Aunque ya tiene treinta años, esta película ha quedado como una de las más impactantes del cine francés, muy recordada por su realismo y por ser visionaria: el problema que presenta, el de la marginalidad y violencia cotidiana en ciertos barrios de París, no ha hecho sino crecer. La obra de Kassovitz opera desde el principio como una gran advertencia, con la metáfora del hombre que está cayendo de un edificio y hasta que no se estrella piensa que todo va bien. El gran polvorín en el que se han convertido estos barrios, repleto de inmigración que no se ha integrado (y a la que seguramente no se le ha dejado integrar) en la cultura francesa, está representado por los tres protagonistas, unos jóvenes sin expectativas que simplemente sobreviven en el día a día de un entorno hostil en el que se desatan con frecuencia brotes de violencia colectiva. Filmada en un crudo blanco y negro El odio retrata cómo la única relación que tienen estos jóvenes con el Estado se da con unas fuerzas policiales que son consideradas el enemigo. La educación no es para ellos más que un instrumento de adoctrinamiento que rechazan. Cuando viajan al centro de París es como si entraran en otro mundo, en un realidad en paz y armonía en la que son elementos extraños. ¿Cuál es el problema principal, la falta de medios por parte del Estado o la falta de voluntad de integración de ciertos grupos? El espectador debe sacar sus propias conclusiones, pero estremece pensar que el problema que plantea la película no haya hecho más que enquistarse y crecer en las últimas décadas. Desde luego, la película fue pesimista respecto al futuro y acertó de pleno.
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