martes, 23 de julio de 2013

EL CERO Y EL INFINITO (1940), DE ARTHUR KOESTLER. LA CONFESIÓN Y EL PERDÓN.

Al igual que Los hijos del Arbat, novela magistral de Anatoli Ribakov que tuve oportunidad de leer a principios de año, El cero y el infinito es un libro fundamental para entender en qué acabó la utopía comunista, como se pasó de la ilusión de la liberación individual a la cárcel colectiva de la URSS. Una lectura estremecedora - una más - sobre los horrores del siglo pasado. Aquí el artículo:



El año 1940, en el que se publicó El cero y el infinito, fue particularmente siniestro para Europa. Después de firmar un inesperado pacto entre totalitarismos rivales, Alemania y la Unión Soviética se habían repartido ignominiosamente Polonia el año anterior. Sin amenazas por el Este, Hitler venció en pocas semanas a Francia en este terrible 1940. La suerte del continente parecía echada y solo una debilitada Gran Bretaña plantaba cara al gigante nazi.

Pocos escritores reflejan tan bien en su biografía las contradicciones del siglo XX como Arthur Koestler. Militante de causas como el sionismo o el comunismo, salió desencantado de ellas. Participó como corresponsal en la Guerra Civil Española y fue detenido por los nacionales poco después de la caída de Málaga. Prisionero en Sevilla, solo pudo evitar su ejecución al ser intercambiado por el piloto Carlos de Haya, que había sido capturado por los Republicanos. Posteriormente, después de siete años de militancia, abandonó el Partido Comunista, horrorizado por la política de Stalin y por los procesos que patrocinó en Moscú, en los que liquidó a buena parte de la vieja guardia del Partido, lo que le inspiraría la escritura de El cero y el infinito. En cualquier caso, por lo que cuenta en su Autobiografía, no fue una decisión fácil ya que renunciaba a algo más que una ideología:

“Nunca antes ni después fue la vida tan plena de significado como en aquellos siete años. Tuvieron la grandeza de un hermoso error por encima de la podrida verdad.”

El cero y el infinito nos presenta a su protagonista, Rubachof (personaje seguramente inspirado en Bujarin), un veterano dirigente soviético, que participó en su día en la Guerra Civil Rusa y que ha caído en desgracia ante el llamado Número Uno. Encerrado en una siniestra celda, rememora su pasado y espera pacientemente a ser interrogado. Rubachof ha protagonizado varias misiones en el extranjero y ha sido encarcelado más de una vez, por lo que conoce a la perfección las rutinas de la prisión, los mecanismos psicológicos que alivian la soledad y la manera de comunicarse con otros presos. Pero esta vez es diferente. Son sus propios compañeros quienes le acusan. Su primer interrogador, como descubrirá no sin sorpresa, es su antiguo amigo Ivanof que, como un confesor religioso, intenta que Rubachof admita sus pecados contra el Partido. Los interrogatorios de Ivanof quizá resulten demasiado tibios, debido a la relación previa entre ambos (solo hay que recordar la pregunta terrible de Rubachof a su viejo compañero al presentarle las acusaciones, a todas luces falsas: “¿Crees tú realmente eso o haces como si lo creyeras?”).

Pronto Ivanof va a ser sustituido por Gletkin, un inquisidor más joven y mucho más implacable, representante de los nuevos tiempos, un hombre brutal y sin sentido moral, sometido únicamente a la lógica de la obediencia, lo que le da fuerzas para dirigir maratonianas sesiones de interrogatorios. A Gletkin, evidentemente, no le interesa saber la verdad, sino que Rubachof confiese y firme las acusaciones que le son presentadas, presentándole esta acción como el último servicio que puede prestarle al Partido, definido como una organización infinitamente más importante que el mero individuo: 

 “- El Partido no se equivoca jamás- dijo Rubachof – Tú y yo podemos equivocarnos. Pero el Partido, no. El Partido, camarada, es algo mucho más grande que tú y que yo y que otros mil como tú y como yo. El Partido es la encarnación de la idea revolucionaria en la Historia. La Historia no tiene escrúpulos ni vacilaciones. Inerte e infalible, corre hacia su fin. A cada curva de su carrera deposita el fango que arrastra y los cadáveres de los ahogados. La Historia conoce su camino. Nunca se equivoca. El que no tiene una fe absoluta en la Historia no debe estar en las filas del Partido.” 

Así pues, la resistencia de Rubachof es puesta a prueba, no a través de torturas y amenazas físicas, sino apelando a su militancia en el Partido, que se presenta al lector casi como una religión que atrapa psicológicamente al militante hasta el punto de ofrecer su vida y su deshonra si éste se lo solicita. El Partido no necesita más pruebas que su voluntad de acusar, voluntad que debe coincidir matemáticamente con la del acusado. Lejos quedan ya los tiempos en los que era un instrumento utópico de liberación individual. Ahora su fuerza radica en la inhumanidad de lo colectivo. Rubachof, a pesar de algún conato de rebelión, cede tan fácilmente porque ha sido programado para ello. Negarse a transigir sería negar su propia naturaleza, perder la oportunidad que le ofrece el Partido de ejecutar una última misión: acusarse públicamente para servir de escarmiento al resto de ciudadanos.

Al igual que en otras grandes novelas del siglo XX, como Vida y destino de Vasili Grossman, Los hijos del Arbat, de Anatoli Ribakov, o Rebelión en la granja, de George Orwell, la literatura sirve de denuncia de las arbitrariedades de un régimen totalitario que se presenta como redentor de la humanidad a través de un mensaje retorcido muy bien expresado en la narración de Koestler:

“Pues en toda lucha hay que tener los pies firmemente plantados en el suelo. El Partido enseña cómo. El infinito es una cantidad políticamente sospechosa, el Yo, una cualidad sospechosa. El Partido no reconocía su existencia. La definición del individuo era: una multitud de un millón dividida por un millón.

El Partido negaba el libre albedrío del individuo, y al mismo tiempo exigía de él una abnegación voluntaria. Negaba que existiese la posibilidad de escoger entre dos soluciones, y al mismo tiempo exigía que se escogiera la buena. Negaba que tuviese el individuo la facultad de discernir entre el bien y el mal, y al mismo tiempo hablaba en tono patético de culpabilidad y traición.”

4 comentarios:

  1. De todos los totalitarismos, los de inspiración marxista siempre tuvieron esa peculiaridad: la de insuflar un profundo convencimiento interno acerca de una misión superior al destino individual. ¿Qué otra cosa podía ser sino religión?

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  2. Eso lo hemos discutido muchas veces: el comunismo era, al menos en la Unión Soviética, una religión que, a falta de Dios, adoraba a un Líder omnipresente. Y la mejor prueba son los sacrificios inauditos de los soldados y la población en general para ganar la Segunda Guerra Mundial, mucho más allá de lo que ningún país occidental hubiera aguantado sin pedir la rendición.

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  3. Se adoraba algo más que a un Líder. Se adoraba una idea de fraternidad universal capaz de conmover profundamente a sus creyentes. A veces ese ideal se encarnaba además en un líder.

    Cuando leas el relato autobiográfico de Koestler sobre su viaje a la URSS en los años 30 lo verás magníficamente ilustrado a ese respecto.

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  4. Ya me dijiste que la Autobiografía de Koestler es aún mejor que "El cero y el infinito". Procuraré conseguirla, a ver si en los próximos meses pudiera hacerle un hueco, ya que es un libro bastante grueso. En el caso de Stalin, él mismo encarnaba la fraternidad universal, como bien dices, una fraternidad en realidad bastante siniestra...

    Saludos.

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