sábado, 24 de abril de 2010

LUCES DE LA CIUDAD (1931), DE CHARLES CHAPLIN. GENTLEMAN CHARLOT.


Es quizá esta la película más representativa de uno de los cineastas más geniales de todos los tiempos. Primero porque, fiel a su estilo, a pesar de que el cine sonoro estaba ya más que consolidado en la época en que se rodó, Chaplin prefirió rodarla como una película muda concediendo, eso sí, que se escuchara una música coordinada con las acciones de los personajes y algunos efectos sonoros que reforzaran la comicidad de algunas escenas.

La preparación y el rodaje de esta obra llevaron casi tres años a su autor, lo que da idea del perfeccionismo de Charlot, que engendraba obras tan perfectas a base de no dejar ningún elemento a la improvisación y repetir las escenas cuantas veces hiciera falta. Sí que es cierto que no se llevó bien durante el rodaje con la protagonista, Virginia Cherrill, pero estas disensiones no se notan en pantalla y la química entre ellos es perfecta.

Hay que recordar que el estreno de "Luces de la ciudad" coincide con la fase más aguda de la gran depresión americana. El papel de Charlot, el eterno vagabundo, adquiere en esta ocasión una dimensión especial, cuando muchos estadounidenses que lo han perdido todo se han lanzado a las carreteras y caminos tratando de huir de la miseria. Las palabras que Charlot le dirige al suicida para que desista de su actitud son conmovedoras, y pueden ir dirigidas a todos los desesperados del mundo: "Mañana los pájaros volverán a cantar. Sea valiente, enfréntese a la vida".

La otra protagonista de la película es la gran ciudad. Aquella era una época de gran crecimiento en las grandes urbes y el cine lo reflejaba. La ciudad es otro personaje más, un personaje dinámico y sorprendente, capaz de poner a prueba al protagonista, de hacerle pasar de limpiador a boxeador en pocos minutos. Lo cierto es que uno de esos encuentros fortuitos que propicia la ciudad le hace enamorarse de una florista ciega. Charlot se sacrificará para salvarla, aunque ella no lo sepa, lo que da pie a una escena final verdaderamente sublime, plena de sensibilidad y sutileza. No sabemos lo que va a suceder después, pero el cine (y la vida) a veces nos regalan momentos imborrables, de los que quedan para siempre en el recuerdo.

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