María escucha con atención las palabras del padre Weber, que asegura que ella y los otros jóvenes que están allí sentados son los soldados de Cristo y que su misión es evangelizar a los demás en la verdadera religión, con su ejemplo y sus renuncias cotidianas. El padre Weber utiliza el método socrático, realizando constantes preguntas cuyas respuestas deben ser evidentes para un cristiano que está a punto de recibir el sacramento de la confirmación. Pero cuando María le cuestiona acerca de los niños enfermos, como su propio hermano, el religioso apela a la típica apelación a los designios inexcrutables de Dios. La reunión se produce en la Sociedad de san Pío X, un grupo católico integrista que considera que la iglesia actual ha perdido la esencia de sus tradiciones y pretende volver a los tiempos anteriores al Concilio: misas en latín, comunión directamente en la boca y control estricto de las obras y los pensamientos de los creyentes.
Porque en realidad la Sociedad de san Pío X no es otra cosa que un instrumento de control social que somete a familias enteras a un sistema de vida retrógrado y estricto, cuyas normas son imposibles de cumplir, lo que estimula una continua ansiedad culpable, sobre todo en los más jóvenes, puesto que incluso la música rock o el soul están proscritos como instrumentos de Satanás. No es extraño que María sea vista como un ser extraño ante sus compañeros. Para ellos es un ejemplo, sí, pero no de virtudes, sino de beatitud, en el sentido más peyorativo del término. Y los jóvenes son crueles con quien es diferente...
Recuerdo una vez que me aleccionaron en clase de religión a que no comiera carne los viernes de Cuaresma y lo mal que me sentí cuando tuve que hacerlo, a pesar de mis protestas ante mi madre: me sentía un gran pecador. En mi caso aquello no pasó de una anécdota, pero en el caso de María, presionada por su familia, la sola posibilidad de sentirse atraída por un compañero de la clase de al lado le provoca un gran tormento que desencadena un par de mentiras inocentes que, a los ojos de su severísima madre, constituyen un descarrío intolerable, el primer escalón hacia una perdición cierta. Presionada y confundida, el infierno interior del remordimiento no tarda en desencadenarse para la protagonista, que debe luchar contra los impulsos naturales de cualquier adolescente creyendo que es su alma lo que está en juego.
Camino de la Cruz está estructurada magistralmente en catorce planos secuencia que se corresponden con el típico recorrido de un vía crucis, una metáfora evidente del estado de ánimo de la protagonista, que oscila entre la poderosa tentación de la atracción física y su deseo de renuncia y sacrificio. Brüggemann nos recuerda con su obra las tenebrosas consecuencias que engendra una visión fanática y excluyente de la existencia, sobre todo cuando se organiza a través de una cárcel familiar que anula por completo cualquier atisbo de pensamiento independiente en los hijos. Un director desconocido hasta ahora, pero muy a tener en cuenta.
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