miércoles, 3 de abril de 2013

EL DESAFÍO: FROST CONTRA NIXON (2008), DE RON HOWARD. LA VERDAD EN LAS MENTIRAS.


En 1977 Nixon era un político acabado. El único presidente estadounidense que había tenido que marcharse por la puerta trasera, humillado tras haber cometido el peor pecado atribuible a un dirigente en ese país: mentir. Esta ética desde luego no tiene cabida en nuestro país. Aquí nos engañan todos los días a sabiendas de que nos están engañando y de que nadie se cree sus mentiras, pero todos siguen en su puesto y, se diga lo que se diga, con un apoyo popular que apenas se erosiona (en Valencia y en otros lugares se premia a los corruptos y mentirosos). No voy a decir que la política en Estados Unidos sea un jardín de rosas, pero me gusta ver que su presidente actual ofrece regularmente auténticas ruedas de prensa y sería impensable que su única comunicación con los periodistas fuera a través de una pantalla de plasma. Me gustaría que la prensa se plantara y se negara a informar de esta manera. Que si un dirigente tiene que anunciar algo a la nación, lo haga a cara descubierta y aceptando cualquier pregunta. Claro que eso solo está al alcance de quien no tiene nada que ocultar...

Pero estoy divagando. Como decía, el animal político Nixon necesitaba rehabilitar algo su imagen, su legado como presidente, así que aceptó la propuesta del periodista David Frost, un presentador de variedades, de celebrar una serie de entrevistas temáticas acerca de su carrera política. El ex-presidente se las prometía muy felices, porque calculaba que Frost, sin experiencia en el ámbito político, sería muy fácil de manejar y podría dar una imagen ante el mundo de persona honesta que cometió un error, pero cuyo legado perdurará, y así equipararse de alguna manera al resto de sus colegas que le precedieron en la presidencia.

El Nixon que compone Frank Langella es un hombre atormentado, alguien que ha conseguido sus ambiciosos objetivos vitales después de un trabajo sistemático y agotador y que al final de todo ha visto como su prestigio se diluía como un azucarillo en un café. Muchos meses después, Nixon aún no ha asimilado lo sucedido. La presidencia está perdida, pero quiere volver a ganar su credibilidad y la entrevista es la mejor opción. Por otra parte, el periodista Frost se juega su prestigio y su dinero en un evento que solo puede resultar exitoso si logra que el entrevistado confiese sus pecados y entone el mea culpa por el Watergate. Ron Howard sabe recrear la tensión durante todo el metraje, que se dedica en su mayor parte a preparar al espectador para el momento culminante, el histórico instante en el que Nixon se quitó la máscara y se pudo atisbar ante las cámaras a un ser humano destrozado por los remordimientos, roto por dentro. Pocas veces un político ha hecho algo así. Es como si Rajoy saliera mañana en televisión confesando que sí, que cobró los sobres de Bárcenas, pero que el creía que tenía derecho a ello. Algo esperpéntico y terrible. 

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