaron a pasear por el patio. No tardó mucho, cuando entraron dos viejos de bayeta, con antojos que los hacían graves y dignos de ser respectados, con sendos rosarios de sonadoras cuentas en las manos. Tras ellos entró una vieja halduda, y, sin decir nada, se fue a la sala; y, habiendo tomado agua bendita, con grandísima devoción se puso de rodillas ante la imagen, y, a cabo de una buena pieza, habiendo primero besado tres veces el suelo y levantados los brazos y los ojos al cielo otras tantas, se levantó y echó su limosna en la esportilla, y se salió con los demás al patio. En resolución, en poco espacio se juntaron en el patio hasta catorce personas de diferentes trajes y oficios. Llegaron también de los postreros dos bravos y bizarros mozos, de bigotes largos, sombreros de grande falda, cuellos a la valona, medias de color, ligas de gran balumba, espadas de más de marca, sendos pistoletes cada uno en lugar de dagas, y sus broqueles pendientes de la pretina; los cuales, así como entraron, pusieron los ojos de través en Rincón y Cortado, a modo de que los estrañaban y no conocían."

Porque en realidad los protagonistas, obviando la primera parte de la obra, son seres pasivos, que asisten como testigos privilegiados (y críticos al final) a un episodio cotidiano de la picaresca organizada de Sevilla, una organización que parece haberse insertado sin demasiados problemas en la vida de la urbe. Las autoridades, aunque perciben al hampa como a un enemigo del Estado, toleran su existencia y dedican gran parte de los recursos que podrían emplear en su contra a una batalla que estiman mucho más importante, contra la herejía. Manuel Fernández Álvarez en su obra Cervantes visto por un historiador, detalla algunas características de esta organización que funcionaba como una pseudosociedad, con sus propias normas, sus propios estratos sociales y sus propios dirigientes:

"Y lo primero que hay que tener en cuenta es que el hampa no preocupa tanto a los dirigentes de la sociedad, sea cual fuere, como lo pueden hacer los disidentes ideológicos. Baste tener en cuenta lo siguiente: el hampa no aspira a destruir el Estado en que se halla enquistada; al contrario, puesto que es del que se nutre, mediante su juego propio. Están en guerra, por supuesto, y mientras los miembros del hampa conculcan la ley todos los días, el Estado moviliza sus recursos para castigar de cuando en cuando a los delincuentes, al menos en los delitos más atroces. Pero no hay ningún Estado en el mundo, ni lo ha habido, que sueñe con aniquilar el hampa. Es evidente, a todas luces, que no puede. A veces se aprecian, incluso, como pactos y como transacciones. A la inversa, repito, el hampa no tiene el menor interés en destruir al Estado. Sus actividades no son políticas; son meramente sociales. Es a la sociedad a la que mortifica, con sus alfilerazos, que a las veces se tornan en cuchilladas. Pero es claro que necesita de esa sociedad, de la que se alimenta; de forma que tampoco le interesa destruirla. Cuando los matones de cualquier gran ciudad extorsionan a honrados comerciantes, para que les paguen «su impuesto» (y obsérvese esa correlación con las actividades estatales) pueden llegar a la violencia para conseguirlo, e incluso a algún homicidio, pero naturalmente no desean que se pare esa actividad, necesitan de esos miembros de la sociedad que laboran y que acarrean ganancias; lo que aspiran es a llevarse una parte, doblando así, de esta curiosa manera, las funciones estatales. A su vez, el Estado tiene una justificación ante la sociedad para su existencia. No olvidemos que existen ideologías que aspiran a una sociedad sin Estado. Ahora bien, mientras exista el hampa, el Estado puede ser, a los ojos del ciudadano medio, como el orden, como la garantía de que la ley —esa ley que responde a sus necesidades— es respetada. Y los que viven bajo su amparo pueden hacerlo relativamente confiado."

Precisamente, una de las realidades que más sorprende a los dos protagonistas, en el juicio final que realizan una vez que pueden reflexionar acerca de lo que han visto, es la religiosidad de estos cofrades del crimen, que creen que ejerciendo su oficio están realizando una obra santa y que acatando las normas de Monipodio y practicando a la vez sus devociones tienen asegurada la salvación de su alma:

" (...) le admiraba la seguridad que tenían y la confianza de irse al cielo con no faltar a sus devociones, estando tan llenos de hurtos, y de homicidios y de ofensas a Dios. Y reíase de la otra buena vieja de la Pipota, que dejaba la canasta de colar hurtada, guardada en su casa y se iba a poner las candelillas de cera a las imágenes, y con ello pensaba irse al cielo calzada y vestida."

Aunque no pueda inscribirse exactamente en el género picaresco (no está escrito en primera persona y sus protagonistas no parecen obsesionados con la idea de ascenso social) Rinconete y Cortadillo es una de esas novelas que nos retratan como sociedad, de esas a las que siempre se alude como referencia cuando se quieren explicar ciertas actitudes de los españoles en general y de sus dirigentes políticos en particular. A pesar de todo, es una obra que se aleja de toda intención trágica y tiene un tono más bien festivo e irónico. Ni siquiera la pretendida lección moral del final suena a auténtica, puesto que cuando los mozos se proponen no durar mucho "en esa vida tan perdida  y tan mala", Cervantes nos informa de que siguieron con ella unos meses. Tampoco es que el Estado de los Austrias de aquel tiempo ofreciera muchas más alternativas que las galeras a los pícaros que querían cambiar de vida.   

lunes, 18 de abril de 2016

LA HABITACIÓN (2015), DE LENNY ABRAHAMSON. EL MUNDO TRAS LA CAVERNA.

En su famoso mito de la caverna, que Platón dirige a todos los hombres, se presenta a un ser humano cuyo conocimiento de la verdad está nublado por unos sentidos que le ofrecen una información muy limitada de la auténtica configuración de la realidad, o al menos de lo que el filósofo llama el mundo de las ideas. Como los hombres encadenados de Platón, que creen que las sombras de los caminantes que pasean a su espalda están vivas, Jack, que ha nacido en un cruel cautiverio, cree que el universo se acaba en los márgenes del exiguo espacio en el que vive encerrado junto a su madre. Para protegerlo, para darle un sentido a su existencia, ella se lo ha hecho creer así. La única realidad son ellos mismos y su pequeño mundo. La única ventana que poseen para asomarse a lo que sucede fuera es un televisor que emite imágenes con muy mala recepción, lo que facilita la tarea de Brie cuando le explica a su hijo que dichas imágenes representan cosas que no existen. El momento más delicado del cautiverio - que para Brie dura ya una década - llega cuando aparece el secuestrador para mantener relaciones sexuales con ella. Durante las visitas, Jack debe permanecer oculto en el armario, pero el chiquillo no puede evitar hacerse muchas preguntas. ¿Quién es ese ser casi mítico que se materializa desde el exterior, donde se supone que no hay nada? Aunque la vida no es nada fácil para esta familia desdichada, la llama de la esperanza en una próxima liberación se ha mantenido incólume en Brie. Ha llegado la hora de explicar a su hijo cual es su verdadera situación, de hacer volar su imaginación hacia el mundo de las ideas, hacia una realidad tan vasta y compleja que difícilmente puede ser explicada desde la oscuridad de su habitación.

El director Lenny Abrahamson decidió explicar esta historia desde el punto de vista del niño, lo cual es una apuesta clara por remover la sensibilidad del espectador. Jack es a la vez un niño tierno y curioso y un pequeño salvaje que, cuando por fin conoce el mundo verdadero, se siente abrumado y fascinado frente a una realidad que contiene muchos más objetos y personas de los que nunca podría haber imaginado. En esta segunda parte, después de habernos narrado la vida cotidiana en el cautiverio, la película se centra en el difícil proceso de adaptación a la nueva realidad por parte de madre e hijo. Si en la primera mitad, la narrativa adaptada por Abrahamson era magistral, pues nos iba ofreciendo poco a poco la información acerca de la situación de ambos, conforme la mirada del niño iba coincidiendo con la del espectador, cuando por fin escapan, La habitación se transforma en algo más convencional y rutinario, casi en uno de esos filmes rodados para la televisión que se exhiben los domingos a la hora de la siesta. El pulso narrativo se sostiene, puesto que lo contado hasta ese momento ha sido muy impactante y existe interés por conocer el destino de los personajes. Pero resulta un poco decepcionante la forma en la que plantean y resuelven los conflictos, con poca profundidad, como si no se quisiera preocupar en exceso a un espectador que ya ha contemplado demasiada maldad en la primera parte. 

Es interesante apuntar que Emma Donoghue, la autora de la novela y del guión de la película se inspiró en un caso real: el de Elizabeth Fritzl, una austriaca que estuvo secuestrada por su padre durante años y alumbró varios hijos durante su cautiverio. Existe un documental acerca de esta sórdida historia: Monster: The Josef Fritzl Story, de David Notman-Watt, en el que un niño de cinco años (la misma edad del protagonista de La habitación) narra su terrible experiencia. Por cierto, lo mejor de la película de Abrahamson, además de su inspirada primera mitad, es la actuación portentosa de Jacob Tremblay, un niño-actor que es capaz de transmitir sin matices el desamparo, la dependencia de su madre y el sentido de la maravilla (matizado con buenas dosis de aprensión) que le produce descubrir que el mundo es un lugar infinitamente más grande y complicado de lo que él había imaginado hasta entonces. 

miércoles, 13 de abril de 2016

LA SOCIEDAD DEL CANSANCIO (2010), DE BYUNG CHUL HAN. LA ESCLAVITUD INTERIOR.

Desde hace unos años la figura del filósofo de origen coreano Byung Chul Han se ha convertido en un referente indispensable para entender e interpretar el mundo en el que vivimos. Lo original es que Han no parte de tendencias sociales, sino que analiza al individuo y establece las vicisitudes que les han llevado al estado actual, a la complicada situación en la que el trabajo tradicional, que se efectuaba bajo las órdenes de un patrón, ha pasado, en muchos casos a efectuarse bajo la propia responsabilidad.

El autor de En el enjambre, establece que se ha pasado de una sociedad de corte disciplinario, dominada por el perfil de las grandes fábricas que centralizaban la producción, a una de rendimiento, en la que abundan los pequeños emprendedores que se someten alegremente a una bestial autoexplotación con el fin de sobrevivir en los márgenes de una sociedad absolutamente dominada por la idea de competitividad. La consecuencia es el agotamiento y, en muchos casos, la depresión, tal y como expone Han en una entrevista concedida a Babelia:

“La decisión de superar el sistema que nos induce a la depresión no es cosa que solo afecte al individuo. El individuo no es libre para decidir si quiere o no dejar de estar deprimido. El sistema neoliberal obliga al hombre a actuar como si fuera un empresario, un competidor del otro, al que solo le une la relación de competencia." 

Así pues, una vez superado el tradicional concepto de alienación laboral, la maquinaria del neoliberalismo ha maquillado con hermosos términos como realización, optimización personal o emprendimiento al camino repleto de obstáculos (en muchas ocasiones insuperables) al que se ven arrojados muchos trabajadores al no tener posibilidad de conseguir un empleo remunerado. Aquí no caben las protestas ni las reivindicaciones colectivas, sino la identificación con el empresario triunfador, el espejo donde hay que mirarse. La producción en muchas ocasiones ya no consiste en bienes tangibles, sino en servicios o asesoramientos de carácter ininteligible. La dura realidad es que ni siquiera es cierto que exista la competencia perfecta, puesto que los políticos que se corrompen optarán por las empresas que les otorguen mayor beneficio personal.

Aplastados bajo mil estímulos que quieren captar nuestra atención, obligados a ser visibles en las redes sociales y bombardeados continuamente por grandes dosis de pensamiento positivo, el sujeto perteneciente a la sociedad de rendimiento se siente aplastado, pero debe mostrar una sonrisa permanente y una disposición de ánimo más allá de sus fuerzas. El capitalismo está en movimiento las veinticuatro horas y el individuo debe estarlo también. Esos llamamientos continuos al cambio, a la reinvención, a salir de la posición de confort, no son más que pequeños golpes que van minando la resistencia del sujeto, que lo descolocan y lo acaban agotando, ya que cualquier distracción puede ser aprovechada por el adversario para tomar su lugar. La libertad se transforma en un concepto ilusiorio, muy alejado del que manejaban generaciones anteriores. La coerción externa tradicional se ha transformado en una mucho más efectiva, la interna, de la que difícilmente se puede huir:

"Sola la coerción o la explotación llevan a la alienación en una relación laboral. En el neoliberalismo, trabajo significa realización personal u optimización personal. Uno se ve en libertad. Por lo tanto, no llega la alienación, sino el agotamiento. Uno se explota a sí mismo, hasta el colapso. En lugar de la alienación aparece una autoexplotación voluntaria. Por eso, la sociedad del cansancio como sociedad como sociedad del rendimiento no se puede explicar con Marx. La sociedad que Marx critica, es la sociedad disciplinaria de la explotación ajena. Nosotros, en cambio, vivimos en una sociedad del rendimiento de autoexplotación." 

domingo, 10 de abril de 2016

TENEMOS QUE HABLAR DE KEVIN (2003), DE LIONEL SHRIVER Y DE LYNNE RAMSAY (2011). LA MALA SEMILLA.

Eva es una mujer feliz y realizada, una emprendedora que hace lo que más le gusta, viajar a destinos exóticos (España incluida) y escribir guías que publica su exitosa editorial. Junto con su esposo Franklin forma una de esas parejas cuyos miembros tienen una forma de pensar antagónica (ella es liberal, él es conservador), pero que se complementan perfectamente, pues lo esencial en su vida es al amor mutuo. Eva y Franklin lo tienen todo y creen que con el nacimiento de su primer hijo llegará la culminación de su felicidad. Pero algo empieza a ir mal para ella ya desde el mismo embarazo. Parece como si su hijo quisiera causarle dolor, como si la culpara del hecho de haber venido al mundo. Desde bebé Kevin se muestra como un ser problemático, por sus incesantes berridos y falta de respuesta emocional al contacto con su madre. En este sentido Tenemos que hablar de Kevin casi roza el género del terror, esas novelas acerca de niños poseídos que instalan el mal en un hogar feliz. Aunque Shriver escribe una novela que se inscribe en el realismo, el hecho de que sea la madre la narradora - en forma de cartas que escribe a su marido ausente - hace que el punto de vista de los hechos sea muy subjetivo.

Para Eva, que tantas aventuras ha vivido en tantos países, la maternidad va a constituir su auténtico viaje al extranjero. A pesar de sus esfuerzos, de su paciencia, Kevin tiene una naturaleza malvada y maquiavélica. Sus planes para hacer la vida de la pareja cada día más difícil se van volviendo más complejos conforme pasan los años, hasta el punto de que acaban afectando gravemente a su hermanita. Franklin, un hombre que siempre ha creído en el sueño americano, se niega a ver quien es realmente su hijo y siempre se acoge a cualquier excusa para justificar la actitud de Kevin. El papel de Eva se vuelve así doblemente trágico: es una Casandra cuyos ojos son los únicos que pueden contemplar en todo su esplendor la oscura naturaleza de su hijo, mientras libra una lucha interior para comportarse conforme a lo que la sociedad espera de una buena madre. Pero su desesperación ante la inmensa injusticia de este suceso azaroso, de haber dado a luz a un chico tan especial como maligno, la desorienta inevitablemente, instalando en su interior un permanente complejo de culpa:  

"Traté de castigar a Kevin durante buena parte de los últimos dieciséis años. Y, para empezar, ninguno de los castigos que le impuse le importó en lo más mínimo. ¿Qué puede hacerle el sistema de justicia juvenil del estado de Nueva York? ¿Enviarlo a su cuarto? Ya lo intenté. Y le daba igual, porque nada de lo que había fuera de su cuarto, ni dentro de él, si a eso vamos, le interesaba en lo más mínimo. ¿Habría ahora alguna diferencia? Y difícilmente conseguirán que se avergüence de lo que hizo. Eso sólo se puede lograr de personas que tienen conciencia. Sólo es posible castigar a quienes tienen esperanzas que se puedan frustrar o vínculos afectivos que se puedan cortar, a personas que se preocupen por la opinión que tengan de ellas los demás. Sólo se puede castigar a quienes aún conservan algún resto de bondad."

Porque en plena adolescencia Kevin acaba revelándose como un asesino de masas psicópata, uno de esos seres incomprensibles que copan titulares de los telediarios y de los que acaban saliendo imitadores. Su plan para castigar a la comunidad en la que vive y a la vez hundir irremisiblemente a su madre en el peor de los infiernos para el resto de sus días es tan brillante como siniestro. Las mejores y más estremecedoras páginas de Tenemos que hablar de Kevin coinciden con la ejecución de dicho plan, la obra fría y milimétrica salida de la mente de un asesino nato. A pesar de que la novela de Shriver pueda parecer en ocasiones larga e incluso reiterativa, es indudable que su construcción formal y la manera de dosificar su información son magistrales. Además, también ofrece una reflexión acerca del morbo que producen en el gran público seres como él. El mismo Kevin lo sabe y sus palabras al respecto son muy lúcidas cuando tiene ocasión de explicarse frente a un periodista. A pesar de que su caso es claramente fruto de la naturaleza, no de la sociedad, el psicópata ha aprendido las mínimas normas de convivencia para mezclarse discretamente entre sus compañeros hasta que llegue el momento de ejecutar su obra maestra criminal, un proyecto que, si nos fijamos bien, parece haber estado anhelando durante su entera existencia.

La adaptación cinematográfica de Lynne Ramsay es, lógicamente, más sintética y también más efectista que la novela. A pesar de que deja algún que otro detalle importante sin explicar, la película de Ramsay sale airosa en su apuesta por ir mezclando diferentes ejes temporales para contar la historia y motivaciones de Kevin. A que la experiencia de su visionado sea satisfactoria ayudan, y mucho, las excelentes interpretaciones de sus dos protagonistas, además de otros detalles muy inteligentes: el color rojo sangre imperante en muchas escenas o la habitación de Kevin, que predice la celda que va a ocupar en el futuro.

Para terminar, una curiosa reflexión de Lionel Shriver, un tanto insólita en estos tiempos, pero que puede servir perfectamente como  complemento al terrible mensaje de su novela: el hecho de tener hijos no es garantía de felicidad (aunque en la mayoría de las ocasiones lo sea):

"Durante mis años fértiles, he tenido todo el tiempo del mundo para tener hijos. Tuve dos relaciones estables, una de ellas desembocó en un matrimonio que aún continúa. Mi salud era perfecta. Podría habérmelo permitido desde el punto de vista económico. Simplemente, nunca los he querido. Son desordenados, me habrían puesto la casa patas arriba. Son desagradecidos. Me habrían robado buena parte del tiempo que necesito para escribir libros."

jueves, 7 de abril de 2016

UN INSTANTE DE SILENCIO EN EL PAREDÓN (1998), DE IMRE KERTÉSZ. EL HOLOCAUSTO COMO CULTURA.

Poco a poco van desapareciendo los testigos del Holocausto. Los pocos que quedan son ya octogenarios, que vivieron la pesadilla siendo niños. A pesar de haberse realizado una labor muy importante de recogida de testimonios, a través de diversas fuentes, la muerte de los protagonistas siempre es un hecho lamentable, porque son historia viva que pueden enseñar muchas cosas a las nuevas generaciones, sobre todo en el caso de un escritor como Imre Kertész, ganador del premio Nobel y narrador insobornable de la experiencia íntima del infierno, sobre todo a través de su novela más emblemática, Sin destino, una narración autobiográfica que expone los hechos de manera muy cruda, sin apenas insertar opiniones personales ni elementos de juicio, puesto que adopta su punto de vista de la época: el de un adolescente que se ve arrastrado por la Historia sin comprender muy bien lo que está sucediendo.

Un instante de silencio en el paredón es un libro muy distinto, una reflexión profunda de lo que ha significado el Holocausto para la conciencia europea. Y lo hace desde el punto de vista de un testigo ya maduro y que ha tenido mucho tiempo para dedicarse a la introspección, para aprovechar, como él mismo dice, un exilio voluntario a su mundo singular y sacar sus propias conclusiones acerca de un pasado que es capaz de enlazar con un presente que todavía no se ha reconciliado del todo con aquel. Si bien para muchos europeos Auschwitz es más una especie de símbolo que una espantosa realidad que funcionaba a pleno rendimiento hace algunas décadas. Por mucho que la literatura y el cine nos lo hayan mostrado, su representación nada tiene que ver con la realidad de quien tuvo que soportar una estancia en el campo de exterminio. La palabra no basta. La imagen tampoco. Solo la experiencia de quienes tienen que arrastrar este trauma por el resto de sus vidas. Y lo peor de todo es que Auschwitz no es una anomalía, sino una perfecta materialización de una parte del espíritu humano:

"Nuestra mitología moderna empieza con un gigantesco punto negativo: Dios creó el mundo y el ser humano creó Auschwitz."

Y lo peor que podemos hacer es olvidarlo. La cicatriz sobre Europa fue demasiado profunda y todavía es capaz de supurar:

"Y veremos, analizando si el holocausto es una cuestión vital para la civilización europea, para la conciencia europea, que lo es, en efecto, porque la misma civilización dentro de cuyo marco fue llevado a cabo debe también reflexionar sobre él: de no ser así, se convertiría en una civilización averiada, en un inválido en estado terminal que se dirige, impotente, hacia la desaparición."

Pero Kertész no se conforma con denunciar el nazismo. A pesar de haber podido huir a los Estados Unidos - cuando fue liberado, contaba con solo dieciseis años, la vida por delante - un impulso le obligó a volver a la devastada Budapest. Allí se convirtió en un paciente observador del día a día de un régimen totalitario, de los intentos de algunos de sus conciudadanos por combatirlo, de la sumisión de muchos y de la pasividad de la mayoría. Para sobrevivir había que convertirse en un engranaje del sistema, llamar poco la atención. Una vez derrotados los regímenes comunistas (el autor dicta estas conferencias en los años noventa), Kertész desconfía, sobre todo cuando la pasión política se convierte en movimientos de masas. Ni siquiera es capaz de esperar algo de los intelectuales: en demasiadas ocasiones se acercan al pesebre del poder o son capaces de adaptarse a la conveniencia del momento. La tentación de entregarse a una ideología puede llegar a ser la tumba de la libertad individual.

Para el premio Nobel húngaro, la única esperanza reside en el saber, en el estudio individual y en formas de memoria colectiva que sean estrictamente respetuosas con la verdad, aunque ésta sea doliente. Un instante de silencio en el paredón recoge las reflexiones de un ser que se siente desarraigado, pero que a la vez es incapaz de dejar de tener esperanza en el hombre.

miércoles, 6 de abril de 2016

TRUMBO (2015), DE JAY ROACH. EN LA LISTA NEGRA.

A veces las naciones que más presumen de sus libertades y sus derechos atraviesan etapas particularmente oscuras, provocadas por la tentación de seguir las doctrinas de sus elementos más reaccionarios. Si hoy la excusa para cualquier decisión contra los derechos de los ciudadanos tiene su justificación en la crisis económica o en la lucha contra el terrorismo, a finales de los cuarenta y principios de los cincuenta, Estados Unidos también se enfrentaba a un enemigo invisible, infatigable, que podía estar en cualquier parte. La Guerra Fría vivía su periodo de máximo esplendor y la preocupación - cierta o ficticia - por la presencia de espías soviéticos en suelo estadounidense se convirtió en una auténtica paranoia. Pronto el punto de mira de la Administración se puso sobre los miembros del Partido Comunista o simpatizantes que trabajaban en la industria del espectáculo. Lo que se denominó Caza de brujas y que tan bien metaforizó Arthur Miller en su obra teatral El crisol, fue un ataque directo a las esencias democráticas del país, a las libertades de expresión y pensamiento, que a la postre no consiguió desbaratar ninguna conspiración ni capturar a ningún espía, pero sí cubrir con un manto de vergüenza a sus responsables, empezando por el tristemente célebre senador McCarthy.

Dalton Trumbo fue uno de los grandes representantes de un oficio cuya profesionalidad se suele echar en falta con bastante frecuencia en el cine de nuestros días: el de guionista. Pero es que también es el autor de al menos una obra maestra de la literatura, que él mismo convirtió en uno de los mayores alegatos antibélicos de todos los tiempos: la estremecedora Johnny cogió su fusil. Además Trumbo tenía el defecto de seguir siempre el dictado de su conciencia, por lo que, al no renegar jamás de sus ideas, vivió un auténtico calvario (afectando también a su familia) que, como un Voltaire moderno, asumió como una cruzada por la libertad de pensamiento, por la posibilidad de defender las propias ideas, por muy erradas que estén. Hollywood se dividió en dos bandos: los que apoyaban a los represaliados (Humphrey Bogart fue una de sus caras más visibles) y los que intentaban echarlos de la industria (con John Wayne y Ronald Reagan entre sus filas). Una auténtica y vergonzosa guerra civil en un mundo en el que debería primar el libre albedrío por encima de todo. Tuvo que ser una figura como Kirk Douglas quien se arriesgara a que el nombre de Trumbo apareciera como guionista de Espartaco. En los años precedentes, y después de pasar una temporada en prisión, Trumbo tuvo que sobrevivir trabajando en negro. Incluso llegó a ganar un par de Oscars de manera clandestina.

Lo mejor de un filme como Trumbo, que tiene unas pretensiones morales mucho mayores que artísticas, es la interpretación de Bryan Cranston, el protagonista de Breaking Bad, que compone un personaje muy creíble. No sucede lo mismo con buena parte del resto del elenco, sobre todo cuando interpretan a actores mucho más conocidos como Kirk Douglas o John Wayne: es muy difícil que el espectador identifique a rostros tan reconocibles bajo otra piel. En cualquier caso Trumbo cumple muy bien su función de narrar un pasaje de la intrahistoria de los Estados Unidos y volver a despertarnos la conciencia acerca de lo frágiles que son las libertades que damos por sentadas. Además de todo esto, la película de Roach es todo un tratado acerca de la fascinación de la escritura, ese vicio, esa necesidad humana que a veces se convierte en un arma muy afilada, capaz de cortarle las alas a los poderosos.

lunes, 4 de abril de 2016

CLUBES DE LECTURA EN MÁLAGA EN ABRIL. EL ÁRBOL DEL CONOCIMIENTO.

Uno de los más fascinantes pasajes de la Biblia, que ha dado pie a todo tipo de interpretaciones a cargo de los intelectuales más diversos, sucede precisamente a su comienzo, con la prohibición (las religiones prohiben cosas absurdas desde sus mismos orígenes) de comer de un determinado árbol. Y no es que el fruto del árbol fuera venenoso. El mal estaba en que probarlo otorgaba la sabiduría. Se caía la venda de los ojos del comensal y veía las cosas tal y como eran. No conozco mejor metáfora para definir el fenómeno de la lectura. Muchos libros han sido prohibidos por diversos regímenes que temían que sus mensajes pudieran hacer que la gente abriera los ojos. Un país que no lee es un país dormido, cuya población es manipulable. Por eso los clubes de lectura cumplen una función capital: la de apartar los ojos de sus asistentes de la televisión y posar la mirada en asuntos más profundos e insospechados. Qué absurdo resulta el hecho de que ejercitar la plena libertad en nuestro tiempo sea una acción tan sencilla y que a tan poca gente le apetezca practicarla. 
 
En el club de lectura de Más Libros Libres, como ya comenté el mes pasado, celebramos el cuarto centenario de la muerte de nuestro más insigne escritor con la lectura y comentario de una de sus obras más logradas: Rinconete y Cortadillo. Sin duda las noticias que nos están llegando en las últimas horas desde Panamá estimularán un debate que se prevé muy estimulante. El evento se celebrará en colaboración con la Diputación de Málaga.
 
En el club de ensayo de Más Libros Libres, uno de los más singulares escritores norteamericanos, amante absoluto de la libertad, impulsor de la desobediencia civil contra las injusticias del Estado y practicante de una forma de vida solitaria y en comunión con la naturaleza. Precisamente este es el tema de Walden, quizá el más famoso de los trabajos de un autor del que últimamente se está editando buena parte de su producción en nuestro país.
 
En el club de lectura de la Biblioteca Provincial, después de una gozosa celebración de nuestro décimo aniversario, nos atrevemos con un clásico francés en torno a una especie de mujer fatal que pierde para siempre a un protagonista que estaba destinado a una vida ordenada y virtuosa: Manon Lescaut, del Abate Prévost.
 
En el club de lectura de la Biblioteca Cristóbal Cuevas, una novela de Edmund de Waa, autor que está de actualidad por haber presentado su nuevo libro, en torno a la historia de la porcelana. La liebre con ojos de ámbar es de tema parecido, pero en esta ocasión con una perspectiva más viajera y sin perder de vista la historia de la cerámica.
 
En el club de lectura del Ateneo de Málaga, este mes celebran doble sesión. Por un lado, una novela que hace tiempo quiero leer, de uno de los mejores escritores que ha dado nuestra tierra: Ágata ojo de gato, de José Manuel Caballero Bonald y por otro una auténtica obra maestra que describe lo más sórdido de la condición humana: El origen, de Thomas Bernhard. 
 
En el club de lectura de la librería Luces se asoman a los orígenes de la literatura de uno de los grandes escritores de finales del XIX y principios del XX: El protector, de Henry James.
 
En los clubes de lectura del Centro Andaluz de las Letras, por una parte, El niño perro, de Eva Hornung, una novela que toca un tema que recuerda mucho a El pequeño salvaje (la película de Truffaut) o a El libro de la selva, de Rudyard Kipling y por otro Cicatriz, de la exitosa escritora Sara Mesa. 
 
En el club de lectura de Fnac Málaga se acercan a la obra de uno de los escritores más accesibles para su público, como he tenido ocasión de comprobar personalmente en alguna ocasión: La flaqueza del bolchevique, de Lorenzo Silva.
 
Saludamos también el comienzo de un nuevo club de lectura, que precisamente empezará su andadura en el mismo lugar en el que celebraremos el de Rinconete y Cortadillo. Lo organiza la Diputación y estará bastante vinculado a Más Libros Libres. Comienzan con una lectura muy muy popular: Como agua para chocolate, de Laura Esquivel.
 
En el club de lectura de la librería Proteo se presenta la nueva obra de nuestro buen amigo José Antonio Sau: La chica de los ojos manga. Esperamos leerla muy pronto y dedicarle su correspondiente artículo.
 
No hay que olvidar que este mes se celebra en nuestra ciudad el ya tradicional Festival de Cine Español. En la Biblioteca Cristóbal Cuevas hemos programado en esta ocasión dos de las mejores películas que se han podido ver en nuestros cines en los últimos tiempos: El niño, de Daniel Monzón y La isla mínima, de Alberto Rodríguez. Respecto al club de cine de Más Libros Libres hablaremos de Tenemos que hablar de Kevin, de Lynne Ramsay.
 
Busquen los mejores frutos entre las ramas del árbol prohibido. ¡Felices lecturas!  

Ilustración de Mark Smith.

domingo, 3 de abril de 2016

CALLE CLOVERFIELD 10 (2016), DE DAN TRACHTENBERG. INTRIGA BAJO TIERRA.

En los últimos años el director y productor J.J. Abrams se ha convertido en una de las figuras más influyentes de Hollywood, hasta el punto de que las dos sagas cinematográficas de ciencia ficción con mayor número de seguidores están en sus manos: Star Wars y Star Treck. Lo de Abrams tiene mucho que ver con la creación de un universo propio cuya misión principal estriba en apelar a las emociones del espectador, en crear intriga y no dejar indiferente a nadie. A veces la misión se consigue con creces, como en la serie Perdidos (a excepción de sus dos últimas temporadas) o en la conseguida producción Monstruoso, que es una lección de uso del hiperrealismo fantástico. En otras ocasiones, como en ese homenaje fallido a las películas de ciencia ficción de los años ochenta que es Super 8, las buenas intenciones quedan diluidas en resultados mediocres.

En el caso de este Calle Cloverfield 10, su título evoca inmediatamente a Monstruoso (cuyo título original es precisamente Cloverfield), como si la película se enmarcara en el mismo universo que aquella. Aunque no está dirigido por él mismo, su influencia se nota durante todo el metraje: su intención desde el primer minuto es tomar al espectador de la mano y llevarlo a través de un acelerado tour de force con influencias a la vez de Hitchcock y de Spielberg. Después de un aparatoso accidente automovilístico, Michelle, la protagonista despierta en una especie de bunker bajo tierra. Su captor (John Goodman) le informa de que arriba se ha producido un ataque químico o nuclear y que deben permanecer a salvo hasta que sea seguro salir al exterior. El otro acompañante (John Gallagher) corrobora la historia. A partir de ese momento las dudas de Michelle serán las mismas que las del espectador: ¿hasta que punto es real el discurso de alguien que parece tan desequilibrado y proclamado seguidor de diversas teorías de la conspiración? ¿debe arriesgarlo todo para intentar escapar, o hay algo de verdad en sus palabras? 

Lo que comienza con un buen planteamiento de suspense, poco a poco va diluyéndose hacia una historia muy convencional que solo es capaz de mantener el oficio de un inmenso (en todos los sentidos) John Goodman. Del final no voy a decir nada. Solo que, a pesar de que puede resultar sorprendente, no suscita la emoción que debería. Ir al cine a ver Calle Cloverfield 10 es como acercarse a un McDonalds a comer una hamburguesa. Se trata de una actividad moderadamente disfrutable mientras se saborea la comida, pero no se trata de una experiencia especialmente memorable.