Para los primeros soldados que partieron a la Gran Guerra, todo eran parabienes por parte de la población civil. Se estimaba que el conflicto iba a ser una operación de corta duración y plena de heroicidades, una ocasión para los jóvenes para madurar y vivir aventuras que les hicieran consolidar un patriotismo que se daba por consabido. Lo que nadie esperaba es que en esta nueva guerra, en la que la producción industrial iba a jugar un papel determinante, se impusieran las armas defensivas frente a las ofensivas. La artillería y las ametralladoras eran mucho más poderosas que la caballería y los ataques frontales a la bayoneta, que causaron unas carnicerías nunca vistas entre las tropas que se atraveían a atacar las trincheras. El soldado raso sufrió como nunca en una situación de inmovilidad y peligro constante. Sometido periódicamente a bombardeos, ametrallamientos, así como al tormento constante de los piojos y los cambios del tiempo atmosférico, la mayoría soñaba con una herida limpia que les sacara definitivamente de ese infierno o, al menos, con ser transferidos a sectores más tranquilos del frente.
Uuna de las novelas que mejor reflejan tales experiencias es El miedo, de Gabriel Chevallier. Escrita con un evidente ánimo de revancha contra los criminales que hicieron posible esa masacre, la narración está escrita desde la perspectiva del soldado raso, enfrentado durante años a una situación inimaginable, a un miedo constante que destruía cuerpos y espíritus:
"El autor del presente libro consideró que era una falta de decencia hablar del miedo de sus camaradas sin hablar del suyo propio. Por eso decidió abordar el miedo en primera persona, sobre todo en primera persona. En cuanto a hablar de la guerra sin hablar del miedo, sin ponerlo en un primer plano, hubiera sido un camelo. No es posible vivir en los lugares donde uno puede ser despedazado vivo en cualquier momento sin sentir cierta aprensión."
¿Cómo soportaban los combatientes ese sentimiento de terror constante? El autor habla de una especie de moral del esclavo, de un sentido de la fatalidad que dominaba las mentes de la mayoría, puesto que el hombre corriente no ha nacido para ser un héroe. Solo aceptando la cercanía de la muerte era capaz el protagonista de enfrentarse cara a cara a unos peligros atroces, que se acentuaban en los momentos en los que unos generales, confortablemente instalados en la retaguardia, lejos de todo peligro, decidían que había que pasar a la ofensiva. La postura moral del soldado oscila entre la certeza de que esta vez no va a ser el elegido y la certeza contraria, entre el horror de matar y el de ser despedazado. Todas estas peleas internas y externas son reflejadas de manera magistral por la fuerza de la escritura de Chevallier, un excombatiente que sabe bien de lo que habla y que no ahorra al lector escenas fuertes, de horror pleno, ante las cuales no se puede evitar un sentimiento estremecedor.
Bien es cierto que testimonios que éste no sirvieron para que, apenas veinte años más tarde, se iniciase otro conflicto, más devastador si cabe, aunque las nuevas quintas no acudieron a sus puestos con tanta alegría como sus padres, puesto que éstos tuvieron tiempo de advertirles, de testimoniar que la guerra no es un paseo, sino el comienzo de un infierno de duración indefinida. Aun así, los nuevos reclutas se sometieron igualemente a las órdenes de sus mandos y se dejaron matar en los nuevos frentes, como habían hecho sus padres. La respuesta quizá esté en la frase del Teniente Coronel Ardant Du Pincq, que da comienzo a uno de los capítulos:
"El hombre en el combate es un ser en el que el instinto de conservación domina momentáneamente todos los sentimientos. La disciplina tiene por fín domeñar ese instinto mediante un terror mayor.
El hombre se las ingenia para poder matar sin correr el riesgo de caer muerto. Su arrojo es el sentimiento de su fuerza, y ésta no es absoluta; delante del más fuerte, huye sin vergüenza."
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