viernes, 26 de junio de 2009
UN AROMA, UN RASTRO ( y III ).
Wolf deliraba en medio de un páramo helado. Recordaba con dulzura los momentos de su infancia junto a sus hermanos, recordaba el cariño de su madre y anhelaba volver con ellos. Seguía siendo un perro fuerte. Sufriendo una agonía infinita se levantó con lentitud y echó a andar. Durante las siguientes semanas, Wolf se asilvestró y cazó toda clase de animales para sobrevivir. La guerra había terminado hacía días, pero él ya no se acordaba de eso. Una mañana, cuando ya se había acostumbrado a su nueva vida, entreabrió los ojos y se encontró con una figura que le observaba detenidamente. Era un pastor alemán como él, pero de mirada mucho más noble. "Mi nombre es Stubby, perro paracaidista de la 101 División Aerotransportada del Ejército de los Estados Unidos, procedente del destacamento Lackland para la formación de perros combatientes de San Antonio, Texas. Está usted detenido por crímenes de guerra, perro nazi." Wolf no salía de su asombro. Su primer instinto fue lanzarse sobre la garganta de su enemigo, pero Stubby era un soldado entrenado a conciencia: con un rápido movimiento esquivó el ataque y le inmovilizó. Pronto llegaron los amos del perro americano, que colocaron a Wolf en una jaula y le transportaron a Nuremberg para ser juzgado, pues su nombre estaba en una lista de perros criminales.
Wolf apenas se defendió durante su proceso: en su fuero interno sabía que había obrado mal, pero lo achacaba todo a la obediencia debida a sus amos, obligación de todo perro desde tiempos inmemoriales. Fue condenado a ser reeducado. Stubby, su captor, fue designado como su profesor. Durante los siguientes meses se dedicó a enseñarle las virtudes de todo buen perro: disciplina, corazón, valentía y lealtad. Le hizo ver que los perros combatientes debían servir para matar, que para eso se bastaban los hombres, sino para salvar vidas gracias a su poderoso olfato y a su especial visión nocturna, que le servían para localizar a los soldados heridos. Le enseñó a ser silencioso y a apuntar el peligro con el hocico. Stubby era un perro cariñoso y pronto entabló amistad con Wolf, que aprendía muy deprisa sus lecciones. Le contó que él procedía de una ilustre estirpe de perros combatientes que arrancaba de la Guerra Civil Americana. Finalmente, por recomendación de su amigo, Wolf fue admitido en el Ejército de Estados Unidos y se distinguió en la Guerra de Corea, alcanzando el grado de Teniente. Las siguientes generaciones de la familia Stubby siguieron la noble tradición hasta que..."
En este punto, Harpo, mi narrador, comenzó a llorar de la forma más lastimera del mundo. Me confesó que hasta hace poco había sido profesor en el destacamento de Lackland de San Antonio (quién lo hubiera dicho de este dulce yorkshire) y había tenido como alumno a un descendiente de los Stubby. "Ha debido ser un gran honor", le dije. Harpo volvió a sus lloros. Me confesó que su alumno había sido enviado a Guantánamo, a intimidar a prisioneros indefensos. Indignado, había desertado y se había lanzado a recorrer mundo. Según él, generaciones de buenos perros habían sido mancilladas y no podía soportarlo, ya que se estaba repitiendo la historia de Wolf. Yo consolé como pude a mi nuevo amigo. Le acaricié, le calmé con nuevas palabras y me lo llevé a casa. Desde entonces he tratado de inculcarle un sentimiento eminentemente humano: la esperanza.
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