A veces las naciones que más presumen de sus libertades y sus derechos atraviesan etapas particularmente oscuras, provocadas por la tentación de seguir las doctrinas de sus elementos más reaccionarios. Si hoy la excusa para cualquier decisión contra los derechos de los ciudadanos tiene su justificación en la crisis económica o en la lucha contra el terrorismo, a finales de los cuarenta y principios de los cincuenta, Estados Unidos también se enfrentaba a un enemigo invisible, infatigable, que podía estar en cualquier parte. La Guerra Fría vivía su periodo de máximo esplendor y la preocupación - cierta o ficticia - por la presencia de espías soviéticos en suelo estadounidense se convirtió en una auténtica paranoia. Pronto el punto de mira de la Administración se puso sobre los miembros del Partido Comunista o simpatizantes que trabajaban en la industria del espectáculo. Lo que se denominó Caza de brujas y que tan bien metaforizó Arthur Miller en su obra teatral El crisol, fue un ataque directo a las esencias democráticas del país, a las libertades de expresión y pensamiento, que a la postre no consiguió desbaratar ninguna conspiración ni capturar a ningún espía, pero sí cubrir con un manto de vergüenza a sus responsables, empezando por el tristemente célebre senador McCarthy.
Dalton Trumbo fue uno de los grandes representantes de un oficio cuya profesionalidad se suele echar en falta con bastante frecuencia en el cine de nuestros días: el de guionista. Pero es que también es el autor de al menos una obra maestra de la literatura, que él mismo convirtió en uno de los mayores alegatos antibélicos de todos los tiempos: la estremecedora Johnny cogió su fusil. Además Trumbo tenía el defecto de seguir siempre el dictado de su conciencia, por lo que, al no renegar jamás de sus ideas, vivió un auténtico calvario (afectando también a su familia) que, como un Voltaire moderno, asumió como una cruzada por la libertad de pensamiento, por la posibilidad de defender las propias ideas, por muy erradas que estén. Hollywood se dividió en dos bandos: los que apoyaban a los represaliados (Humphrey Bogart fue una de sus caras más visibles) y los que intentaban echarlos de la industria (con John Wayne y Ronald Reagan entre sus filas). Una auténtica y vergonzosa guerra civil en un mundo en el que debería primar el libre albedrío por encima de todo. Tuvo que ser una figura como Kirk Douglas quien se arriesgara a que el nombre de Trumbo apareciera como guionista de Espartaco. En los años precedentes, y después de pasar una temporada en prisión, Trumbo tuvo que sobrevivir trabajando en negro. Incluso llegó a ganar un par de Oscars de manera clandestina.
Lo mejor de un filme como Trumbo, que tiene unas pretensiones morales mucho mayores que artísticas, es la interpretación de Bryan Cranston, el protagonista de Breaking Bad, que compone un personaje muy creíble. No sucede lo mismo con buena parte del resto del elenco, sobre todo cuando interpretan a actores mucho más conocidos como Kirk Douglas o John Wayne: es muy difícil que el espectador identifique a rostros tan reconocibles bajo otra piel. En cualquier caso Trumbo cumple muy bien su función de narrar un pasaje de la intrahistoria de los Estados Unidos y volver a despertarnos la conciencia acerca de lo frágiles que son las libertades que damos por sentadas. Además de todo esto, la película de Roach es todo un tratado acerca de la fascinación de la escritura, ese vicio, esa necesidad humana que a veces se convierte en un arma muy afilada, capaz de cortarle las alas a los poderosos.
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