Eichmann en Jerusalén, el más famoso ensayo salido de la pluma de Hannah Arendt constituye uno de los estudios más sorprendentes que se han realizado nunca sobre la figura de un criminal. Y esto es así porque no se trataba de un criminal cualquiera: se juzgaba a Adolf Eichmann, que había sido capturado en Argentina por comandos israelitas que lo trasladaron clandestinamente a Jerusalén. Se trató de un hecho insólito: las víctimas y los familiares de las mismas juzgaban a uno de los altos funcionarios responsables del perfecto funcionamiento de la maquinaria del Holocausto. A Hannah Arendt, que ya era una pensadora famosa gracias a su obra Los orígenes del totalitarismo, no le costó convencer a los editores de la revista The New Yorker para asistir al juicio y elaborar una serie de reportajes con sus impresiones acerca del mismo.
Este es el argumento principal del film de Margarethe Von Trotta, que no quiere ser una biografía de Arendt, sino el retrato de un momento crucial de su vida, cuando acudió a Israel a enfrentarse a esos fantasmas que le habían perseguido durante toda su vida intelectual y emocional. Como intelectual judía que a punto estuvo de ser capturada por los nazis, la filósofa de origen alemán dedicó casi todos sus esfuerzos a explicar como habían sido posibles estas nuevas formas de maldad, planificadas e industrializadas, que habían surgido con los totalitarismos. Tener frente a sí a un especímen como Eichmann era una oportunidad única de estudiar las motivaciones de uno de los verdugos. Pero lo que contempló la dejó desconcertada. Eichmann no tenía los modales o la presencia que cabía esperar en un asesino de masas. Era un hombre gris y ordinario, un simple funcionario que alegaba en su defensa que había cumplido órdenes, como otras miles de personas. En la película - todo un acierto desde mi punto de vista - ningún actor interpreta a Eichmann. Son imágenes históricas en blanco y negro del propio proceso las que ilustran las palabras del acusado, un ser desconcertado y algo despeinado que trata de esconder sus culpas detrás de unas enormes gafas. Un monstruo banal, tal y como lo describiría más tarde Arendt.
Y es que la interpretación de Arendt tardó mucho en ser digerida, tal y como se muestra en la segunda mitad del film. La pensadora, en la magnífica interpretación de Barbara Sukowa, está lejos de aparecer como una víctima o como alguien afectado por la realidad que le tocó vivir, como muchos de los que la rodean, judíos destrozados por la experiencia del mal que no comprendían la mirada lúcida - que no compasiva - de Hannah Arendt al enemigo. Porque ella comete el pecado de no ver a la bestia nazi, sino al hombre. Un hombre que jamás hubiera matado a nadie con sus propias manos, que si hubiera nacido en otro lugar o en otra época no hubiera sido más que un anodino funcionario de los que no llaman la atención, que ficharía todas las mañanas y cumpliría sus trienios imbuido en una cotidianidad intachable. Un hombre que, por su estupidez natural, por su instinto de obediencia, que anulaba cualquier sentido crítico o moral, se dedicó a organizar los transportes de seres humanos hacia la muerte, igual que hubiera podido organizar los vuelos y las reservas de hoteles de una multinacional del turismo. ¿Es posible, como sugieren sutilmente los breves flashbacks en los que aparece de joven con su amante Martin Heidegger que dicha relación le sirviera para humanizar a los colaboradores del nazismo? Como espectador, me hubiera gustado que Von Trotta hubiera profundizado esas pinceladas. Habría que leer una buena biografía de Hannah Arendt para conocer todos los detalles de esta historia, una de las más insólitas pasiones amorosas del siglo pasado.
Pero quizá lo que más dolió a sus críticos es que Arendt recordara el papel de los Consejos judíos como pieza fundamental en el engranaje del Holocausto, algo que salió a relucir en el juicio. A pesar de las presiones de amigos, de familiares e incluso de agentes del Estado de Israel, Arendt jamás se va a retractar de sus dictámenes, apareciendo como una mujer fuerte y apasionada en defensa de su libertad de juicio. Ello no quiere decir, como estimaron muchos, que exonerara de sus culpas a Eichmann, sino que trató su caso objetivamente, procurando que no le cegaran las pasiones: el concepto de banalidad del mal, acabó convirtiéndose en uno de los más citados del pensamiento del siglo XX.
Aquí les dejo un enlace al artículo que escribí hace un par de años en torno al libro:
http://suite101.net/article/eichmann-en-jerusalen-hannah-arendt-y-el-holocausto-judio-a65757
Muy buen comentario, nada que añadir. Nos hemos acostumbrado demasiado a ver a los nazis como supervillanos de tebeo, cuando en realidad, todo lo sucedido estuvo en manos de personas como nosotros, sólo que sometidos a otras circunstancias. Y eso no los hizo menos culpables.
ResponderEliminarNada que reprochar a una película diferente, con una enorme vocación intelectual, que refleja la pasión de la protagonista por establecer una verdad objetiva acerca de los colaboradores del holocausto que son monstruos banales, como pudiéramos serlos nosotros mismos si nos viéramos sometidos a las mismas circunstancias. Se han realizado experimentos al respecto y los resultados son estremecedores.
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