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jueves, 11 de febrero de 2021

MIEDO (1913), DE STEFAN ZWEIG Y YA NO CREO EN EL AMOR (1954), DE ROBERTO ROSSELLINI. RETRATO DE UNA MUJER EN LLAMAS.

Si tenemos que definir a doña Irene, personaje principal de esta novela corta de Zweig, con una sola palabra, tendríamos que decir que ante todo es una mujer burguesa. Casada muy joven con un prestigioso abogado y madre de dos hijos, Irene dedica sus días a visitar a gente tan privilegiada como ella misma, viviendo en la ociosidad más absoluta, hasta el punto de que ni siquiera se dedica a la crianza de sus vástagos, pues cuenta con personal para ello. Cierto es que una vida tan disipada puede conllevar ciertos problemas a la hora de encontrarle sentido a la misma: en la primera escena del relato encontramos a Irene saliendo de casa de un amante. No está con él por amor, ni siquiera por necesidades afectivas, sino más bien como una especie de distracción emocionante que ponga un poco de sal en su vida. En el fondo, ella siente angustias y remordimientos por su actitud y solo se calma cuando vuelve al tranquilo mundo burgués en el que habita.

El conflicto va a surgir con el encuentro con una antigua novia de su amante, que empezará a hacerle chantaje. Desde ese instante Irene penetra en una espiral de angustia y miedo. Se queda paralizada ante el descaro de su nueva enemiga, que con una sola palabra puede llegar a desmoronar esa existencia privilegiada que tan poco había valorado hasta entonces. Irene jamás se ha sentido tan sola. No puede desahogarse ante nadie y debe disimular ante su familia la angustia que la devora por dentro, sobre todo ante las miradas, cada vez más escrutadoras, de su marido.

Miedo es una narración que desarrolla los temas típicos de Stefan Zweig: la vida burguesa, la tentación de lo prohibido y, ante todo constituye otro estudio psicológico profundo de una protagonista femenina. Irene es una nueva Eva que ha probado del fruto prohibido y que, por primera vez en su vida debe enfrentarse a las consecuencias de sus actos. La novela cuenta con un giro final muy melodramático que es más obvio en su adaptación cinematográfica, donde nos presentan a una protagonista mucho menos ocioso, ya que trabaja como encargada de la administración de la empresa de su marido. Ya no creo en el amor no es de las mejores películas de Rossellini, pero sí que resulta un vehículo perfecto para que Ingrid Bergman nos obsequie con otra de sus memorables interpretaciones. El de Irene es un papel hecho a su medida, pues pocas actrices eran capaces de mostrar sutilmente la tormenta de emociones internas que abruman a su personaje. 

jueves, 8 de enero de 2015

FRANCISCO, JUGLAR DE DIOS (1950), DE ROBERTO ROSSELLINI. LA RELIGIÓN DE LA MANSEDUMBRE.

Rossellini es el cineasta de la sencillez, de los escenarios desnudos de todo elemento superfluo, un artista cuyo mayor anhelo era hablar al pueblo a través de sus obras, por lo que era habitual que trabajara con actores no profesionales, para que sus personajes ganaran en autenticidad. Este es el caso del protagonista, Nazario Gerardi, y buena parte del resto del elenco, monjes franciscanos que aceptaron interpretar al fundador de su orden y a sus primeros discipulos. 

Como es lógico, el autor de Roma, ciudad abierta, puso especial énfasis en las principales reglas de la revolución franciscana: la humildad y la pobreza. Los monjes son presentados como gente alegre, como juglares que van escandalizando (en el mejor sentido de la palabra) allá por donde van con su ejemplo de vida austera y en realidad revolucionaria: una hermandad radical entre los hombres, conjurados para ayudar a los pobres allá donde se encuentren. Para el crítico Alan Bergala, en esta película confluyen las grandes obsesiones de Rossellini:

"Los guiones de Rossellini giran fundamentalmente en torno a tres temas que no han dejado de atormentarle - la confesión, el escándalo, el milagro - y que representan tres figuras singulares de la forma en que la verdad puede emerger de la superficie lisa a la realidad, de la corteza de las ideologías y de los hábitos morales, de lo no dicho que asegura la posibilidad misma del vínculo social."

Hay dos asuntos que me llaman especialmente la atención en esta película. El primero es que el guión fuera firmado por Federico Fellini, cineasta que se distinguiría posteriormente por su tratamiento bufo de la religión católica. Y por otro la figura del discípulo de Francisco, Fray Junípero, que lleva hasta el extremo las enseñanzas de su maestro. Si Francisco enseña a ser desprendido y humilde, Junípero se desprende hasta de sus vestiduras por socorrer a los pobres y al final toma casi tanto protagonismo como aquel, cuando acude en solitario a predicar a los soldados que asedian un castillo. 

La narrativa de Francisco, juglar de Dios no sigue un planteamiento lineal, sino que está conformada por pequeños episodios de la vida del santo y sus discípulos, algunos incluso improvisados durante el rodaje. Lo que más le interesa a Rossellini es indagar en el verdadero sentido de lo que debería ser la religión, en ese bien radical sin rastro de orgullo en sus practicantes, que aun así se sienten los mayores pecadores del mundo, aunque lo expresen con toda la alegría de quien consagra su existencia al servicio de la causa que cree justa. Francisco, juglar de Dios no es más que la expresión de una suerte de religiosidad laica, que a la postre no satisfizo ni a los sectores de izquierda ni a los próximos al Vaticano: la película fue un fracaso de taquilla en su momento, pero poco a poco se fue recuperando para quedar inscrita como uno de los grandes clásicos del séptimo arte.

jueves, 23 de mayo de 2013

ALEMANIA, AÑO CERO (1948), DE ROBERTO ROSSELLINI. INFANCIA ARRUINADA.


En 1945, recién terminada la Segunda Guerra Mundial, Europa era un continente devastado y Berlín la destruida capital de los culpables del conflicto. Berlín, la ciudad que había estado a punto de convertirse en la capital de un siniestro imperio, no era más que un montón de ruinas donde se hacinaban millones de personas, que tenían que sobrevivir a varios males: el hambre, la derrota y un complejo de culpabilidad que nunca ha llegado a disiparse del todo. Solo en los últimos años los historiadores han posado su mirada en el sufrimiento de los alemanes durante la guerra. Recién terminada esta, había otras prioridades y ni siquiera la asimilación del holocausto (eso fue varios años después) fue una de ellas. En un libro de reciente publicación, Continente salvaje, que estoy deseando leer, el historiador Keith Lowe relata las secuelas que la contienda dejó en Europa y la desesperación de la gente corriente, sobre todo los perdedores, que tuvieron que soportar durante mucho tiempo una vida de privaciones.

El Berlín de la inmediata postguerra fue en su momento motivo de inspiración para el cine. Así a vuelapluma puedo nombrar la comedia (con un fondo amargo), Berlín occidente, de Billy Wilder o Los ángeles perdidos, de Fred Zinnemann, que tiene algunos puntos en común con Alemania año cero. Lo primero que llama la atención de la película de Rossellini es que, como buen film neorrealista, tiene un alto componente de denuncia social y eso solo puede hacerlo introduciendo la cámara en el mismo fango en el que viven los seres reales que retrata. La película se rodó en el estremecedor Berlín de las ruinas, donde cada uno sobrevivía como podía y el reparto de alimentos proporcionado por las naciones ocupantes era a todas luces insufiente, por lo que la gente tenía que recurrir a un muy floreciente mercado negro. En este ambiente, la existencia de Edmund, un niño de doce años, es autenticamente infernal, pues se ha convertido en el forzoso cabeza de familia, a quienes debe proporcionar medios de vida, ya sea mediante el trabajo o el robo, ya su padre está enfermo y su hermano, que fue combatiente de la Wehrmacht, tiene miedo de presentarse a las autoridades, ya que su destino podría ser un campo de concentración. 

Alemania año cero pone el énfasis en la vida de varias generaciones perdidas de alemanes, pero sobre todo en la tragedia de quien ha sido demasiado joven como para haber ejercido responsabilidades en el conflicto, pero ahora sufre en sus carnes las consecuencias, como si el problema de la culpa teorizado por Karl Jaspers le tocara de lleno. Además, a Rossellini le interesa la supervivencia de las semillas del mal entre las ruinas de la capital alemana, lo que se representa a través de un antiguo profesor de Edmund, que no ha abandonado sus ideas nazis e intenta educar a algunos miembros de las nuevas generaciones en la ideología derrotada, unas enseñanzas que van a ser interpretadas por el joven Edmund al pie de la letra... Entre las muchas escenas memorables de esta película sincera y creíble hay una que tiene un particular valor histórico: la que transcurre en los restos de la Cancillería de Hitler, un edificio fantasmagórico que sería demolido poco después.

Ahora que vuelven a ser la nación imperante de Europa, los dirigentes alemanes deberían echar un poco la vista atrás, no para sentirse culpables de nada, sino para recordar como son los más inocentes los que acaban pagando los errores de sus mayores y por qué no ayudar, con una política efectiva, no con palabras, a los países en dificultades es una política suicida. Si a los alemanes se los hubiera dejado a su suerte después de la guerra, el país se hubiera sumido en la Edad Media. Si volvió a levantarse, fue en gran medida gracias a la generosidad de sus acreedores, víctimas de sus arrebatos bélicos que tuvieron altura de miras y supieron prever lo que era mejor para el futuro. Porque lo que enseñan las imágenes de Alemania año cero, es la pura desesperación de quienes creen no tener futuro, lo mismo que sucede hoy día - salvando las lógicas distancias - a muchas familias europeas. No olvidemos nunca las lecciones del pasado. Ni siquiera las positivas.