El paseante que camina por la Gran Vía madrileña difícilmente puede imaginar que durante muchos meses esta calle estuvo situada a escasos kilómetros del frente de batalla en el asedio de Madrid. La frecuencia con la que fue bombardeada hizo que se rebautizara como "Avenida de los obuses".

Arturo Barea trabajó durante buena parte de este tiempo como encargado de la censura periodística en el emblemático edificio de Telefónica, siendo allí testigo de los sinsentidos y atrocidades de la guerra y sintiendo como su mundo se derrumbaba poco a poco.

La "llama" del título de esta tercera parte hace referencia al incendio de toda España, resultado de la combustión de todas las tensiones sociales que se habían ido acumulando en los años precedentes y que en buena medida están expuestas en los dos libros anteriores.

La narración comienza en Novés, un pueblecito de la provincia de Toledo, donde el protagonista pretende alejarse durante el verano del "mundanal ruido" de Madrid tomando una vivienda. Allí va a descubrir un microcosmos de la situación general del país.

Nos encontramos en los años del "bienio negro", los años en los que la República está regida por la derecha, que acaba de reprimir de forma brutal la revolución de Asturias y aprovecha para abolir las reformas sociales del gobierno anterior.

En Novés, los caciques del pueblo prefieren tener sus tierras sin cultivar para que los proletarios del pueblo pasen hambre y se olviden de exigir derechos laborales y vuelvan a comportarse como lo que siempre han sido: siervos. La situación es ciertamente explosiva. Con la llegada de las elecciones generales del 36, Barea conseguirá organizar un mitin en el pueblo que devolverá por algunos momentos a sus habitantes más humildes la dignidad perdida.

Durante estos capítulos se reflejan de manera cristalina las contradicciones de la República: si bien era un régimen democrático de libertades, de los más avanzados de Europa, sus buenas intenciones no llegaban a los que lo necesitaban. Los poderosos, con la ayuda de la Iglesia, interponían todas las trabas posibles para que no se abolieran sus privilegios y conspiraban en la sombra para favorecer un golpe de Estado.

Por otra parte, las izquierdas se encontraban mezquinamente divididas entre quienes buscaban una democracia parlamentaria, quienes querían abolir el Estado o quienes buscaban una revolución, ya fuera o no bajo la égida de la Unión Soviética. El Frente Popular fue una unión efímera, favorecida por las circunstancias, pero cuya fragilidad saldría a la luz nada más comenzar la Guerra Civil.
Arturo Barea se va a mover entre dos aguas: su trabajo, a pesar de pertenecer a UGT, le hace relacionarse continuamente con elementos de lo más reaccionario, incluso con españoles que favorecen que la industria e ideología nazis penetren en nuestro país, lo cual le escandaliza y le asquea a partes iguales.

El autor describe muy bien el ambiente de los primeros días de guerra en Madrid: en principio la vida cotidiana continua: hay una verbena en el Paseo del Prado, la gente sale el domingo a comer en el campo... Pero bien pronto los tiroteos callejeros y los bombardeos nocturnos avisan a los madrileños de que la guerra va en serio.

Si bien al principio el protagonista está convencido de querer colaborar con la República desde su puesto de censor de la prensa (una labor un tanto orwelliana), los bombardeos indiscriminados, la falta de disciplina de los milicianos, el abandono de los refugiados y las disputas en mismo seno del bando republicano van a ir minando su moral y sus nervios.

La crónica de Barea no es la del heroico Madrid del "no pasarán", sino la de la miseria de los que están atrapados en medio de una guerra cruel y amarga. Sus simpatías siempre son para un pueblo que consigue su dignidad luchando y haciéndose matar por quienes les han oprimido durante siglos. Solo que, encima de ellos, otros los están manejando como a marionetas.

El final de Arturo Barea es el de los perdedores, el de los muchos españoles que salieron del país por la puerta de atrás del exilio, solo que él supo dejarnos estás crónicas sinceras, uno de los mejores testimonios de nuestro desastre colectivo:

"Le hablé de la guerra, repugnante porque enfrentaba a hombres de la misma sangre unos contra otros, en una guerra de dos Caínes. Una guerra en la cual sacerdotes eran fusilados en las afueras de Madrid y sacerdotes daban su bendición al fusilamiento de pobres labradores. (...) Millones como yo, que amaban sus gentes y su pueblo, estaban destruyendo, o ayudando a destruir, aquel pueblo y aquellas gentes tan suyas. Y lo peor es que ninguno de nosotros tenía el derecho de permanecer neutral".