El siglo XVIII fue paradójico en muchos aspectos. Mientras avanzaban la ciencia y el arte, se consolidaban como actividades de inmenso prestigio, cada vez más alejadas de la tutela de la religión, la organización política del Estado seguía siendo la del Antiguo Régimen. Frente a la miseria y semiesclavitud de la mayoría del pueblo, una minoría selecta vivía una existencia regalada en sus palacios y castillos. Muchos de ellos gozaban de las prebendas que otorgan títulos y cargos oficiales y solían gozar de mucho tiempo libre que podían dedicar al estudio y meramente a procurarse los más variados placeres. Precisamente el personaje del vizconde de Valmont es un prototipo en este sentido: un noble adinerado que dedica todos sus esfuerzos al arte de la seducción, un tipo cuyo objetivo primordial en la existencia es ir acumulando fama en los salones de París, por lo que cada vez se exige objetivos más difíciles, para que la satisfacción de la conquista sea mayor y el escándalo consiguiente más ruidoso. En su moral de libertino es principio primordial que la virtud aumenta el valor de la mujer, justamente hasta el momento en que deja de tenerla.
Pero Valmont no emprende en solitario sus intrigas. Cuenta con una aliada, la marquesa de Merteuil, una mujer que, después de haberse sometido a un duro aprendizaje acerca de los asuntos mundanos de la alta sociedad parisina, se dedica al noble arte de la manipulación y la corrupción de los seres más inocentes. Con Valmont mantiene una relación de amor-odio que al final va a ser decisiva en la resolución de esta novela epistolar. Ni que decir tiene que Las amistades peligrosas es una obra maestra de este género literario. Las cartas están concebidas para crear un clima de tensión permanente en las complejas relaciones entre sus distintos personajes y muchas de ellas, sobre todo las escritas por los dos protagonistas, son un modelo de doblez y de maestría en el arte de la consecución de los propios objetivos. Valmont y Merteuil son dos personajes absolutamente egoístas en su condición de profundos conocedores de las pasiones humanas. La religión y los conflictos de conciencia, algo que afecta a las resoluciones de los personajes débiles de la trama, son para ellos meros instrumentos para usar a su favor.
Puede verse también en Las amistades peligrosas una especie de justificación de lo que vendría pocos años más tarde, la Revolución Francesa. En este caso puede hablarse sin exagerar que el origen del mal, de la perdición de vidas moralmente intachables que fomentan las actividades subterráneas de los protagonistas tienen su origen en el aburrimiento, en una ociosidad prolongada que podía ser animada por la creación de estas intrigas llevadas a cabo con precisión quirúrgica y disciplina militar. La amoralidad como una de las bellas artes, el amor concebido no como una causa del placer, sino como un pretexto para conseguir éste.
La película de Stephen Frears refleja de manera magistral el espíritu de la novela. Con un reparto espectacular, en el que destacan unos John Malkovich y Glenn Close que parecen haber nacido para interpretar estos papeles, la adaptación deja lógicamente un poco de lado la intriga epistolar para relacionar más físicamente entre sí a los personajes. Destacan también el vestuario y el diseño de producción, que nos trasladan con todo lujo de detalles a los ambientes más aristocráticos del Siglo de la Luces. La versión que realizó un año después Milos Forman, resulta estimable, pero muy inferior a la de Frears. Es una adaptación mucho más libre del texto de Lacros, poniendo más énfasis en el sentido del humor, pero el espíritu de la novela está mucho menos presente. A ello contribuye enormemente la composición de Valmont que realiza Colin Firth, un personaje interpretado desde un tono un tanto paródico y burlesco. La sombra de Malkovich, en este caso, es demasiado alargada.
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