El año 1940,
en el que se publicó El cero y el
infinito, fue particularmente siniestro para Europa. Después de firmar un
inesperado pacto entre totalitarismos rivales, Alemania y la Unión Soviética se
habían repartido ignominiosamente Polonia el año anterior. Sin amenazas por el
Este, Hitler venció en pocas semanas a Francia en este terrible 1940. La suerte
del continente parecía echada y solo una debilitada Gran Bretaña plantaba cara
al gigante nazi.
Pocos escritores
reflejan tan bien en su biografía las contradicciones del siglo XX como Arthur
Koestler. Militante de causas como el sionismo o el comunismo, salió
desencantado de ellas. Participó como corresponsal en la Guerra Civil Española
y fue detenido por los nacionales poco después de la caída de Málaga.
Prisionero en Sevilla, solo pudo evitar su ejecución al ser intercambiado por
el piloto Carlos de Haya, que había sido capturado por los Republicanos.
Posteriormente, después de siete años de militancia, abandonó el Partido
Comunista, horrorizado por la política de Stalin y por los procesos que
patrocinó en Moscú, en los que liquidó a buena parte de la vieja guardia del
Partido, lo que le inspiraría la escritura de El cero y el infinito. En cualquier caso, por lo que cuenta en su
Autobiografía, no fue una decisión fácil ya que renunciaba a algo más que una
ideología:
“Nunca antes ni después fue la vida
tan plena de significado como en aquellos siete años. Tuvieron la grandeza de
un hermoso error por encima de la podrida verdad.”
El cero y el infinito nos presenta a su protagonista,
Rubachof (personaje seguramente inspirado en Bujarin), un veterano dirigente
soviético, que participó en su día en la Guerra Civil Rusa y que ha caído en
desgracia ante el llamado Número Uno.
Encerrado en una siniestra celda, rememora su pasado y espera pacientemente a
ser interrogado. Rubachof ha protagonizado varias misiones en el extranjero y
ha sido encarcelado más de una vez, por lo que conoce a la perfección las
rutinas de la prisión, los mecanismos psicológicos que alivian la soledad y la
manera de comunicarse con otros presos. Pero esta vez es diferente. Son sus
propios compañeros quienes le acusan. Su primer interrogador, como descubrirá
no sin sorpresa, es su antiguo amigo Ivanof que, como un confesor religioso,
intenta que Rubachof admita sus pecados contra el Partido. Los interrogatorios
de Ivanof quizá resulten demasiado tibios, debido a la relación previa entre
ambos (solo hay que recordar la pregunta terrible de Rubachof a su viejo
compañero al presentarle las acusaciones, a todas luces falsas: “¿Crees tú realmente eso o haces como si lo
creyeras?”).
Pronto
Ivanof va a ser sustituido por Gletkin, un inquisidor más joven y mucho más
implacable, representante de los nuevos tiempos, un hombre brutal y sin sentido
moral, sometido únicamente a la lógica de la obediencia, lo que le da fuerzas
para dirigir maratonianas sesiones de interrogatorios. A Gletkin,
evidentemente, no le interesa saber la verdad, sino que Rubachof confiese y
firme las acusaciones que le son presentadas, presentándole esta acción como el
último servicio que puede prestarle al Partido, definido como una organización
infinitamente más importante que el mero individuo:
“- El
Partido no se equivoca jamás- dijo Rubachof – Tú y yo podemos equivocarnos.
Pero el Partido, no. El Partido, camarada, es algo mucho más grande que tú y
que yo y que otros mil como tú y como yo. El Partido es la encarnación de la
idea revolucionaria en la Historia. La Historia no tiene escrúpulos ni
vacilaciones. Inerte e infalible, corre hacia su fin. A cada curva de su
carrera deposita el fango que arrastra y los cadáveres de los ahogados. La
Historia conoce su camino. Nunca se equivoca. El que no tiene una fe absoluta
en la Historia no debe estar en las filas del Partido.”
Así pues, la
resistencia de Rubachof es puesta a prueba, no a través de torturas y amenazas
físicas, sino apelando a su militancia en el Partido, que se presenta al lector
casi como una religión que atrapa psicológicamente al militante hasta el punto
de ofrecer su vida y su deshonra si éste se lo solicita. El Partido no necesita
más pruebas que su voluntad de acusar, voluntad que debe coincidir
matemáticamente con la del acusado. Lejos quedan ya los tiempos en los que era
un instrumento utópico de liberación individual. Ahora su fuerza radica en la
inhumanidad de lo colectivo. Rubachof, a pesar de algún conato de rebelión,
cede tan fácilmente porque ha sido programado para ello. Negarse a transigir
sería negar su propia naturaleza, perder la oportunidad que le ofrece el Partido
de ejecutar una última misión: acusarse públicamente para servir de escarmiento
al resto de ciudadanos.
Al igual que
en otras grandes novelas del siglo XX, como Vida
y destino de Vasili Grossman, Los
hijos del Arbat, de Anatoli Ribakov, o Rebelión
en la granja, de George Orwell, la literatura sirve de denuncia de las
arbitrariedades de un régimen totalitario que se presenta como redentor de la
humanidad a través de un mensaje retorcido muy bien expresado en la narración
de Koestler:
“Pues en toda lucha hay que tener los
pies firmemente plantados en el suelo. El Partido enseña cómo. El infinito es
una cantidad políticamente sospechosa, el Yo, una cualidad sospechosa. El
Partido no reconocía su existencia. La definición del individuo era: una
multitud de un millón dividida por un millón.
De todos los totalitarismos, los de inspiración marxista siempre tuvieron esa peculiaridad: la de insuflar un profundo convencimiento interno acerca de una misión superior al destino individual. ¿Qué otra cosa podía ser sino religión?
ResponderEliminarEso lo hemos discutido muchas veces: el comunismo era, al menos en la Unión Soviética, una religión que, a falta de Dios, adoraba a un Líder omnipresente. Y la mejor prueba son los sacrificios inauditos de los soldados y la población en general para ganar la Segunda Guerra Mundial, mucho más allá de lo que ningún país occidental hubiera aguantado sin pedir la rendición.
ResponderEliminarSe adoraba algo más que a un Líder. Se adoraba una idea de fraternidad universal capaz de conmover profundamente a sus creyentes. A veces ese ideal se encarnaba además en un líder.
ResponderEliminarCuando leas el relato autobiográfico de Koestler sobre su viaje a la URSS en los años 30 lo verás magníficamente ilustrado a ese respecto.
Ya me dijiste que la Autobiografía de Koestler es aún mejor que "El cero y el infinito". Procuraré conseguirla, a ver si en los próximos meses pudiera hacerle un hueco, ya que es un libro bastante grueso. En el caso de Stalin, él mismo encarnaba la fraternidad universal, como bien dices, una fraternidad en realidad bastante siniestra...
ResponderEliminarSaludos.