A casi todo el mundo le gustan los centros comerciales. Nos atraen porque son edificios hechos a escala humana, para satisfacer necesidades humanas y estimular nuestro siempre latente apetito consumista. Cuando entramos en un día especialmente caluroso o frío nos reconforta su temperatura perfecta. Mientras paseamos por sus pasillos, nos sentimos seguros, porque hay personal de vigilancia bien visible. Nadie nos presiona directamente para comprar. Podemos recrearnos en las tiendas y supermercados cuanto queramos, aunque en el fondo sepamos que estamos rodeados de estímulos que nos incitan a consumir. Uno puede pasar una tarde muy agradable sin salir de los muros de este templo del consumo, sin ni siquiera enterarse del tiempo que hace fuera. Puede almorzar, tomar café, ir a visitar tiendas de moda, ver una película, hacer la compra de la semana en el supermercado y aun pasar un rato jugando con máquinas recreativas, tomando copas en un pub o bailando en una discoteca. Saramago ha imaginado un enorme centro comercial, en continua expansión, como personaje a la vez seductor y amenazante en su novela:
" (...) no exagero nada afirmando que el Centro, como perfecto distribuidor de bienes materiales y espirituales que es, acaba generando por sí mismo y en sí mismo, por pura necesidad, algo que, aunque esto pueda chocar a ciertas ortodoxias más sensibles, participa de la naturaleza de lo divino, También se distribuyen allí bienes espirituales, señor, Sí, y no se puede imaginar hasta qué punto los detractores del Centro, por cierto cada vez menos numerosos y cada vez menos combativos, están absolutamente ciegos para con el lado espiritual de nuestra actividad, cuando la verdad es que gracias a ella la vida adquiere un nuevo sentido para millones y millones de personas que andaban por ahí infelices, frustradas, desamparadas, es decir, se quiera o no se quiera, créame, esto no es obra de materia vil, sino de espíritu sublime."
Frente al centro comercial, encontramos al protagonista de La caverna, el maduro artesano Cipriano Algor, representante de las formas de vida de tradicionales, alfarero que depende del centro para vender su trabajo y que a la vez intenta mantenerse lo más alejado posible de su principal y único cliente (su contrato con el centro exige que no venda a nadie más el producto de su trabajo), por lo que solo hace sus visitas al mismo cuando es estrictamente necesario. Los representantes del centro no mantienen una relación desagradable con él, sino simplemente de negocios y, como todos, Cipriano Algor debe someterse a la ley de la oferta y la demanda. Y su producto, la cerámica manufacturada, se está quedando obsoleto. Pero esto no quiere decir que las relaciones de Cipriano con el centro vayan a darse por concluidas. Muy al contrario, se verá obligado a trasladarse a vivir dentro de sus inmensas instalaciones junto a su hija, cuando su yerno sea nombrado vigilante interno.
En La caverna, el centro comercial es presentado como la catedral de la nueva religión del consumo. Es un edifico inmenso, voraz e insaciable, que va devorando calles de la ciudad en su infinita expansión. Los que viven dentro de sus muros son los afortunados, los que tienen de todo a su alcance, los que cuentan con protección. Fuera, la vida es decadente, hay barrios de chabolas y delincuencia. En los pasillos climatizados del centro uno puede pasear durante años y descubrir siempre nuevas diversiones, nuevas actividades que realizar, incluso acudir a simuladores de lluvia, nieve y viento sin tener que salir al exterior. Es un descubrimiento subterráneo el que va a golpear definitivamente la vida de los personajes, que se van a sentir como aquel prisionero desencadenado del mito de la caverna de Platón que descubre de pronto la verdad, o más bien la falsedad en la que ha estado viviendo hasta ese momento junto a sus compañeros, prisioneros sin ser conscientes de ello. Pero el drama del que atisba la verdad es el mismo que el de Casandra en La Eneida: sus palabras provocarán hostilidad y será tomado por necio o loco extravagante.
La de Saramago es claramente una narración simbólica, repleta de metáforas alusivas a un tiempo de primacía absoluta del mercado sobre el individuo, una distopía que a veces se disfraza de retrato costumbrista, a la par que filosófico y que tiene mucho más que ver con Aldous Huxley que con George Orwell. No hay que tomar muy en serio los diálogos de los personajes, en el sentido de que son poco realistas y demasiado elevados, en consonancia con dicho simbolismo. Respecto al estilo del escritor portugués, como de costumbre, es heterodoxo, pero en mi caso, me parece una lectura fluida y cómoda, a pesar de que sus páginas, a primera vista, puedan parecer muy densas. La caverna no llega al nivel de otras novelas de Saramago, como Ensayo sobre la ceguera, pero acercarse a este libro sigue siendo una experiencia recomendable, porque siempre se acaba sacando provecho de sus lúcidas reflexiones.
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