Los años setenta tienen una estética y un aire muy particular que se manifiesta en una buena parte de las películas de la época. Son años de crisis económica, de desencanto juvenil frente al fracaso de muchos de los postulados de mayo del 68. Una época muy turbulenta en la que mucha gente empezaba a tomar conciencia del desastre ecológico al que estamos llevando al planeta, mientras el terrorista campaba a sus anchas por numerosos países, quizá incluso más que ahora. Mientras en España se celebraban las primeras elecciones democráticas y se vislumbraba un periodo esperanzador, los jóvenes franceses que retrata El diablo probablemente - y especialmente Charles, su protagonista - habitan una especie de mundo altamente intelectual y a la vez nihilista, que no puede llevar a otro final que a un piadoso suicidio.
Porque el personaje de Charles no está concebido precisamente para agradar al espectador, ni para que éste sienta empatía alguna por él. Se trata de un joven de veinte años de buena planta, pero dotado de un carácter áspero y cuyo ser está saturado de pesimismo existencial. No obstante, la vida de Charles es extraña, porque a pesar de este carácter que podría ser repulsivo para muchos, resulta que es amado por dos atractivas muchachas - que se lo disputan de la manera más civilizada posible - y cuenta con un grupo de amigos fieles, que tratan de apartarle de la deriva en la que se ha convertido su vida, pero que tampoco cuentan con muchas posibilidades de hacerlo, puesto que su forma de contemplar la existencia y su actitud ante la vida no distan mucho de las del protagonista.
Con El diablo probablemente, Robert Bresson firma un manifiesto existencialista que busca ante todo incomodar al espectador. Aquí la juventud no es ningún divino tesoro, sino una fuente de angustia permanente que se retrata en un mundo al borde del colapso, envenenado por una contaminación no solo química, sino también biológica. El hombre como parásito de la propia Tierra, que deambula por ella como un zombie, haciéndose preguntas que jamás podrá responder. Muchos dirían que el problema de Charles es que cuenta con una vida demasiado regalada. Todos le quieren: sus amantes, sus amigos, su familia. Además se trata de un tipo inteligente, que podría aspirar al proyecto vital que se propusiera. ¿Por qué entonces tanta fatalidad? Cuando está ante un psiquiatra, última esperanza antes del ahogamiento final, el protagonista pronuncia una frase que le define: "Si me suidara no creo que fuera condenado por no comprender lo incomprensible". Y, como no podía ser de otra manera, Charles busca la muerte como una liberación del tedio vital insoportable al que está sometido. No desvelo nada, pues ya en la primera secuencia de la película se anuncia su muerte.
El diablo probablemente puede parecer tediosa, insoportable y pedante. Desde luego, es difícil no sentir hostilidad ante un joven que, sin tener problemas personales, se acoge a un rechazo total a la existencia (con la excusa, ante todo, de la catástrofe ecológica inminente), para no seguir viviendo, pues nada le motiva, ni siquiera la humana curiosidad por saber qué vendrá mañana. Pero la recompensa para el espectador viene al contemplar un retrato de época, una visión del mundo propia de unos años tan peculiares como fascinantes.
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