Una de las lecturas que más me ha impactado últimamente ha sido este ensayo de Peter Fritzsche. Su aspecto es el de una más de las muchas historias que proliferan sobre el Tercer Reich (algunas están excepcionalmente documentadas), pero su propósito es levemente distinto: hacer que el lector pueda acercarse a los sentimientos de las personas (víctimas, verdugos y la mayoría pasiva) que vivieron en la Alemania de aquellos terribles años. ¿Cómo se consiguió que en un Estado democrático la mayoría llegara a comulgar con un régimen totalitario? Fue una combinación de oportunismo, miedo y pasividad. Pero lo expreso con más amplitud en el artículo:
Se han escrito multitud de ensayos referentes a la vida en
el Tercer Reich, sobre todo desde el punto de vista de las víctimas. En los
últimos años los historiadores han posado su mirada en un tema que hasta
entonces era prácticamente tabú: el sufrimiento de los alemanes, culpables de
haber desencadenado de la guerra, pero también perdedores de la misma y
obligados a pagar un alto precio por ello. En los años de la inmediata
postguerra las explicaciones de lo sucedido oscilaban entre la de muchos
alemanes, que aseguraban que todo había sido obra de sus dirigentes y que ellos
eran más víctimas que responsables y la de filósofos como Karl Jaspers que
teorizaba acerca del problema de la culpa y la extendía, en sus distintas
acepciones, a la totalidad del pueblo alemán.
El estudio del profesor Peter Fritzsche desciende hasta los
sentimientos íntimos de los alemanes de a pie a través de la lectura de cartas
y diarios de aquella época de profundo cambio social. Los nazis no llegaron al
poder como un partido convencional, sino como una fuerza transformadora no solo
del ámbito social, sino también de las mentalidades. Una buena cantidad de los
que hasta ese momento habían sido ciudadanos alemanes con todos los derechos no
iban a tener cabida en la utopía nazi. Para muchos, la adaptación a los nuevos
usos sociales fue algo natural (como sustituir el tradicional Buenos días por Heil Hitler), y muchos otros se dejaron vencer por el miedo. Las
deportaciones a campos de concentración para reeducar a los ciudadanos díscolos
estaban a la orden del día y los rumores al respecto eran constantes. En
cualquier caso los nazis diferenciaban entre dos tipos de enemigos: el enemigo
político, que era recuperable para la causa (de hecho muchos comunistas
acabaron convertidos en nacionalsocialistas fervientes) y el racial, al que
había que expulsar del territorio del Reich.
Para mucha gente la vida en la Alemania de Hitler, al menos
hasta que estalló la guerra, transcurrió sin muchos sobresaltos. Cierto que
algunos vecinos eran deportados y que era mejor mantener la boca cerrada
respecto a ciertos temas, pero en general se aceptaban las imposiciones del
régimen y las fabulosas invenciones que daban subterfugio a las mismas. Una de
las obsesiones del régimen, que estuvo presente desde primera hora, era la
biología. Para los nazis, con Hitler a la cabeza, la revolución nacional debía
construirse a través de la idea de pureza racial e ideológica, de modo que
biología y política eran términos íntimamente relacionados. Se creó el Ahnenpass, una especie de pasaporte
racial, que confirmaba que su poseedor provenía de una familia aria pura y le
otorgaba plenos derechos como ciudadano. Entre las primeras medidas de
reeducación del pueblo alemán se encontraba la aplicación de las teorías
eugenésicas con el fin de mejorar la raza aria y que se aceptara socialmente la
esterilización o la eutanasia de colectivos como los enfermos mentales. Cuanto
más jóvenes fueran los receptores de estas ideas, más hondamente calarían:
“El material de
propaganda racial inundó las escuelas alemanas; e incluso había problemas
aritméticos en los que se multiplicaba el número de “idiotas” en Alemania. Los
nazis abrieron hospitales y manicomios a las excursiones escolares de manera
que los niños en edad escolar pudieran hacer su elección: “¿esto o eso?”.
“Deambulamos por centenares de corredores – relató Elisabeth Brasch a propósito
de una excursión a un hospital en Kreuznach -; de repente estábamos en una
habitación enorme en la que había muchas chicas, todas ellas medio locas,
inválidas, deformes.” En las paredes, las citas de Hitler y Goebbels se
intercalaban con pasajes de la Biblia. Esta combinación probablemente
confirmaba, antes de contradecir, el mensaje general de la exaltación racial.”
El verdadero secreto de la popularidad de los nazis entre la
población aria era el desarrollo de la idea tradicional de la Volksgemeinschaft o comunidad del
pueblo, que escenificaba la reconciliación de los auténticos alemanes y su
unidad en pos de un objetivo colectivo. La existencia individual debía estar
supeditada a los intereses del pueblo en su conjunto, de ahí la proliferación
de asambleas de barrio, concentraciones de masas para escuchar los discursos de
los dirigentes, periodos en campamentos de asistencia obligatoria, sobre todo
para los más jóvenes o la omnipresencia de la radio, que recordaba
constantemente a los alemanes las consignas del régimen. A pesar de la
propaganda constante y agobiante, los años inmediatamente anteriores a la
guerra son recordados por muchos alemanes como un periodo de cierta
prosperidad. El paro prácticamente desapareció y alguna gente corriente pudo
disfrutar de ciertos privilegios, como vacaciones pagadas, estancias en hoteles
o viajes al extranjero y se creó una efímera sociedad del consumo.
Para quien se hubiera molestado en leerlo, Hitler ya había
anunciado en Mein Kampf cuál era el
objetivo supremo al que pretendía guiar al pueblo alemán: la conquista de
territorio (el espacio vital) en el este. La guerra radicalizó aún más las
ideas nazis, sobre todo cuando comenzaron las derrotas a partir de finales de
1942. La política contra el enemigo
judío, al que se culpaba oficialmente de la guerra, se endureció hasta el punto
de sustituir su intención de reasentarlos lejos de Alemania por el exterminio.
Los pocos judíos que quedaban en las ciudades germanas (que se libraban
temporalmente de ser deportados, como Victor Kemperer por estar casado con una
mujer alemana) debían llevar una enorme estrella amarilla en su vestuario y no
era raro que fueran insultados o agredidos cuando se atrevían a caminar por la
calle. Los sentimientos de piedad debían ser extirpados, según recomendaba un
dirigente local del partido:
“Un medio efectivo
para mantener a raya la falsa piedad y los falsos sentimientos de humanidad es
el hábito que tengo desde hace mucho tiempo de ni siquiera ver al judío, de ver
a través de él como si estuviera hecho de vidrio o, mejor, como si fuera aire.”
A partir de 1943 la ofensiva aérea de los Aliados sobre las
ciudades alemanas se intensificó de manera insoportable para la población
civil. Los soldados que volvían de permiso se encontraban con que la guerra se
había instalado en su propia ciudad y su hogar podía haber desaparecido, junto
con parte de sus familiares. Esto era devastador para la moral de un pueblo que
empezaba a renegar de sus dirigentes, pero que no se atrevía a rebelarse contra
ellos. Una de las obsesiones del partido nazi en aquel tramo final de la guerra
es que no se repitiera la situación de 1918. Había que luchar hasta el final y
en sus discursos no paraban de repetir que lo que estaba en juego era la
supervivencia de Alemania como nación. Además, el asesinato sistemático de seres inferiores (judíos, gitanos,
eslavos) y el maltrato a las poblaciones ocupadas hacían sentir a la gente que
se habían quemado las naves y que no era posible ningún arreglo con los
enemigos. El destino de una Alemania derrotada sería un durísimo ajuste de
cuentas, como así sucedió en gran medida, aunque poco a poco se consiguió que
calara la idea de que la mayoría de los ciudadanos habían sido más víctimas que
verdugos del estado nacionalsocialista.
En Vida y muerte del Tercer Reich, Peter Fritzsche consigue
la difícil tarea de que el lector se meta en la piel de los alemanes corrientes
y pueda juzgar por sí mismo lo que significaba ser ciudadano de aquel régimen
que tan poca oposición generó entre los que eran considerados como arios. La
lectura de cartas y diarios ofrece pistas de los sentimientos de la gente en
las distintas etapas del Tercer Reich y prueba como la mayoría de la población
se acomoda y participa, aunque sea pasivamente, de las ideas de un régimen criminal.
Estremece pensar que la condición humana sea tan fácilmente manipulable.
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