(Relato leído ayer en el acto conmemorativo del día del libro en Vélez-Málaga).
Ayer celebramos un sencillo acto entre amigos en la magnífica Sala del Exilio, junto al palacio de Beniel en Vélez-Málaga, organizado por la Sociedad de Amigos de la Cultura. Comparar mi humilde relato con las lecturas que se hicieron de autores como Rimbaud, Neruda, Benedetti o Hernández es francamente absurdo, pero tuve el valor de leerlo entre tantos maestros.
I
Por primera vez en muchos años, el otro día lo ví verdaderamente abatido, el pelo blanco encrespado, él que siempre lo llevaba pulcramente peinado; la pajarita torcida, los pantalones arrugados, la camisa sin planchar, él que siempre era tan correcto y elegante en el vestir, el semblante serio, con expresión angustiada, él que siempre ha sido la serenidad personificada... Cuando los empleados nos acercábamos a preguntarle, él no contestaba. Ahora sabemos que estaba sintiendo el aliento de la muerte y no podía afrontarla con la imperturbabilidad con la que había encarado el resto de su vida.
Don Benigno Manso, que así se llamaba mi patrón, tuvo la suerte de saber desde muy temprana edad cual era su vocación: él quería ser librero. Su padre decía que había nacido con un libro bajo el brazo y aprendió a leer antes que a hablar. Eso conformó en él un carácter apacible, distante y bonachón, una enciclopedia viviente de buenas lecturas que quería compartir con el resto de la humanidad. A los veinte años, gracias a la herencia de un tío que había hecho fortuna en Argentina, pudo abrir su librería en pleno centro de la ciudad. Con muy buen ojo, eligió un pequeño local en el lateral de un palacete, uno de los edificios más antiguos de la ciudad, que había sido sucesivamente residencia del embajador italiano y café-teatro. Se trataba de una construcción muy sólida, de piedra caliza, con una entrada principal verdaderamente monumental, sostenida por dos imperturbables colosos de piedra y un interior amplio y luminoso con una decoración sobria y elegante, muy del gusto de don Benigno. Con el paso del tiempo los libros fueron conquistando espacio y del primitivo lateral se fueron haciendo poco a poco con el resto del palacio, dirigidos por la pujanza comercial y el buen hacer del librero. Era un auténtico placer recorrer aquellas salas con las estanterías y anaqueles repletos de volúmenes, con un anfitrión, siempre discreto, dispuesto a ayudar al visitante cuando era solicitado para ello. Don Benigno había creado su propio mundo, dominado por su pasión por las letras.
La librería fue un éxito desde su misma inauguración. Durante la República fue lugar de reunión de intelectuales. Cuando llegó la guerra, don Benigno se negó a cerrar un solo día, argumentando que los libros eran la mejor defensa contra la barbarie. En los peores días de bombardeo, se negaba a bajar al refugio, y pasaba las tempestades de fuego sentado tranquilamente en su despacho con algún volumen entre manos. Por suerte, ni una bomba llegó a rozar este santuario, que mantuvo viva una llama de esperanza en las peores condiciones. Ni siquiera los primeros años de la dictadura, los más duros, le hicieron cerrar el negocio, sino que respondió a la difícil situación como mejor sabía: tapió una de las habitaciones, pudiendo accederse a ella solo mediante una puerta secreta. Allí colocó, bien ordenados, cuantos libros habían sido censurados y prohibidos por el gobierno, ofreciéndoselos a los clientes de confianza. Jamás nadie le delató, aunque sí que recibió alguna paliza en la Dirección General de Seguridad, por ser sospechoso de haber ayudado a los rojos.
¿Cuál era el secreto del éxito de don Benigno? El, más que librero, se consideraba médico, un médico que curaba las enfermedades del alma en vez de las del cuerpo, que recetaba lecturas, en vez de jarabes. Pese a su timidez natural, nunca evitaba el trato personal cuando se trataba de trabajo. A una mujer adúltera le recetó "Madame Bovary" de Flaubert, a un marino sin vocación, "Moby Dick", de Melville, a un alcohólico, "La taberna", de Zola, a un avaro, "Misericordia", de Galdós, a un aspirante a asesino, "Crimen y castigo", de Dostoiveski, a un militar arrepentido, "Sin novedad en el frente", de Remarque. Defendía la teoría de que existía un libro para cada persona y una persona para cada libro, que se buscaban mutuamente y él solo facilitaba esos encuentros. Que las lecturas posibles eran infinitas y que, aún en la misma persona, las interpretaciones y aprovechamientos que podían deparar una lectura podían ser muy distintos en las diferentes etapas de la vida.
Don Benigno Manso, que así se llamaba mi patrón, tuvo la suerte de saber desde muy temprana edad cual era su vocación: él quería ser librero. Su padre decía que había nacido con un libro bajo el brazo y aprendió a leer antes que a hablar. Eso conformó en él un carácter apacible, distante y bonachón, una enciclopedia viviente de buenas lecturas que quería compartir con el resto de la humanidad. A los veinte años, gracias a la herencia de un tío que había hecho fortuna en Argentina, pudo abrir su librería en pleno centro de la ciudad. Con muy buen ojo, eligió un pequeño local en el lateral de un palacete, uno de los edificios más antiguos de la ciudad, que había sido sucesivamente residencia del embajador italiano y café-teatro. Se trataba de una construcción muy sólida, de piedra caliza, con una entrada principal verdaderamente monumental, sostenida por dos imperturbables colosos de piedra y un interior amplio y luminoso con una decoración sobria y elegante, muy del gusto de don Benigno. Con el paso del tiempo los libros fueron conquistando espacio y del primitivo lateral se fueron haciendo poco a poco con el resto del palacio, dirigidos por la pujanza comercial y el buen hacer del librero. Era un auténtico placer recorrer aquellas salas con las estanterías y anaqueles repletos de volúmenes, con un anfitrión, siempre discreto, dispuesto a ayudar al visitante cuando era solicitado para ello. Don Benigno había creado su propio mundo, dominado por su pasión por las letras.
La librería fue un éxito desde su misma inauguración. Durante la República fue lugar de reunión de intelectuales. Cuando llegó la guerra, don Benigno se negó a cerrar un solo día, argumentando que los libros eran la mejor defensa contra la barbarie. En los peores días de bombardeo, se negaba a bajar al refugio, y pasaba las tempestades de fuego sentado tranquilamente en su despacho con algún volumen entre manos. Por suerte, ni una bomba llegó a rozar este santuario, que mantuvo viva una llama de esperanza en las peores condiciones. Ni siquiera los primeros años de la dictadura, los más duros, le hicieron cerrar el negocio, sino que respondió a la difícil situación como mejor sabía: tapió una de las habitaciones, pudiendo accederse a ella solo mediante una puerta secreta. Allí colocó, bien ordenados, cuantos libros habían sido censurados y prohibidos por el gobierno, ofreciéndoselos a los clientes de confianza. Jamás nadie le delató, aunque sí que recibió alguna paliza en la Dirección General de Seguridad, por ser sospechoso de haber ayudado a los rojos.
¿Cuál era el secreto del éxito de don Benigno? El, más que librero, se consideraba médico, un médico que curaba las enfermedades del alma en vez de las del cuerpo, que recetaba lecturas, en vez de jarabes. Pese a su timidez natural, nunca evitaba el trato personal cuando se trataba de trabajo. A una mujer adúltera le recetó "Madame Bovary" de Flaubert, a un marino sin vocación, "Moby Dick", de Melville, a un alcohólico, "La taberna", de Zola, a un avaro, "Misericordia", de Galdós, a un aspirante a asesino, "Crimen y castigo", de Dostoiveski, a un militar arrepentido, "Sin novedad en el frente", de Remarque. Defendía la teoría de que existía un libro para cada persona y una persona para cada libro, que se buscaban mutuamente y él solo facilitaba esos encuentros. Que las lecturas posibles eran infinitas y que, aún en la misma persona, las interpretaciones y aprovechamientos que podían deparar una lectura podían ser muy distintos en las diferentes etapas de la vida.
Un preciosidad de estilo y contenido, un beso lector, Curra
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