Luego Lázaro pasará al servicio de otros amos, empezando por un clérigo que mantiene un arcón lleno de panecillos que el protagonista no puede ni oler. En este episodio Lázaro tiene que sobrevivir a una necesidad de comer que casi lo lleva a la tumba a través del ingenio aprendido con el amo anterior. La iglesia aparece aquí como una institución acaparadora e hipócrita, lo que acentúa la denuncia social de la novela. Lo más sorprendente viene con el tercer amo, un hidalgo arruinado que se fue de su tierra por complicadas cuestiones de honra que tenían su sentido en la España del siglo XVI, un tipo que prefiere morir de hambre antes que manchar sus nobles manos deshonrándose en un vil trabajo:
"—Eres mochacho —me respondió— y no sientes las cosas de la honra, en que el día de hoy está todo el cabdal de los hombres de bien. Pues hágote saber que yo soy, como ves, un escudero; mas, ¡vótote a Dios! Si al conde topo en la calle y no me quita muy bien quitado del todo el bonete, que otra vez que venga me sepa yo entrar en una casa, fingiendo yo en ella algún negocio, o atravesar otra calle, si la hay, antes que llegue a mí, por no quitárselo. Que un hidalgo no debe a otro que a Dios y al rey nada, ni es justo, siendo hombre de bien, se descuide un punto de tener en mucho su persona."
Sin embargo, Lázaro se apiadará de este hombre que es capaz de fallecer solitario antes que poner en riesgo su honra y será capaz de conseguir que coman los dos, aunque el hidalgo jamás admitirá directamente que pasa hambre. Mucho mejor, respecto a condiciones materiales, le irá con otro amo, que se dedica al noble arte de estafar al pueblo vendiendo bulas, aprovechándose del miedo popular a ir al Infierno y de la necesidad de ayudar a las almas de familiares que estén en el Purgatorio. Sin embargo, el protagonista prefiere encaminar su ascenso social a trabajos más honrados, algo que irá consiguiendo poco a poco, aunque sea finalmente a costa de su honra matrimonial (la excusa para contar su vida tiene que ver con los rumores de que el arcipreste que lo favorece se acuesta con su mujer). Finalmente no hay que dejar de hacer alusión al prodigioso lenguaje que despliega el anónimo autor de la novela, algo que solo será superado posteriormente por Cervantes. Las ricas descripciones de una sociedad ya desaparecida - aunque siempre algo queda de aquello - siguen deleitando a generaciones y generaciones de lectores.
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