"Si la miseria de nuestros pobres no es causada por las leyes de la naturaleza sino por nuestras instituciones, cuán grande es nuestro pecado", dejò escrito Charles Darwin. Precisamente, amplios sectores de la sociedad occidental han dedicado tradicionalmente amplios recursos - una vez que los tradicionales y religiosos perdían efectividad - a demostrar científicamente la superioridad de unas razas frente a otras, de unas clases sociales frente a otras e incluso de un género contra otro. Demostrarlo equivalía a decir que nada puede hacerse contra las leyes inexorables de la naturaleza y consolidar la situación de privilegio de unos sobre otros como algo inevitable. No se trata de una práctica remota, sino de algo que sigue practicándose hoy en día en sectores conservadores con singular eficacia (véase si no la victoria de alguien como Trump).
El determinismo biológico y social, que tradicionalemente ha venido justificado por pseudociencias como la frenología o la craneometría, se ha usado impunemente como medio para restringir la educación y las oportunidades de los más desfavorecidos. Si las estadísticas aseguraban (siempre estadísiticas sesgadas y recogidas interesadamente en favor de la ideología predominante) que ciertos seres humanos eran incapaces de progresar, la sociedad no tenía por qué gastar recursos en ellos. Voces como la de Joseph Arthur de Gobineau, autor del Ensayo sobre la desigualdad de las razas humanas, eran ampliamente escuchadas en pleno siglo XIX y esta tradición llegó a inspirar espisodios históricos tan terribles como el del nazismo:
"La idea de las diferencias innatas y permanentes en la dotación moral y mental de los distintos grupos de la especie humana es una de las opiniones más antiguas así como más universalmente aceptadas. Con pocas excepciones, la mayor parte de éstas en nuestros tiempos, ha constituido el fundamento de casi todas las teorías políticas y ha sido la máxima fundamental de gobierno en todas las naciones, grandes o pequeñas. Los prejuicios nacionales no tienen otra causa; cada nación cree en su propia superioridad sobre sus vecinos y muy a menudo las distintas partes de la misma nación miran a las demás con desprecio."
Mediciones de cráneos, de cerebros o test de inteligencia han jalonado un camino que ha sido refutado constantemente por la voz de la ciencia más seria, aunque éste no haya sido escuchada en demasiadas ocasiones: no existen diferencias genéticas fundamentales entre seres humanos: todos estamos programados para lo mismo y somos igualmente capaces de cumplir nuestras metas si se nos estimula adecuadamente, si se nos integra en las culturas más elevadas que haya podido construir la civilización humana. En este sentido, La falsa medida del hombre es un libro riguroso e importante, un manual de combate científico que trata de rebatir tantas creencias interesadas que se han consolidado a lo largo de décadas y décadas y que siguen ejerciendo su influencia perversa entre nosotros en pleno siglo XXI:
"Pasamos una sola vez por este mundo. Pocas tragedias pueden ser más vasta que la atrofia de la vida; pocas injusticias, más profundas que la de negar una oportunidad de competir, o incluso de esperar, mediante la imposición de un límite externo, que se intenta hacer pasar por interno."
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