El hombre es el único animal capaz de estudiarse a sí mismo, el más sorprendente fruto de la evolución de seres vivos sobre el planeta Tierra. Es indudable que la especie humana es la que domina de forma absoluta a todas las demás, sobre todo porque ha desarrollado de manera desmesurada una característica adaptativa imprescindible para tomar ventaja: la inteligencia. Todo esto puede valer para sentirnos orgullosos de pertenecer a esta especie. Pero si estudiamos cómo hemos llegado a este punto, nos daremos cuenta de que en gran parte ha sido producto de la casualidad. La evolución no ha estado guiada por ninguna inteligencia superior, simplemente ha sido un proceso adaptado a las circunstancias cambiantes de la vida en el planeta. De hecho, el germen de la especie humana actual estuvo a punto de extinguirse en un par de ocasiones (como ha sucedido con millones de especies desde la aparición de la vida).
Si en algo es especialista Edward O. Wilson es en la teoría de la eusocialidad, es decir, el comportamiento biológico que implica la coopeeración con los semejantes para asegurar el bienestar y la supervivencia de la especie. Esto implica desde la división del trabajo al cuidado colectivo de un nido común. El hombre es un animal eusocial, pero también lo son las hormigas, las termes y otros insectos. No es común la eusocialidad en la naturaleza, la mayoría de las especies suelen llevar una vida independiente o, si se mueven en manadas, carecen de un lugar estable donde vivir (un nido comunitario), una característica imprescindible del comportamiento eusocial. Bien es cierto que, en el caso de los humanos, esta cooperación ha ido ejercitándose progresivamente. Al principio se daba en grupos pequeños, que rivalizaban con tribus vecinas, aunque a veces se llegara a un grado de cooperación entre ellas por intereses mutuos (aún hoy la especie humana dista mucho de haber llegado a un grado de armonía ideal entre todos sus miembros. Los países a veces parecen cumplir las funciones de las antiguas tribus, con esa división territorial y humana excluyente en diversos grados).
"La naturaleza humana son las regularidades heredadas del desarrollo mental común de nuestra especie. Son las "reglas epigenéticas", que evolucionaron por la interacción de la evolución genética y cultural que tuvo lugar a lo largo de un prolongado periodo de la prehistoria profunda. Estas reglas son los sesgos genéticos en la manera en que nuestros sentidos perciben el mundo, la codificación simbólica mediante la cual representamos el mundo, las opciones que automáticamente nos abrimos a nosotros mismos, y las respuestas que encontramos que son las más fáciles y las más gratificantes de hacer. (...) Las reglas epigenéticas (...) hacen que adquiramos diferencialmente miedos o fobias relacionadas con peligros del ambiente como serpientes o alturas; que nos comuniquemos mediante determinadas expresiones faciales y formas de lenguaje corporal; que establezcamos lazos con los niños; que establezcamos lazos conyugales y así sucesivamente a través de una extensa gama de otras categorías del comportamiento y del pensamiento. Es evidente que la mayoría de las reglas epigenéticas son muy antiguas y se remontan a millones de años en nuestro linaje de mamíferos. Otras, como las fases de desarrollo lingüístico, solo tienen cientos de miles de años de antigüedad. Al menos una, la tolerancia del adulto a la lactosa de leche, y en consecuencia, el potencial de una cultura basada en los productos lácteos en algunas poblaciones, se remonta a unos pocos miles de años."
Y es que la naturaleza humana es contradictoria. Por un lado es
egoísta, pero por otro, los genes altruístas le obligan a cooperar para
su propia supervivencia. También existen individuos con un grado
especial de altruismo, capaces de sacrificarse por la comunidad, aunque estos son escasos, a no ser que se les obligue (como los soldados que son reclutados para pelear en una guerra). Y es que en realidad, el hombre dista mucho de estar programado para vivir en la civilización, sobre todo porque nuestros genes todavía responden a la llamada selección de grupo. Raramente nos identificamos con toda la humanidad, sino que necesitamos ser parte de un grupo con una determinada identidad - por cuyos miembros podemos sentir intensos grados de empatía - y eso nos hace rechazar al que consideramos diferente, a aquellos con los que tenemos que competir para controlar los recursos necesarios para una existencia cómoda. El nacionalismo y la religión se basan en estas premisas: hay que reforzar la pertenencia al grupo mediante unas determinadas doctrinas que otorgan a sus miembros un sentimiento de superioridad sobre los demás.
La otra cara de la moneda de estas realidades es el desarrollo de la cultura, del arte, que une a los distintos pueblos y crea lazos de entendimiento y de cooperación, eliminando la desconfianza al diferente y potenciando el altruísmo. Incluso los que, dentro del grupo, son diferentes, como los homosexuales, tienen mucho que aportar al mismo, también desde un punto de vista biológico:
"La homosexualidad puede conferir ventajas al grupo mediante talentos especiales, cualidades de personalidad insólitas y los papeles y profesiones especializados que genera. Existen abundantes pruebas de que tal es el caso, tanto en sociedades prealfabetizadas como en las modernas. Sea como sea, las sociedades se equivocan al censurar la sexualidad porque los gays tienen preferencias sexuales diferentes y se reproducen menos. Por el contrario, su presencia debiera valorarse por aquello que aportan de forma constructiva a la diversidad humana. Una sociedad que condena la homosexualidad se daña a sí misma".
Así pues, la sociedad humana a la que tenemos que tender en el futuro es aquella que refuerce nuestros genes altruístas y cooperativos, en detrimento de los egoístas (algo que está lejos de las doctrinas neoliberales que imperan en el presente) y que acorrale las doctrinas religiosas y nacionalistas como algo excéntrico y excluyente. Dichas doctrinas cumplieron su papel de cohesión social en el pasado pero hoy día, en una sociedad en la que se ha desarrollado la ciencia hasta niveles increíbles, han perdido su sentido. Como dice Wilson: "El poder de las religiones organizadas se basa en su contribución al orden social y a la seguridad personal, no a la búsqueda de la verdad. El objetivo de las religiones es la sumisión a la voluntad y al bien común de la tribu". Cuanto mejor sería que esta tribu acabara abarcando a la humanidad entera, sujeta a las leyes racionales de la igualdad, la libertad y el conocimiento.
Conviene remarcar la dicotomía "naturaleza/cultura", verdad descubierta por el viejo Freud y que ni Wilson ni estudioso alguno actual puede negar: llevamos los genes de nuestros antepasados cazadores-recolectores, que no eran muy diferentes de los grandes simios que sobreviven (gorilas, chimpancés...). Ésa es nuestra naturaleza, pero la cultura es un conglomerado de "trucos" psicológicos que equivalen a una especie de autodomesticación humana. Hay animales amaestrables a los que podemos enseñar a comportarse de determinada manera (no todos los animales son, por naturaleza, igualmente propensos a ser amaestrados). Los humanos nos podemos amaestrar a nosotros mismos haciendo uso de la cultura. Básicamente, haciéndonos más cooperativos y menos agresivos. De todos los animales eusociales, somos los más amaestrables y los que hemos aprendido a amaestrarnos a nosotros mismos mediante la cultura.
ResponderEliminarLo malo es cuando nos amaestran para seguir postulados irracionales e interesados. El ser humano es tan grandioso que puede mejorar generación tras generación gracias a la información heredada que está en sus genes y al aprendizaje educativo. Pero también es manipulable. De nosotros depende que esta sociedad cooperativa sea una realidad.
ResponderEliminarA veces no sabemos cuándo actuamos por propia iniciativa, y cuándo es la especie la que determina nuestros actos. O ambas cosas a la vez, ya que nos resistimos al determinismo.
ResponderEliminarEl libro parece interesante, y también las conclusiones a las que llega Miguel Ángel.
Este comentario ha sido eliminado por el autor.
ResponderEliminarEl ser humano mejoraría muchísimo si se dejará llevar por su propio ser, amando todo lo que tiene la vida de bueno, sin dejar olvidado nunca la pura realidad. Y desde luego si nos comportaramos en un ambiente social mas cooperativo, hasta dejarían de existir las guerras. No creo que el fanatismo que encierra a todas las religiones, sea el mejor ejemplo.
ResponderEliminarDesde luego, el libro del profesor Wilson constituye un estupendo compendio, escrito en un lenguaje muy comprensible, por parte de uno de los grandes especialistas en la materia.Los instintos están ahí y a veces son muy necesarios para afrontar la vida cotidiana. Pero lo más valioso que tenemos es nuestra mente, el conocimiento de lo que somos y la empatía por los demás. Con estos elementos puede construirse un futuro muy prometedor.
ResponderEliminar"El ser humano mejoraría muchísimo si se dejará llevar por su propio ser, amando todo lo que tiene la vida de bueno"
ResponderEliminarAhí está el problema, porque "si nos dejamos llevar por nuestro propio ser" igual eso no coincide con el ideal actual de "lo que la vida tiene de bueno". Dejándonos llevar por nuestro propio ser tendríamos que dar rienda suelta a la ira, la venganza, la codicia y otras muchas cosas que llevamos "en nuestro propio ser". Nuestro ideal de vida actual, más cooperativo, sin guerras y con prosperidad es totalmente antinatural. La guerra, por ejemplo, no es un invento de las religiones o los fanatismos políticos: los chimpancés practican también las guerras de exterminio y todo indica que nuestros antepasados cazadores-recolectores no eran diferentes.
Desde luego, no podemos estar de acuerdo con la idea de Rosseau del buen salvaje. Si el ser humano se deja llevar por sus instintos se comportará con tanta crueldad como un animal. Es mucho mejor seguir las pautas de una cultura cooperativa y que respete los derechos individuales de cada ser humano.
ResponderEliminar