Una vez acabada la Guerra Civil, los vencedores tuvieron que vérselas con la realidad de un país desolado, repleto de viviendas destruídas y gente hambrienta. La sublevación se había producido en nombre de la madre patria, para salvar a los españoles, pero ahora la mayoría de ellos se veían cercados por el fantasma de la pobreza. Desarrollar una cierta política social no era ya una cuestión de prestigio para los nuevos gestores, sino un asunto de supervivencia, ya que ni siquiera podían esperar ayuda de sus aliados naturales - Italia y Alemania - ya que estos se preparaban para combatir en la inminente Segunda Guerra Mundial.
Aunque de manera brutal, algunos de los dirigentes franquistas ya daban alguna pista en 1940 de los fines, más prácticos que humanitarios, de la integración de todas las clases sociales en un proyecto colectivo de nación. Tal y como decía Serrano Suñer:
"No queremos un Estado sin pueblo; nosotros dirigimos al pueblo, pero queremos llevarle organizado jerárquicamente a su estado nacional; hacerlo partícipe en su destino y en su responsabilidad para que se sienta autor de esta gran tarea pública que tenemos encomendada, y así identificados, él será la defensa más segura contra la codicia de sus enemigos (…). Y el Partido Nacional, que tiene esta misión, no puede ser un partido de clase, es un partido de todas las clases; es al menos una selección de los mejores en la fe común de la Patria, que tiene incluso la tarea ambiciosa, pero necesaria de absorber, de ganar a la gran masa de la zona roja que no se pueda destruir."
Así pues el Estado no olvidaba su tarea de acabar con los enemigos de la España eterna, pero a la vez se daba cuenta de que estos eran tan numerosos que habría que integrar a muchos de ellos en el nuevo orden de cosas. El nuevo régimen se presentaba como una especie de tercera vía (recordemos que todavía está vigente el auge de los fascismos en Europa) entre el capitalismo y el comunismo. Es más: su discurso asegura que pretenden superar al marxismo en lo social, aunque en realidad su legislación y su actuación administrativa se decantase casi siempre por salvaguardar los intereses de los patronos poderosos que, no en vano, eran una de las columnas del régimen.
Sería injusto no decir que, aún dentro del régimen, existían figuras, sobre todo dentro del Falangismo, que querían desarrollar una política social integral, pero la falta de recursos, la corrupción imperante y los intereses económicos de unos pocos eran una oposición formidable, por lo que los avances en este campo siempre eran muy deficientes. La política de vivienda, por ejemplo, no despegó por completo hasta entrados los años cincuenta, por lo que mucha gente debía practicar el chabolismo o vivir en cuevas, sobre todo cuando se desplazaban al extrarradio de las ciudades huyendo del hambre rural.
José Antonio Girón, Ministro de Trabajo en aquellos años de hambre, fue uno de los que intentó acercarse a los trabajadores para venderles el mito de la madre patria que protege a todos sus miembros, aunque la realidad fuera tozuda: los salarios bajaban mientras los precios subían dramáticamente. Se hacía necesario, para comer, acudir a ese mercado del estraperlo que controlaban precisamente algunos de los dirigentes cuya misión se suponía que era proteger al pueblo. Aunque no pudieran ejercitarse de manera directa, el malestar y las protestas eran continuados y motivo de preocupación constante en el gobierno, no por el sufrimiento generado, sino por la posibilidad de revueltas patrocinadas por organizaciones obreras clandestinas, sobre todo después de la victoria de los Aliados en la Segunda Guerra Mundial.
Es curioso constatar que algunos de los escasos avances de la época se consiguieron a pesar de la oposición de sectores poderosos, como los médicos, que se opusieron frontalmente a la creación de un Seguro Obligatorio por Enfermedad porque "creían que pretendía socializar la medicina y, por tanto, la profesión (...) iba a sufrir un considerable desprestigio". La marea blanca, al revés.
En realidad todas estas actuaciones se hacían con un único objetivo: la propaganda. Se intentaba así transmitir una imagen aceptable al exterior, a la vez que se aprovechaba para adoctrinar a sus presuntos beneficiarios, haciendo pasar por justicia social lo que no eran más - en la mayoría de las ocasiones - que migajas de caridad presentadas como la política social más avanzada del momento en Europa. Instituciones como Auxilio Social eran más humillantes para sus presuntos beneficiarios que otra cosa. Además la Iglesia Católica veía en ellas una intromisión en sus atribuciones tradicionales de caridad con los pobres.
En resumen, la política social del primer franquismo estuvo marcada más por el voluntarismo que por una verdadera efectividad. La falta de fondos, la voluntad política de no molestar a los sectores económicos más poderosos, la escasez de militantes y voluntarios para llevarlas a cabo y, por qué no decirlo, la percepción de las clases trabajadoras como el enemigo reciente, llevaron a que sus resultados fueran muy pobres, más orientados a la exaltación propagandística del régimen y su cabeza visible que de remediar la desastrosa situación de las clases más desfavorecidas. Habría que esperar a los años sesenta para que las nuevas políticas tecnócratas, la emigración masiva a países europeos y el fin del aislamiento español produjeran algo de alivio.
Muy interesante. El populismo fascista tenía su propia versión de la justicia social. Los franquistas copiaron muchas fórmulas de Italia y Alemania. "Auxilio Social", por ejemplo, era la versión española del "Winterhilfe" alemán, lo mismo que "Educación y Descanso" era la versión del "Opera Nazionale Dopolavoro" italiano (o el "Kraft durch Freude" nazi). Cuando no había nada, cualquier cosa podía ser buena...
ResponderEliminarSí, lo malo para ellos fue cuando cayeron los sistemas que les servían de modelo y tuvieron que "reinventarse", como se dice ahora. Que pena que el único Estado con modelo fascista de Europa sobreviviera tantos años...
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