San Manuel Bueno Mártir es uno de esos libros a los que siempre se vuelve con agrado. Es una especie de testamento vital de un Unamuno que nunca pudo reconciliar los conceptos de fe y razón, algo que le atormentó toda su vida, un conflicto que se recoge en todo su esplendor en el personaje de don Manuel, el cura ateo que tiene una visión utilitarista de la fe: hacer felices a sus feligreses, seres sencillos como niños que viven esperanzados en la certeza de la vida eterna.
Aquí el artículo:
Es muy
posible que con San Manuel Bueno Mártir
nos encontremos ante su obra cumbre, aquella que resume su angustioso
pensamiento a través de un relato de lectura sencilla, pero cuya interpretación
simbólica resulta mucho más compleja.
Es bien
conocida la agónica filosofía del escritor vasco en relación con lo
transcendente, su búsqueda de lo divino tratando de obviar lo que la razón le
dicta: el resultado es un hombre incrédulo atormentado por su falta de fe, por
la posibilidad futura de no ser. Como
dejó escrito en su Diario íntimo:
“Por el infierno empecé a rebelarme
contra la fe; lo primero que deseché de mí fue la fe en el infierno, como un
absurdo moral. Mi terror ha sido el aniquilamiento, la anulación, la nada más
allá de la tumba. ¿Para qué más infierno?, me decía.”
La narradora
ficticia de San Manuel Bueno Mártir
es Ángela Carballino, presentada como una muchacha de vida sencilla y fe
elemental, enormemente interesada en la figura del párroco de su aldea, que es
considerado una especie de santo por sus vecinos. Don Manuel es uno de esos
religiosos que es capaz de llegar al pueblo a través de la humildad de su trato
y la honradez de sus acciones. Los habitantes de Valverde de Lucerna
constituyen un personaje colectivo unido por una fe ciega en el discurso de don
Manuel, que para ellos es un vínculo seguro con la salvación que ofrece la
religión. Esa es la misión principal del protagonista, la felicidad de sus
feligreses:
“- Lo primero – decía – es que el
pueblo esté contento, que estén todos contentos de vivir. El contentamiento de
vivir es lo primero de todo. Nadie debe querer morirse hasta que Dios quiera.”
Uno de los
rasgos de carácter que más llaman la atención en don Manuel es su necesidad de
estar siempre acompañado, de compartir la vida de las gentes de la aldea. Para
él la soledad es pensamiento íntimo y esto deriva en una intensísima angustia.
Porque el párroco guarda un secreto: su falta absoluta de fe. El regreso al
pueblo de Lázaro, el hermano de Ángela, que ha pasado unos años en América, le
va a proporcionar un inesperado aliado en su tarea catequística. Lázaro, que al
principio ha calificado a don Manuel como un instrumento de la oscura teocracia que asola España,
pronto quedará seducido por la personalidad del párroco y se hará cómplice de
su terrible secreto fingiendo ante el pueblo su propia conversión.
La filosofía
práctica de don Manuel es ampliamente utilitarista; para él, la hipocresía de
su discurso viene ampliamente compensada por la moralidad de los fines
conseguidos: la esperanza de sus feligreses en una vida mejor. Él es como un
padre que quiere lo mejor para sus hijos y los protege a toda costa de lo que
él considera una terrible verdad, los protege de la nada, de la falta de
horizontes y da un sentido a sus vidas, por muy irracional que éste le resulte
en su fuero íntimo. La fe del carbonero siempre ha sido la más pura, porque la
inteligencia y el saber no son más que fuentes de dolor:
“- ¡Déjalos! ¡Es tan difícil hacerles
comprender donde acaba la creencia ortodoxa y dónde empieza la superstición! Y
más para nosotros. Déjalos, pues, mientras se consuelen. Vale más que lo crean
todo, aun cosas contradictorias entre sí, a que no crean nada. Eso de que el
que cree demasiado acaba por no creer nada es cosa de protestantes. No
protestemos. La protesta mata el contento.”
La novela de
Unamuno tiene componentes altamente simbólicos. Además del personaje central,
cuya agónica condición describe la del propio autor, existen parajes en la
aldea cuyo significado puede interpretarse de forma dualista. La peña del
buitre puede representar a la vez la solidez de la fe del pueblo y el buitre
(como en el mito de Prometeo), que atormenta continuamente al sacerdote. Por
otra parte, el lago, que cuyas aguas cubren una aldea abandonada es a la vez la
serenidad de su superficie y la turbulencia de sus profundidades, lo que en don
Manuel se traduce en la tentación del suicidio.
Al final,
todo se resume en el mensaje final del protagonista agonizante: poca teología y
mucha religión. Que el pueblo siga viviendo en su feliz ignorancia, que la
ilusión en una vida futura sea su alimento diario.
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