Aunque la vida de Ángel González estuvo marcada, como tantas de las de su tiempo, por los acontecimientos históricos derivados de una cruenta Guerra Civil y una larga dictadura, leer los poemas de Ángel González supone adentrarse en experiencias tan universales como cotidianas. Al describir éstas, una voz, a veces tierna, a veces irónica, hace complicidad con el lector, que también es habitante de este mundo y parece hablar de lo obvio, pero de una manera insospechada, con ojos muy penetrantes. Pero para que todo esto sea posible, primero el poeta tiene que existir, haber nacido, un trámite que parece vulgar, pero que solo hace posible el caprichoso destino:
Para que yo me llame Ángel González,
para que mi ser pese sobre el suelo,
fue necesario un ancho espacio
y un largo tiempo:
hombres de todo mar y toda tierra,
fértiles vientres de mujer, y cuerpos
y más cuerpos, fundiéndose incesantes
en otro cuerpo nuevo.
Solsticios y equinoccios alumbraron
con su cambiante luz, su vario cielo,
el viaje milenario de mi carne
trepando por los siglos y los huesos.
De su pasaje lento y doloroso
de su huida hasta el fin, sobreviviendo
naufragios, aferrándose
al último suspiro de los muertos,
yo no soy más que el resultado, el fruto,
lo que queda, podrido, entre los restos;
esto que veis aquí,
tan sólo esto:
un escombro tenaz, que se resiste
a su ruina, que lucha contra el viento,
que avanza por caminos que no llevan
a ningún sitio. El éxito
de todos los fracasos. La enloquecida
fuerza del desaliento...
A veces los hombres son descritos como seres contradictorios que "se aman de dos en dos para odiar de mil en mil". Seres amargos que muestran al mundo una falsa mueca de felicidad. Estos males podrían paliarse haciendo un alto en la existencia, dejando a un lado las prisas y creando un espacio de reflexión propio, hallando "un sitio donde echarte boca abajo y cerrar los ojos, y mirar despacio dentro de tu vida, quizá te resultase fácil averiguar algo , saber a que lugares quieres ir, de dónde vienes, para qué estás aquí, cuál es tu nombre". Y en esto aparece la idea de Dios, siempre presente, siempre esquiva, un ser que aunque no exista, sigue influyendo en nuestra existencia. Una metafísica muy mundana, que quiere quejarse a un responsable que seguramente haga oídos sordos:
Despertar para encontrarme
esto:
la vida así dispuesta,
el cielo
turbio, la lluvia
que lame los cristales.
Abrir los ojos para ver
lo mismo,
poner el cuerpo en marcha para andar
lo mismo,
comenzar a vivir, pero sabiendo
el fracaso final de la hora última.
Si esto es la vida, Dios
si éste es tu obsequio,
te doy las gracias - gracias - y te digo:
Guárdalo para ti y para tus ángeles.
Me hace daño la luz con que me alumbras,
me enloquece tu música
de pájaros,
pesa tu cielo demasiado,
oprime,
aplasta, bajo y gris, como una losa.
Todo está bien, lo sé.
Tu orden
se cumple.
Pero alguien
envenenó las fuentes
de mi vida, y mi corazón es
pasión inútil, odio
ciego, amor desorbitado,
crisol donde se funden
contrariedades con contradicciones.
Y mi voluntad sigue,
inútilmente,
empeñada en la lucha más terrible:
vivir lo mismo que si tú existieras.
Porque el poeta tiene muy presente que antes de nacer estuvo la no existencia, un estado al que se ha de volver, sin saber con certeza si es preferible a la imperfección del mundo: "dilema sin salida: no existencia, o vida incendio que el amor devora". Pero de vez en cuando surge la esperanza: si algo puede probar la existencia de Dios es la misma escritura, cómo "el perfecto funcionamiento de mis centros nerviosos que transmiten las órdenes que emite mi cerebro a las costas lejanas de mis extremidades", hacen posible el milagro de la concepción de un poema que cuestiona o ratifica la existencia del ser divino, o la existencia del amor o incluso del propio ser. Pero el concepto de Dios también se utiliza para usar sus poderes omnipotentes para vivir una y otra vez la misma historia de amor, que tiene la cualidad, esta vez sí, de la perfección:
si yo fuese Dios,
podría repetirte y repetirte,
siempre la misma y siempre diferente,
sin cansarme jamás del juego idéntico,
sin desdeñar tampoco la que fuiste
por la que ibas a ser dentro de nada;
ya no sé si me explico, pero quiero
aclarar que si yo fuese
Dios, haría
lo posible por ser Ángel González
para quererte tal como te quiero,
para aguardar con calma
a que te crees tú misma cada día,
a que sorprendas todas las mañanas
la luz recién nacida con tu propia
luz, y corras
la cortina impalpable que separa
el sueño de la vida,
resucitándome con tu palabra
Uno de los poemas que más me ha impresionado es Muerte de máquina. A pesar de su evidente tono irónico, humanizar a una máquina y establecer paralelismos con nuestros decesos resulta ciertamente inquietante:
Derramando tornillos,
con las bielas exánimes,
hizo un esfuerzo último para mover las ruedas
dentadas. Como una oscura arteria
palpitó la polea, pero sólo
transmitió un temblor leve a las turbinas,
que giraron despacio, horrorizadas,
con expresión de ojos que se nublan.
Luego, la vieja máquina
se derrumbó pesadamente,
ahogando en su caída
el estertor agudo de las válvulas.
Otra de las grandes obsesiones de la poesía de Ángel González es el concepto del tiempo, algo que fluye incontrolable, con un pasado de evocación imperfecta, un presente que se escapa entre las manos y un "futuro que se presenta inseguro, turbio, incierto". Pero a veces estos nexos temporales no tienen sentido, se confunden:
Mas sé que el tiempo es cóncavo
y reaparece por la espalda
sobresaltándonos de pronto
con sus inútiles charadas.
¿Te amaré ayer?
¿Te amo hoy en día?
¿No te amé acaso, todavía mañana?
No creo en la Eternidad.
Mas si algo ha de quedar de lo que fuimos
es el amor que pasa.
Pero, inevitablemente, al final del camino está la muerte. La belleza del mundo, que se concentra en el ser amado, será arrebatada para siempre:
Más allá de este sueño
ya no hay nada:
territorio final
en el que permanezco confinado,
desde el que también sueño
hasta perder la memoria de mí mismo
Cuando no sueño,
ese sueño sin sueños
es - a secas - mi vida.
Qué grande, la verdad. Un abrazo
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