No veía esta película desde los tiempos remotos en los que la única posibilidad de acercarse a estos clásicos se encontraba en la caprichosa programación televisiva. Recuerdo que en aquella ocasión el filme de Kurosawa ya provocó mi admiración, sentimiento que se ve renovado con creces esta segunda vez. Porque Vivir no es solo el retrato preciso de cada uno de nosotros mismos, de ese pavor a la muerte que a veces se hace presente en nuestros pensamientos, algo que se hace amarga realidad para Kaji, diagnosticado con un cáncer de estómago, aunque el médico intente ser piadoso al transmitirle la noticia (solo la escena del Hospital ya podría dar lugar a un extenso debate). El protagonista ha pasado treinta años asistiendo a su puesto de trabajo en la administración municipal y ahora que siente la necesidad de reflexionar sobre su existencia, advierte que durante todo ese tiempo ha sido una especie de fantasma que ha tratado de pasar inadvertido. La película también profundiza en la relación del protagonista con su hijo, cuya conexión ha ido perdiendo a lo largo de los años, a pesar de que el joven no tiene más remedio que vivir bajo el mismo techo en casa de su padre, un hecho que nos recuerda que la escasez de vivienda es un problema social endémico perteneciente a las épocas más diversas. Kaji también tiene tiempo para pensar en la trágica y prematura muerte de su mujer, quizá el hecho que más le marcó e lo transformó en un ser apático. Curiosamente, cuando el protagonista sabe que está viviendo sus últimos días es cuando pretende exprimir la vida y encontrarle algo de sentido, lo cual acabará transformándole en una persona feliz, en un ser humano completo que, después de treinta años ejerciendo de momia administrativa, es capaz de conmoverse con una puesta de Sol. Una película admirable e intensamente humanista que interpela directamente a los sentimientos más íntimos del espectador.
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