lunes, 25 de mayo de 2009

EL DILUVIO. (Hitler, el final, I). Tragedia.


El hombre que lo había sido todo para Europa (tirano, genocida, señor de la guerra), se miró al espejo y vio ante sí, no al vigoroso líder del pueblo alemán, sino a un anciano decrépito, el rostro muy pálido, arrugas bajo los ojos y un pronunciado temblor en la mano izquierda. Sólo la antigua fuerza de su hipnótica mirada se mantenía. Observándose, se dijo: "Si Alemania pierde esta guerra, demostrará que es indigna de mí".

Fuera, el diluvio de bombas rusas arreciaba en todo Berlín, haciendo estremecerse el bunker de la Cancillería. Hitler fue a acariciar a Blondie para tranquilizarse y se dispuso a celebrar su cumpleaños. Aprovechando un momento de calma, pudo salir a respirar unas bocanadas de aire fresco a los jardines del exterior. El aspecto que le ofrecía la ciudad distaba mucho de la gloriosa capital imperial que él había soñado. El cielo tenía un color anaranjado, reflejando múltiples incendios y solo se divisaban edificios en ruinas. Trató de abstraerse de la realidad y se dirigió hacia sus invitados, sus más valientes soldados, un grupo de niños de no más de trece años que se había distinguido en la defensa de la periferia de Berlín. El Fuhrer pasó revista a la formación. Los adolescentes le devolvían la mirada con una mezcla de terror y adoración. "¿Cuántos tanques has destruido?", le preguntó a uno. "Cinco, mi Fuhrer", contestó el chiquillo. Hitler le condecoró tembloroso, "sigue así muchacho, sigue así, vamos a echarlos de aquí". El muchacho abandonó por un momento su postura marcial y con unos ojos suplicantes y llenos de lágrimas, rogó: "quisiera volver a ver a mis padres, señor". Hitler hizo como que no escuchaba y volvió lentamente hacia el bunker. La granizada de bombas volvía a caer cerca.

Las súplicas del chiquillo le hicieron recordar un episodio que había intentado expulsar de su memoria, pero que ahora volvía a surgir con fuerza inusitada. Fue en Hamburgo, durante una visita que realizó a la población para interesarse por las víctimas de un devastador bombardeo. Una mujer, que hasta aquella noche había creído en él, sorteó a los escoltas y logró llegar hasta su persona. Le contó la historia de su hija, víctima de la tormenta de fuego provocada en toda la ciudad por el lanzamiento de toneladas de bombas incendiarias. Tratando de escapar del sótano de la casa, que empezaba a arder, la chiquilla quedó atrapada en el asfalto que se estaba fundiendo debido al inusitado calor. Como en unas arenas movedizas, la niña fue engullida lentamente por la misma ciudad en la que había nacido. "Aquí bajo nuestros pies reposa, mi Fuhrer". Hitler se limitó a prometer una ayuda que finalmente llegaría con cuentagotas y trató de subir la moral de la población prometiendo bombardeos de represalia. Aquella niña aria, sacrificada en su guerra particular volvía a atormentarle. En aquel mismo momento podía ordenar la rendición del ejército, terminar con una guerra que sabía irremisiblemente perdida desde hacía tiempo. Pero no lo hizo. Le fascinaba el inmenso poder que seguía irradiando. El poder de decidir la muerte de razas enteras y de solicitar el sacrificio de su propio pueblo. El poder de observar con satisfacción, como la inmensa mayoría de sus súbditos seguían obedeciéndole aunque no creyeran ya en él. Volvía a imaginar la Europa por la que había luchado, una Europa pura, dominada por la raza aria, sin judíos y con los eslavos esclavizados bajo el yugo alemán. "Un hermoso sueño", se dijo.

Esa misma noche, una de las últimas de su vida, soñó con la niña de Hamburgo. Surgía de la tierra, quemada por el asfalto y con una mirada terrible y acusadora, le señalaba a él, provocándole un terror indescriptible. Detrás, millones de almas esperaban su turno.

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