miércoles, 24 de febrero de 2021

ENSAYOS (1928-1949), DE GEORGE ORWELL. EL INTELECTUAL VISIONARIO.

Resulta indudable que George Orwell es uno de los intelectuales más influyentes del siglo XX, un hombre visionario que sigue presente incluso en nuestro lenguaje cotidiano a través del término orwelliano, una palabra muy apropiada para designar ciertos aspectos de las sociedades de nuestra época. Orwell nació cuando todavía el Imperio Británico se encontraba en su momento álgido y murió en plena Guerra Fría, cuando las potencias mundiales indiscutibles habían pasado a ser Estados Unidos y la Unión Soviética, mientras que Inglaterra intentaba sanar las heridas de una victoria altamente costosa. Si algo caracterizaba a la escritura del autor de 1984 es su honestidad, su afán por decir la verdad, rectificando lo que fuera necesario respecto a sus creencias más arraigadas en el pasado.

Porque, entre otras cosas, encontramos en estos Ensayos una evidente evolución en el pensamiento de su autor, siendo un punto de inflexión muy importante su participación en nuestra Guerra Civil. El hecho de ser testigo en primera línea de la brutal represión contra el POUM, partido en el que militaba le hizo contemplar la triste realidad de los ideales por los que estaba jugándose la vida. Para él, el hecho de que el Partido Comunista se aliara con el gobierno para destruir los presuntos avances revolucionarios conseguidos en 1936 resultó la mayor de las traiciones, una guerra civil dentro de la principal que apenas fue reportada en los periódicos de la época. Aquí se cimentó una de las grandes obsesiones de Orwell: la posibilidad, por parte de los gobiernos totalitarios, de escribir la Historia a su antojo, según sus intereses. Y no solo eso, además se guardaban la posibilidad de reescribirla cuando fuera conveniente. El inmenso experimento social que construyó el totalitarismo era capaz de convencer a una población de millones de habitantes de que el enemigo hasta ayer pasaba a ser un fiel enemigo, para volver a convertirse en el peor de los adversarios unos años más tarde.

Por eso Orwell fue un firme defensor durante toda su trayectoria de la libertad de prensa, de esa capacidad de los medios de comunicación de los intelectuales de decirle a la gente lo que no quiere oír, aunque dicho mensaje estuviera en contra del pensamiento predominante, una libertad frágil, siempre en peligro, que debe ser continuamente salvaguardada de sus enemigos: los totalitarismos, los populismos y los impulsores de lo políticamente correcto. A falta de libertad de prensa, las mentiras pueden volverse fácilmente verdades, amparadas por el discurso oficial y la gente puede dejar de sacar conclusiones obvias respecto a lo que tiene delante de los ojos. Como se ha probado en tantas ocasiones, manipular a la opinión pública no requiere de demasiada sofisticación. En su ensayo Recuerdos de la guerra de España, escrito en pleno conflicto mundial, el autor va hilvanando el armazón del que será su novela más famosa:

"El objetivo tácito de este modo de pensar es un mundo de pesadilla en el que el líder máximo, o bien la camarilla dirigente, controle no sólo el futuro, sino incluso el pasado. Si sobre tal o cual acontecimiento el líder dictamina que «jamás tuvo lugar»… pues bien: no tuvo lugar jamás. Si dice que dos más dos son cinco, así tendrá que ser. Esta posibilidad me atemoriza mucho más que las bombas. Y conste que, tras nuestras experiencias de los últimos años, una declaración así no puede hacerse frívolamente."

Evidentemente, también hay que contar entre los enemigos de la libertad a los nacionalismos, cuyos militantes tienen la capacidad, no solo de engañar a los demás, sino también de engañarse a sí mismos, tropezando con la misma piedra cuantas veces sea preciso:

"El nacionalista no sigue el elemental principio de aliarse con el más fuerte. Por el contrario, una vez elegido el bando, se autoconvence de que este es el más fuerte, y es capaz de aferrarse a esa creencia incluso cuando los hechos lo contradicen abrumadoramente. El nacionalismo es sed de poder mitigada con autoengaño. Todo nacionalista es capaz de incurrir en la falsedad más flagrante, pero, al ser consciente de que está al servicio de algo más grande que él mismo, también tiene la certeza inquebrantable de estar en lo cierto."

Por eso las palabras son importantes y es fundamental el análisis constante y crítico de los discursos de nuestros dirigentes políticos, aunque hoy, al menos en nuestro país, hayan cambiado en gran parte el combate dialéctico y de ideas por unas alocuciones en tono populista y sin apenas sustancia, incluyendo la práctica de no responder a las preguntas de los periodistas y de convertir al Parlamento en una especie de patio de colegio. Orwell nos enseña que también los discursos vacíos son peligrosos, puesto que pueden enmascarar intenciones ocultas que no se exponen directamente ante el público. Un público, por otra parte, al que se le va anulando progresivamente su sentido crítico a base de crear polémicas artificiales que sirven como cortina de humo para evitar el debate de los auténticos problemas que afectan al ciudadano en su vida cotidiana. 

En estos Ensayos de Orwell podemos contemplar la evolución de su pensamiento hasta una civilizada reivindicación de la socialdemocracia como alternativa al comunismo y al capitalismo salvaje y sin reglas. Pero el intelectual británico no habla solo de política. Orwell es también un fino analista social, sobre todo de la vida cotidiana de sus compatriotas y además es un excelente crítico literario, que me ha hecho conocer a autores a los que pienso leer en breve, como George Gissing. En cualquier caso, llama la atención el hecho de que es crítico y desmitificador respecto a su propio trabajo: los intelectuales también son seres humanos y están sujetos a los mismos errores y tentaciones que el resto de la humanidad:

"Todos los escritores son vanidosos, egoístas y perezosos. En el fondo de su ser, sus motivaciones siguen siendo un misterio. Escribir un libro es un combate horroroso y agotador, como si fuese un brote prolongado de una dolorosa enfermedad. Nadie emprendería jamás semejante empeño si no le impulsara una suerte de demonio al cual no puede resistirse ni tampoco tratar de entender. Por todo cuanto uno sabe, ese demonio es sencillamente el mismo instinto que hace a un niño llorar para llamar la atención. Y, sin embargo, también es cierto que no se puede escribir nada legible a menos que uno aspire a una anulación constante de la propia personalidad. La buena prosa es como el cristal de una ventana. No sé decir con certeza cuáles de mis motivaciones son las más poderosas, pero sí sé cuáles merecen seguirse sin rechistar. Al repasar mi obra, veo que de manera invariable, cuando he carecido de un objetivo político, he escrito libros exánimes, y me han traicionado en general los pasajes grandilocuentes, las frases sin sentido, los epítetos y los disparates."

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