Aunque esté basada estrictamente en hechos reales - y muy reciente - la apuesta de realizar Maixabel era muy arriesgada y su directora sale airosa de la misma. La película se dedica ante todo a ensalzar las virtudes del diálogo, de la comprensión de las razones del otro, aunque ese otro sea tu peor enemigo, y en este sentido la figura de Maixabel Lasa no solo fue pionera (en el difícil escenario vasco), sino también muy valiente, puesto que su gesto no gozó de la comprensión de muchas de las víctimas. Para la gente de bien el etarra es una alimaña, un monstruo que no merece más que pasar su vida encerrado, pero a Ibon Etxezarreta se lo presenta como a un ser humano cada vez más confuso al irse dando cuenta poco a poco de que ha entregado su juventud a una especie de secta de asesinos que le va a dar la espalda si se atreve a expresar la menor disidencia a su doctrina inamovible. En realidad, aquí se produce un descubrimiento de humanidad por parte de ambas partes, también para el etarra los políticos no nacionalistas eran enemigos, gente inhumana que estaba oprimiendo al pueblo vasco. Basta un encuentro cara a cara para desatar los mecanismos de reconocimiento de la humanidad del ser ajeno. En cualquier caso, Bollaín intenta en todo momento no blanquear lo más mínimo los crímenes etarras sino quitarles sentido, hacer que sus ejecutores se sientan hombres ridículos que han sido manipulados de la manera más cruel para servir a intereses ajenos. Una película que sirve como perfecto complemento a obras como Patria, que nos permiten comprender de una manera más íntima lo que significó estar en el centro de una sociedad violenta en la que podemos reconocer sin la más mínima duda quienes eran las víctimas y quienes los verdugos.
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