viernes, 1 de mayo de 2009
LOS SANTOS INOCENTES (1981), DE MIGUEL DELIBES. ACATAR LA JERARQUÍA.
En 1931, recién comenzada la Segunda República, se crearon las Misiones Pedagógicas, cuya principal misión era llevar la cultura a los más apartados rincones del ámbito rural. Como el infierno está empedrado de buenas intenciones, el franquismo volvió a llevar las aguas a su cauce: las clases inferiores estaban para servir a los señoritos, por lo que culturizarlos era una peligrosa pérdida de tiempo.
Con un lenguaje sencillo, prácticamente rural, sustituyendo los puntos por comas para dar fluidez a la narración, "Los santos inocentes", una de las obras maestras de Delibes, nos habla de hombres tratados como animales dóciles por sus paternalistas amos. Hombres y mujeres utilizados para las más ingratas tareas y deshechados cuando ya no sirven, sin educación y sin otro horizonte que el trabajo duro para ganarse las migajas que tengan a bien ofrecerles sus dueños: Azarías, echado de un cortijo por viejo, aunque con mentalidad de niño, se refugia en la choza de su hermana y transmite su necesidad de cariño a un pájaro o Paco el bajo, sirviente fiel, que quiere un futuro mejor para sus hijos, utilizado literalmente como un perro de caza por el señorito Iván, representantes de clase más humillada durante el franquismo, una clase que ni siquiera sabía que tuviera derechos que defender, tales eran la ignorancia y el aislamiento a los que estaban sometidos. Poco más que animales, poco menos que personas.
Una de los mejores y más significativos momentos de este libro repleto de ellos se produce con el arrebato de patriotismo del señorito Iván ante su invitado en la mesa, el embajador francés, ya que "los franceses os gastáis muy mal yogurt al juzgarnos". Hace desfilar a algunos de sus sirvientes para que escriban su nombre, lo que hacen con gran dificultad. Iván se enorgullece como ante un niño que da sus primeros pasos. Así da por salvado el "orgullo nacional":
"y en la mesa, todos a reir indulgentemente, paternalmente, menos René, a quién se había aborrascado la mirada, y no dijo esta boca es mía , un silencio mineral, hostil, pero, en verdad, hechos de esta naturaleza eran raros en el cortijo, pues , de ordinario, la vida transcurría plácidamente (...)"
Esta placidez franquista me recuerda inevitablemente las declaraciones efectuadas hace un par de años por el actual candidato por el PP a las elecciones europeas, don Jaime Mayor Oreja acerca del franquismo: "Era una situación de extraordinaria placidez". Una placidez ciertamente extraordinaria, sí señor, fundada por los vencedores de una guerra civil en un darwinismo social institucionalizado, donde los más fuertes se imponen a los más débiles. Así lo expresa perfectamente el señorito Iván, quejándose de las nuevas generaciones de siervos:
"muy sencillo, al acabar el cacerío le largo un billete de cien, veinte duritos ¿no?, y él, deje, no se moleste, que yo, te tomas unas copas, hombre, y él, gracias, le he dicho que no, bueno, pues no hubo manera, ¿qué te parece?, que yo recuerdo antes, bueno, hace cuatro días, su mismo padre, Paco, digo, gracias, señorito Iván, o por muchas veces, señorito Iván, otro respeto, que se diría que hoy a los jóvenes les molesta aceptar una jerarquía, pero es lo que yo digo, Ministro, que a lo mejor estoy equivocado, pero el que más y el que menos todos tenemos que acatar una jerarquía, unos debajo y otros arriba, es ley de vida ¿no?".
Una ley de vida que sigue influyéndonos hasta nuestros días, seguimos muy lejos en cuanto a igualdad de oportunidades y la familia en la que se nace sigue condicionando el destino de cada cual. Aunque el acceso a la cultura es más sencillo que nunca, la gran mayoría, con la aquiescencia de los que están arriba, sigue optando por el fútbol y los programas del corazón.
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