"Lo importante es que se mantenga el modelo, basado en la creación de mercado dentro de oleadas especulativas que eliminan todo rastro de función social. El mercado descarta como posibles compradores a los que más lo necesitan, ya que se establecen recursos de segregación: ingresos, estabilidad, capacidad de ahorro, etc. En ocasiones, existe una oferta para situaciones extremas que, cada vez más, se dirige a nichos sociales que previamente tienen que definirse como vulnerables y ser reconocidos como tales, como en las leyes de pobres inglesas. Es decir, en este caso, la vivienda tampoco es un derecho, sino una asistencia. Imprescindible, por supuesto, pero limitada. Será interesante ver cómo el modelo se ajusta a la imposibilidad de las nuevas generaciones para acceder al mercado."
El libro de Jorge Dioni López pone su foco de atención en esas urbanizaciones de chalets individuales con piscina que han proliferado alrededor de nuestras ciudades y pueblos, como una especie de sueño español al que aspiran numerosas familias de clase media. En una España que se dice ecológica y social, el Estado ha promovido las condiciones ideales para que los promotores y constructores de estas viviendas gocen de las condiciones ideales para venderlas. Los nuevos propietarios pueden estar seguros que sus vecinos van a ser gente con sus mismas posibilidades socio-económicas y valores parecidos. Además, la iniciativa privada sustituye a las obligaciones del Estado construyendo colegios que, en los primeros años de existencia de estas urbanizaciones, pasan a ser la única alternativa educativa para los hijos de los residentes. Unos residentes que necesitan el vehículo privado - frecuentemente más de uno - para ir al trabajo o incluso para realizar las compras más básicas. Así, de manera indirecta, se está promoviendo el individualismo y la falta de sentido de comunidad en estos espacios en el extrarradio de las ciudades.
Lo más gracioso del asunto es que ahora que hay millones de familias endeudadas con hipotecas que necesitarán décadas para terminar de pagar, se empieza a penalizar el uso del vehículo privado. Además, en esa España de negocios rápidos de los noventa y los primeros dos mil, no se tenía en cuenta el coste monumental que asumen las Administraciones al tener que ofrecer servicios públicos en lugares tan dispersos. Pero la mayoría de la gente sigue aspirando a su pequeña república independiente con su piscina, porque se ha perdido el sentido de comunidad y lo único a lo que se aspira es a alcanzar un determinado estatus, que solo puede lograrse saliendo de unos barrios tradicionales que se van quedando en manos de las capas sociales más humildes: los pobres y los inmigrantes, que también pasan por enormes dificultades para pagar los inflados precios que el mercado inmobiliario impone hasta en la más modesta de las moradas. Durante décadas, el Estado ha desatendido su obligación moral - que no jurídica, por desgracia - de ofrecer vivienda social y digna a aquellos que no pueden acceder al mercado privado. Y de aquellos barros vienen estos dolos, con un mercado inmobiliario imposible, repleto de las llamadas zonas tensionadas, en los que los propietarios pueden permitirse el lujo de imponer sus leoninas a los aspirantes a alquilar una de sus viviendas.
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