jueves, 3 de abril de 2014

EL GRAN HOTEL BUDAPEST (2014), DE WES ANDERSON. FRÍA SIMETRÍA.

Tenía mucho interés en ver esta película, porque ya era hora de acercarme a alguna obra de Wes Anderson, aclamado como uno de los genios del cine actual y uno de sus autores más personales. Así que no tengo más remedio que escribir estas líneas como neófito en su cine. La historia que propone Anderson en El gran hotel Budapest se enmarca en un ámbito temporal reconocible (los años treinta), pero a la vez se mueve entre la estética decimonónica y la moderna. En este punto hay que decir que el diseño de producción y la estética (colores predominantes, vestuario, decoración...) son capitales en el estilo del director, hasta el punto de que la historia queda subordinado a estos y no al contrario. Además se observa una obsesión por los encuadres simétricos, por hacer de cada plano una obra de arte, como si los personajes se estuvieran moviendo en los estrictos límites que impone un lienzo. Además, a Anderson no le importa de vez en cuando utilizar decorados (en sus escenas más panorámicas) y que esto se note. Forma parte de su personalidad cinematográfica.

He leído por ahí que uno de los grandes referentes de El gran hotel Budapest es Sopa de ganso, la obra maestra protagonizada por los Hermanos Marx y firmada por Leo McCarey en 1933. Personalmente, más allá de que ambas transcurren en un país imaginario de Centroeuropa más o menos por la misma época, no veo muchas más similitudes entre ambas obras. El humor de los Hermanos Marx es mucho más caústico que los contenidos y elegantes toques de comedia de Anderson. Y precisamente es ahí donde yo le pongo peros a esta película, cuyo guión es un quiero y no puedo excesivamente lastrado por un reparto coral repleto de estrellas que necesitan su momento de gloria. A pesar de su correcta interpretación, el personaje protagonista, encarnado por Ralph Fiennes, es demasiado plano: parece un elemento más del hotel y la historia que sucede a su alrededor es lo de menos, incluido el robo del cuadro. Todo es una excusa para el lucimiento del director Anderson.

Así pues, a la salida del cine tengo una sensación agridulce. Por un lado, he sentido un evidente placer estético en la sala de cine, pero la historia que se cuenta en la película me ha parecido excesivamente banal, más allá de un par de buenas ideas. Que se recurra al nombre de Stefan Zweig, un escritor que se caracteriza por la profundidad de sus relatos, me parece que está fuera de lugar. Para mí las similitudes más evidentes con el cine de Anderson pueden encontrarse en directores como Jean Pierre Jeunet o el español Javier Fesser, que también son autores a contra-corriente, amantes de lo visual por encima de cualquier otra consideración. Todos ellos dotados de un universo propio que exige complicidad con el espectador desde el primer minuto. Yo no soy reticente a este tipo de propuestas, pero con la de esta película no me he sentido cómodo del todo. De todas maneras, todo esto no obsta para que siga dándome curiosidad ver alguna otra película de Anderson.

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