Es sabido que hacer reir es mucho más difícil que hacer llorar. Asustar también es relativamente sencillo, lo auténticamente complicado - cinematográficamente hablando - es producir inquietud, crear un clima que envuelva al espectador, lo retenga en la butaca durante las dos horas que dura la película y no lo abandone hasta mucho después de que esta termine.
M. Night Shyamalan, realizador que no está viviendo sus mejores horas artísticas, se dio a conocer con El sexto sentido, un thriller de factura prácticamente perfecta que enseguida alcanzó una enorme popularidad, entre otras cosas gracias al boca a boca (cuando fue estrenado internet todavía no era algo mayoritario). En primer lugar, la película de Shyamalan apela a nuestro sentido de lo cotidiano: nos muestra el caso de un niño raro, que necesita tratamiento psicológico, pero en principio no sabemos si detrás de esa aparente disfunción hay algo más. Cole es un muchacho solitario, que vive aislado en una permanente nube de angustia. El doctor Crowe (un magnífico Bruce Willis que junto a El protegido, la siguiente película de Shyamalan realiza las mejores interpretaciones de su carrera) es la única persona que puede franquear las barreras que ha construido Cole. Y cuando profundice más en el caso, va a encontrarse con elementos anómalos: el muchacho parece padecer algo aún más terrorífico que una enfermedad, pues manifiesta la capacidad de ver lo que para los demás está oculto.
A partir de aquí lo sobrenatural hace su aparición en El sexto sentido y las escasas escenas en las que el director de origen indio nos lo muestra son excepcionales y auténticamente terroríficas, ya que apelan a los miedos más íntimos del ser humano, a aquellas preguntas primigenias acerca de cuál es nuestro destino después del fallecimiento. Entonces el ritmo sosegado, la atención al detalle que han dominado las escenas precedentes dejan paso al vislumbre de lo desconocido, a un mundo oculto cuyas claves de funcionamiento debe intentar comprender Cole si quiere convivir con él durante el resto de su vida sin caer en el pozo de la locura. La película funciona como un mecanismo de relojería perfecto, caminando, con toda lógica, hacia el destino final de los protagonistas.
Parecía difícil que después de una realización tan perfecta que Shyamalan pudiera mantener el nivel en su siguiente película, pero fue capaz de tal hazaña, entregando al año siguiente, El protegido, protagonizada de nuevo por Bruce Willis. Aquí nos encontramos con un film de temática superheroíca pero observada desde un punto de vista muy especial. Es el villano (Samuel L. Jackson) el que lleva la iniciativa en esta historia. Como el Cole de El sexto sentido, el guardia de seguridad David Dunn es un ser aislado de sus semejantes al que atormentan sus propios poderes, unos dones que no comprende: invulnerabilidad, fuerza sobrehumana y otros que no ha descubierto aún por su absoluta falta de interés por sí mismo. En El protegido, el villano (Samuel L. Jackson) apela a la lógica de los populares comics books estadounidenses para llevar la iniciativa en la historia que, como no podía ser de otra manera, trata de su enfrentamiento con un héroe que lucha por no serlo. El resultado no es tan brillante como en El sexto sentido, debido a un excesivo uso de la contención por parte del protagonista, pero en conjunto constituye una interesantísima reflexión sobre los héroes anónimos, aquellos buenos samaritanos que se ven impelidos a ayudar a los demás sin obtener recompensa personal alguna: la definición de héroe o de superhéroe en este caso.
Señales es seguramente la obra maestra de Shyamalan hasta la fecha. Una obra en la que se equilibran las mejores virtudes de las dos películas anteriores para ofrecer un cuadro completo de los intereses y las obsesiones de su director. Protagonizada por Mel Gibson, lejos de sus habituales papeles de héroe de acción, la película entronca con El sexto sentido, al utilizar otra de las leyendas urbanas de nuestro tiempo (en aquel caso era la existencia de fantasmas, en éste los famosos dibujos en los campos de cultivo, que han estimulado la imaginación de muchos hasta el punto de otorgarles un fantástico origen extraterrestre). En cualquier caso, al usar un hito de la cultura popular, Shyamalan ya tiene un punto ganado en el interés del espectador desde antes de que empiece a proyectarse la película.
En esta ocasión el protagonista es un personaje muy interesante, Graham Hess, un pastor episcopal cuya vida se ha hundido tras la pérdida de su mujer en un accidente hasta el punto de haber renegado del don que consideraba más precioso hasta la fecha: su fe en Dios. Precisamente, el componente religioso va a tener una importancia fundamental en la trama de una película que es un contínuo in crescendo de suspense pocas veces igualado en el séptimo arte (y aquí se nota la influencia de Hitchcock y de Spielberg) en el que el director va enseñando poco a poco sus cartas, mientras el espectador se siente plenamente identificado con el desasosiego y el miedo que va apoderándose irresistiblemente de las vidas de los Hess ante la posibilidad de una invasión extraterrestre a la Tierra (y para ello se utilizan magistralmente imágenes televisivas observadas desde el punto de vista de los protagonistas). El final es plenamente consecuente con su mensaje religioso: no existen las coincidencias en esta película y todo está orientado hacia lo que sucede en la última escena, que sirve también como redención para el padre Hess y, por ende, para su familia.
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